Si pertenecer al mundo mediático ya se mira como terreno minado en términos de ser “cancelado” en la hoguera cultural, una adaptación como Dune arrastra no solo las exigencias propias de cualquier producto masivo en el siglo XXI, sino también con hordas de fanáticos que obligan a respetar un material base que miran casi sagrado.
¡En tremendo lío entró Dennis Villeneuve! Quien después de la fallida adaptación de David Lynch en 1984, la teleserie del 2000 y el mito construido por la ambiciosa película que Alejandro Jodorowsky nunca logró realizar, se puso las botas para, aparentemente al fin, tener libertad creativa y un presupuesto extraordinario para llevar a la gran pantalla la novela de Frank Herbert, de 1965.
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Entremos en calor
Entre los muchos tropos a los que se ha enfrentado Dune durante más de medio siglo, es al del complejo del salvador blanco, una manía muy afincada en Hollywood y que ha constituido la base de muchas películas premiadas y con grandes ganancias.
El ejemplo más simple, quizá, podría ser Avatar de James Cameron, repelida por muchos al contar la historia de una persona blanca que puede aliviar el sufrimiento de las personas de otras etnias (en este caso vestidas de alienígenas azules). Siempre hay un “elegido” blanco que ayudará a un pueblo étnico reprimido. Esta persona blanca es capaz de hacer lo que otros no pueden, desde superar los tabúes raciales hasta salvar a toda una raza de personas de una condena segura.
También películas no épicas retratan esta misma intención. Podríamos citar The Blind Side, The Help, Figuras Ocultas, y la reciente ganadora del Oscar Green Book, cuyos lentes llevan una gran carga de condescendencia.
Para cargar más las críticas a Dune, un elemento central de la obra es el desierto, símbolo literario de terreno sagrado y de encuentro mesiánico que no es solo algo de este filme. Dígase Luke Skywalker en Tatooine, Rey Skywalker en Jakku, Apocalypse quien crece en Egipto en los cómics de X-Men, Ozymandias en el mediterráneo en Watchmen… Abundan las historias similares, pero con Dune la diferencia radica en el aire islámico que está pasmado en la obra y lo complicado que resulta tener esto en cuenta sabiendo la penosa, execrable y larga historia de Hollywood presentando a pueblos árabes como enemigos (especialmente los musulmanes).
En el marco del salvador blanco, es fácil ubicar a Dune en esta categoría: un protagonista de piel pálida llega a un planeta de gente del desierto llamada Arrakis. Esta población es conocida por el resto de la galaxia como un pueblo misterioso, bárbaro y supersticioso (ya algunos grupos se han pronunciado al respecto sobre los posibles prejuicios que puede calar la película sobre los musulmanes).
Una vez que el protagonista comienza a vivir entre ellos, rápidamente se convierte en su líder y salvador, enseñándoles a luchar y convirtiéndolos en un ejército dispuesto a deshacer la dictadura galáctica.
Ali Karjoo-Ravary, un profesor de estudios islámicos de la Universidad de Bucknell, afirma que Dune ha bebido del islam para construir su universo y ha reflexionado sobre esos posibles entrelineados y afirma que parte de la razón del orientalismo del autor Herbert fue simplemente que la obra fue un producto de su época.
“La mayor parte de la literatura inglesa y francesa sobre el Islam y las “culturas del desierto” en ese momento era orientalista. De hecho, el revolucionario libro de Edward Said, Orientalismo, se publicó más de una década después, en 1978. Hay que reconocer que Herbert trató de complicar esto tanto como pudo. El lenguaje fue la “herramienta principal” que usó para hacer esto, el lenguaje hablado, porque en sus propias palabras: ‘estamos más profundamente condicionados al lenguaje como habla’”, comentó Karjoo-Ravary.
“Cuando eliminas ese lenguaje, cuando la narrativa es reemplazada por un sentimiento o estética desarticulada, centrar la blancura se lee, en cierto modo, como una especie de narrativa del salvador blanco. Incluso cuando el salvador falla, destruye todo y se convierte en un monstruo, su agencia anula la de todos los demás y los reduce a historias secundarias que son arrastradas por el tremendo poder de su mito”, agrega el profesor.
Además agrega: “Todos los demás personajes que podrían haber hablado pero no se les permitió hacerlo, se convierten en un mero accesorio de una trágica historia sobre un coming of age”.
El planeta en que se desarrolla la historia cuenta con una estética notablemente inspirada en Oriente Medio y África del Norte, presenta palabras árabes reales e incluso fue filmada en Jordania y Abu Dhabi.
“Desafortunadamente, esa estética no es neutral en Hollywood y la imagen de una multitud árabe o de mujeres que lloran con velo, sin mencionar cuando es inyectada con violencia, tiene una historia que está impregnada de la deshumanización de pueblos enteros. Ciertamente es posible recuperar y hacer más interesantes estas imágenes, pero eso habría requerido un acto de subversión por parte de los realizadores. Como mínimo, necesitaba un personaje no blanco polifacético que sobreviviera hasta el final”, finaliza Karjoo-Ravary.
