Una frase que otrora inspirase orgullo ahora puede sonarles a muchos como mera reliquia: “¿Para qué tractores sin violines?”. La pronunció el presidente José Figueres Ferrer cuando su gobierno reimaginaba la política cultural en Costa Rica en los años 70. Medio siglo después, muchas de las instituciones fundadas entonces siguen marcando la pauta, mientras que otras lucen apocadas. ¿Qué pasó? El escritor y periodista Carlos Cortés lo explora en La cultura. Instrucciones de uso. Prácticas artísticas, cultura y sociedad en Costa Rica (1970-2020).
Uruk Editores publicó esta compilación de ensayos que abordan la política cultural, el arte que surgió en estas décadas y cómo se acercaba a sus públicos.
Cortés, cuyos libros siempre inquietan, recorre los altibajos de la cultura por medio de penetrantes preguntas, evocadoras semblanzas y ensayos sobre política, artes visuales, danza, cine, teatro y más expresiones culturales. Desde la música de Malpaís y de Max Goldenberg, pasando por las letras de Carmen Naranjo, hasta las expresiones del presente, el escritor, investigador y profesor abarca todo con mirada crítica y rigor explicativo.
“Comencé como periodista cultural en La Nación, en 1982, pero entonces ya colaboraba como crítico literario en otras publicaciones”, recuerda Cortés, autor de novelas como Cruz de olvido y Larga noche hacia mi madre. “Yo contribuía con revistas artísticas como Andrómeda (1980-1990), y luego lo hice de forma sistemática en el suplemento Áncora, que era un referente en la época. En ese entonces era imposible desenvolverse como periodista sin ser un intérprete crítico de lo que estaba sucediendo, y los medios tenían suplementos, secciones culturales y crítica de teatro, cine y, algunos, de danza y artes visuales”.
Con tal experiencia de primera mano, La cultura. Instrucciones de uso recupera algunos ensayos publicados años atrás, enmarcados por reflexiones actuales sobre las tensiones que atraviesan la producción artística y cultural de nuestro país.
― ¿Cómo surgió este libro? ¿Cómo seleccionó los ensayos que lo conforman?
― Mi propósito fue articular las tendencias sociales de la globalización y el neoliberalismo con prácticas que marcaron la transformación de la cultura artística y el consumo cultural urbano. El libro parte de una introducción, Identidad(es), cultura y sociedad global, y de un artículo sobre el concepto de “crisis teatral”, que se basa en un documento que preparé para el IX Informe Estado de la Nación (2003). Además, rescaté una serie de semblanzas de artistas como Francisco Amighetti y Julio Escámez, que fueron críticos de arte y creadores de una visión cultural, así como ensayos sobre Danza Universitaria, el origen del periodismo cultural y los problemas para plantear la “literatura nacional” en la globalización, entre otros temas.
― En el libro, recorre nuestra historia cultural desde un momento de consolidación política del Partido Liberación Nacional (PLN), con su programa para el Ministerio de Cultura, luego apoyado por el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC) en la era del bipartidismo, hasta un momento cuando la “política cultural” no tiene la centralidad del pasado. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué perdió protagonismo esta noción de la cultura como integral en la sociedad costarricense?
―El PLN y el PUSC siempre tuvieron concepciones diferentes, y el PLN adoptó un modelo neoliberal de inversión público-privada cuando decidió que el aparato público era incosteable, igual como lo hizo con su política económica y social. El abandono de la política cultural no es ajena a la crisis del Estado y a la reconfiguración de la “identidad nacional”. Los patrones de entretenimiento, el uso social de la ciudad y la política se transformaron al punto de que la cultura ya no es parte del debate público.
“Una mayoría de los públicos y de los estudiantes conoce un estadio, pero nunca ha ido al teatro o a un museo. Nos arrasó la globalización. Los índices de inseguridad y el abandono de los centros urbanos casi hicieron desaparecer los distritos de vocación cultural. Los patrones de entretenimiento, en la globalización, se inclinan por el futbol, las redes sociales y las plataformas o por un mercado segmentado y suntuario de bienes y servicios.
