Bueno, la derrota ha sido inobjetable. El gran Beethoven ha perdido su combate personal contra el covid-19. En todas las grandes ciudades del mundo se habían programado festivales, conciertos al aire libre, conferencias, ejecuciones de sus nueve sinfonías y de sus conciertos para piano… y una miserable alimaña bastó para que los festejos de los doscientos cincuenta años del nacimiento del coloso de Bonn fuesen abortados. Ya en 1976 la Orquesta Sinfónica Nacional había presentado los cinco conciertos para piano, tocados la misma noche por el pianista Malcolm Frager, acompañado por Gerald Brown. Los tres primeros antes del intermedio, el Cuarto y Quinto después del intermedio. Fue una proeza, y una efeméride musical que recuerdo con honda conmoción. Y en 1993 el maestro Hoffman ofreció, a lo largo de los doce conciertos de temporada, la integral de las nueve sinfonías. El maestro había ofrecido este tour de force en tres ocasiones en su vida, con diferentes orquestas. ¡Ah, cuánto echo de menos al viejo, las extensas conversaciones sobre todos los temas que tuve con él en sus últimos años! Eran pláticas que bien podían durar cinco horas, y no perdían su frescura y ritmo vertiginoso.
Pero el objetivo de esta nota es aludir a otro tema. Stokowsky dijo alguna vez que Beethoven nunca había escrito una nota de música incorrecta. Cierto, cierto… salvo por el día nefasto en que decidió “charralearse” con una pieza que él mismo calificaba de “estupidez”. Me refiero a la obra sinfónica La victoria de Wellington, también conocida como La batalla de Vitoria, por haber tenido lugar en esta zona del país vasco. Es una pieza descriptiva. De hecho, lo es hasta la exasperación. Es la única pieza mala que Beethoven firmó, la única mancha en su imponente opera omnia. La pieza recrea la batalla que tuvo lugar el 23 de junio, cuando chocaron las armadas de José Napoleón, príncipe de Nápoles y Sicilia, y rey de España -hermano del célebre corso- contra una armada que amalgamaba soldados ingleses, portugueses y españoles, dirigidos por el marqués (posteriormente duque) de Wellington, sir Arthur Wellesley. Las fuerzas aliadas reclutaron 81.000 hombres, contra los 61.000 de Napoleón, ya vapuleado en la catastrófica invasión de Rusia, donde el cruento invierno siberiano (más que los soldados rusos) le infligió una paliza. La batalla de Vitoria duró dos días, y se cobró un total de 11.000 muertos. Napoleón volvió a probar el agrio limón de la derrota. Beethoven había sido napoleonista ferviente hasta que este se autoproclamara emperador el 8 de diciembre de 1804. Bien conocido es el hecho de que el compositor cambió la dedicatoria de la Sinfonía Heroica, que le estaba destinada. “No es más que un hombre vulgar: ahora se dedicará a pisotear los derechos de los ciudadanos y se convertirá en un déspota” -dijo, mientras desgarraba la portada de la partitura-.
La victoria de Wellington -también conocida como La batalla de Vitoria-, obra celebratoria de la derrota napoleónica, fue estrenada el 8 de diciembre de 1813. La pieza comienza con fanfarrias y redobles de tambores que se aproximan: oímos la canción “Mambrú se fue a la guerra” simbolizando a los franceses, y “Rule Britannia” y “God save the Queen”, emblematizando a los ingleses. Después se desata el pandemónium. Una confusa, caótica, estrepitosa cacofonía que representa la batalla. Todo es desprolijo, convencional, anodinamente descriptivo… apenas para halagar a la “galería de sol” del Theater an der Wien, donde fue estrenada.
Mälzel, inventor pasablemente chiflado (ya había creado el metrónomo, instrumento de práctica para los músicos: fue su único invento memorable) creó un alicrejo llamado panharmonicum, que imitaba el sonido en una orquesta de vientos. También se las ingenió para inventar un instrumento que imitaba el sonido de mosquetes y cañones. Las ganancias del concierto fueron donadas a los soldados austríacos y bávaros heridos en la batalla de Hanau.
La victoria de Wellington constituye, junto a la siempre eficaz e impactante Obertura 1812 de Chaikovski, y el subestimado poema sinfónico La batalla de los hunos de Liszt, el tríptico bélico más célebre de la historia de la música.
Pues amigos, amigas, ¿han ustedes de creer que este mamarracho, la única obra peor que mediocre -atroz- firmada por Beethoven, fue la pieza más popular y rentable de su carrera? ¡Por sí sola generó más ingresos que las nueve magistrales sinfonías y los cinco conciertos para piano! La gente se enardeció con el barullo infernal de los mosquetes, y de ahí en adelante, fue la euforia generalizada. El éxito fue tal, que la pieza se repitió en dos posteriores conciertos. Rescatemos el himno triunfal y la fuga final, que no carecen de nobleza y cierto aliento épico.
Por lo que a la batalla atañe, es una tremolina sin ton ni son. Un irredimible desastre. En realidad, da vergüenza ajena escucharla. Solo cuando fue concesivo con su rudimentaria audiencia pudo Beethoven usufructuar plenamente de sus obras. Y así es la vida…
Permítanme terminar esta tragicómica y cruelmente irónica historia citando un poema en prosa de Baudelaire, tomado de El spleen de París. Se titula “El perro y el frasco”.
“Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad. Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera. ¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida”.