Tomar decisiones
En vida, el escritor Herbert dijo que la historia de Dune pretendía “hacer una larga novela sobre las convulsiones mesiánicas que periódicamente se infligen en las sociedades humanas”. Mientras la escribía, el autor subrayó que era el “hombre occidental” cargado de ira (Paul y su hambre de venganza) quien utiliza esta posibilidad que le da ser un Mesías para su beneficio y así controlar sociedades.
Villeneuve parece haber estado al tanto de algunos de estos temas cuando eligió contratar actores africanos y afroamericanos para su adaptación cinematográfica y, en el momento en que se anunció por primera vez el elenco, fue motivo de celebración.
El problema fue que cuando se supo que el elenco no contaba con intérpretes nativos del norte de África y del Medio Oriente. Para algunos, fue aún más lamentable que papeles no blancos fueran para personajes que murieron o carecían de profundidad en su desarrollo (la película de Villeneuve prácticamente solo se enfoca en caracterizar al trono de los Atreides: Paul, su madre y su padre).
Además, en septiembre del 2020, cuando se lanzó el primer tráiler de Dune, al profesor Karjoo-Ravary (así como a muchos) les sorprendió que no se incluyera la palabra “yihad” en ningún momento. Para el académico, la ausencia de la palabra “yihad” confunde la caracterización deliberada que hizo Herbert de los Fremen, cuya identidad el profesor describe como “una variedad futura del islam y el árabe”.
Esto tiene dos vías de entendimiento: o Villeneuve niega las culturas que son tan integrales a su material de origen, o el canadiense trata de ahorrarse un pleito étnico y puede traer algo entre manos para resolver en la segunda entrega de la historia. No es sencillo quedar con el beneplácito de todos a estas alturas.
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La ventana que tiene Villeneuve para sacudirse de esas críticas reside en que aún queda una segunda película de Dune, la cual puede poner todo en perspectiva con respecto al núcleo emocional de la historia.
El Dune de David Lynch sin dudas fracasa en estas intenciones. Su Paul Atreides se convierte en un verdadero dios y todo este trasfondo se pierde. ¿Dónde y cómo puede cambiar esto Villeneuve teniendo el precedente de Lynch? ¿Dónde subvertir?
La respuesta que parece ser inmediata es una: mostrar astutamente que Paul fracase.
Sobre estas reflexiones del salvador blanco, lo que el cineasta canadiense ha contestado es que “es una pregunta muy importante”.
“Es por eso que pensé que Dune es relevante. Es una crítica de eso (al salvador blanco). No es una celebración de un salvador. Es una crítica de la idea de un salvador, de alguien que vendrá y le dirá a otra población cómo ser, qué creer. No es una condena, sino una crítica. Así es como creo que es relevante y eso puede verse como contemporáneo. Y eso es lo que yo diría sobre eso francamente”, comentó Villeneuve.
Por otro lado, en su momento el propio Herbert dijo: “Dune tenía como objetivo toda esta idea del líder infalible porque mi visión de la historia dice que los errores cometidos por un líder (o cometidos en nombre de un líder) se amplifican por los números que lo siguen sin cuestionar”.
De ser así, ¿es válido cuestionar a Villeneuve por castear a Timotheé Chalamet como protagonista? Muchos levantan la voz porque los tres Paul han sido blancos (hay que sumar a Kyle MacLachlan en el filme de Lynch y a Alec Newman en la teleserie), pero ¿podría preservarse la crítica de Herbert hacia las habituales figuras idolatradas si se cambiara la tez del protagonista?
Por supuesto, de lograrlo, la subversión sería maravillosa. Sería realmente reimaginar por completo la historia (tema sensible para los fans acérrimos del material base de Dune, pero ese es otro río por navegar).
Es perogrullesco decir que el cine ha permitido dar grandes obras gracias a repensar la literatura. Que lo diga Muerte en Venecia y cómo Visconti transformó las letras de Thomas Mann en música e imágenes depresivas. Dune podría unirse a esa lista si algo así sucediera.
No hay que ser adivino para saber qué significa ver y experimentar Dune en el 2021, cuando la blancura es un componente clave de la identidad y el privilegio. ¿Le dará tiempo a Vileneuve de hacerlo o habrá que esperar otra futura adaptación, siempre ensoñados con el mito de la obra de Jodorowsky que nunca se dio? Y ahí entra lo paradójico, que nos recuerda tanto el moto de Herbert a la hora de escribir el libro: al igual que en el planeta de Arrakis, vivimos en un mundo con muchas metas sin cumplir.
Dune de Dennis Villeneuve está disponible desde esta semana en HBO MAX; Dune de David Lynch se puede ver en Amazon Prime Video.