“Si el Estado abandona el espacio público, lo ocupa el mercado, y la misma institucionalidad –teatros, museos, galerías– son incosteables para el sector independiente. La crisis de “lo nacional” ha transformado las tendencias de consumo; ante una oferta global, ¿cómo competir? Si reduzco el panorama a una frase diría: pan, circo y bienes, y servicios caros y ostentosos para públicos que pueden costearlos”.
― ¿Qué caracteriza la concepción actual de política cultural?
―No tengo tanta imaginación como para ponerle un nombre a algo que me resulta indefinible. Si hago un esfuerzo la denominaría “a pellizcos se mata un burro”. Más allá del discurso oficial o los programas de gobierno, que los partidos hacen para que los periodistas no digamos que no tienen, se da un desfinanciamiento constante del aparato cultural, una incapacidad para enfrentar los grandes desafíos de la cultura y el desarrollo, y una ausencia de diálogo entre administradores, artistas y sociedad.
“Antes del 2022, ningún gobierno se había atrevido a plantear con claridad el cierre de programas e instituciones, que es lo que está realmente debajo de la mesa. La clase política decidió que era más barato asumir el costo de un lento desfinanciamiento –un debilitamiento de baja intensidad– que un cierre técnico, que es lo que sufren ciertas instituciones y la política cultural en su conjunto. Y no se trata de un problema presupuestario, sino de darle a la cultura el espacio social que merece.
“El hecho de que Costa Rica sea el tercer país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) con mayor cantidad de “ninis” –jóvenes que ni estudian ni trabajan– y que un 32% de los casi 2 millones de desempleados sean jóvenes entre 15 y 32 años, ejemplifica el fracaso de la política educativa, cultural y juvenil.
“Costa Rica creó el programa de orquestas juveniles, tenemos el Conservatorio de Castella desde hace 72 años, que podría ser un modelo a generalizar en el sistema educativo; la Compañía Nacional de Teatro se fundó como un grupo de teatro popular para crear públicos jóvenes, por citar unos casos, pero la política pública no supo socializar y potenciar los logros de estas instituciones y, por el contrario, ha intentado frenar su desarrollo”.
―En el gremio a veces se peca de nostalgia por una presunta “edad de oro”. Este libro no es nostálgico, no todo tiempo pasado fue mejor, pero sí rescata lecciones de entonces. ¿Cuáles son las más valiosas para el presente?
―Hay que valorar que Costa Rica ha tenido una política cultural que se inició con la creación de la Editorial Costa Rica, en 1959, y de la Dirección de Artes y Letras, en 1963. Y que podría remontarse al Estado liberal –Museo Nacional, Archivo Nacional, Biblioteca Nacional, Escuela de Bellas Artes, Teatro Nacional–, a la fundación de la Orquesta Sinfónica Nacional, en 1940, y al Teatro Universitario, en 1950.
“Botar a la basura de la historia lo que se ha hecho por décadas, de manera institucionalizada, equivale a un suicidio colectivo. Pero me pregunto si, en el ámbito público, al menos, Costa Rica no ha entrado en esta espiral de autodestrucción en los últimos años”.
―¿Cómo podemos revitalizar la política cultural en nuestro país? ¿Quiénes deben participar de esa reformulación?
―Sería muy irresponsable si pretendiera decir que yo tengo el conocimiento para formularla. Pero, en los dos últimos gobiernos, el Ministerio de Cultura ha hecho como si los artistas fueran sus enemigos. La discusión sobre la política cultural fue secuestrada por una jerga administrativista sobre las industrias culturales o los planes de Mideplan. Es necesario detener esa hostilidad hacia los artistas y dejar de verlos como pedigüeños poco profesionales que no saben organizarse.
“Nada puede hacerse sin tomar en cuenta a los productores culturales y a los públicos. La cultura es algo demasiado importante como para dejársela nada más al Ministerio de Cultura. Es un problema de Estado. Así nació en 1970 cuando el presidente Figueres era capaz de ir a un ensayo de teatro o emocionarse frente a un concierto de la Sinfónica.
“Si algún sentido tiene mi libro, es rendir homenaje a los creadores que me enseñaron a ver y a convertir la recepción de las prácticas artístico-culturales en experiencia estética. Esto le está vedado a la mayoría de la sociedad, así que el Estado debe luchar para que los derechos culturales dejen de ser un privilegio para una minoría cultivada y vuelvan a ser una alternativa para la convivencia, el desarrollo y el cambio social”.