Cuando vi anunciada en cartelera una película con Anthony Hopkins titulada El padre, pensé con ilusión que quizás se tratase de una versión cinematográfica de la estremecedora, doliente pieza de teatro homónima del dramaturgo sueco August Strindberg (1849-1912). Hubiera sido algo sensacional: pocas obras generan en mí el sentimiento de claustrofobia, impotencia y desesperación que me provoca esta pieza maestra del autor de La señorita Julia (con lo cual, queridos lectores, estoy haciéndoles una señita para que la lean, o siquiera vean en YouTube un montaje teatral de ella). Pero no era Strindberg. En realidad se trataba de una coproducción franco-británica, llevada a la pantalla por el principiante director Florian Zeller, basada en una obra de su propia autoría publicada en 2012. Ya esta pieza había inspirado un filme en 2015: Floride. La película se coló en la lista de las ocho nominadas para las estatuillas de la Academia, pero no pudo contra Nomadland, una de los mejores opus salidos de Hollywood en décadas.
¿Es El Padre una gran película? No. Es, sin duda, una buena película, pero no una gran película. Para ser exactos, es una película que en manos de cualquier actor que no fuera Anthony Hopkins, hubiera pasado inadvertida. Pero claro, Hopkins la impregna de su genio actoral, de su virtuosismo histriónico, de su vasta experiencia en el teatro y el cine, y él, solito, la transubstancia: la convierte en una vivencia inolvidable.
Hopkins, galés, y con ochenta y tres años de edad, es una rara avis en el universo hollywoodense. Es un late bloomer: una de esas flores que hacen eclosión tardíamente, ¡pero con qué plenitud de colorido! El Silencio de los inocentes lo lanzó a la exosfera en 1991 (¡ya tenía cincuenta y cuatro años!) cuando por vez primera encarnó a un villano que está destinado a convertirse en una leyenda cinematográfica, y que a no dudarlo será retomado por otros actores: Hannibal “the cannibal” Lecter, una escalofriante combinación de erudición, sofisticación, elegancia, cultura exquisita, con atávicas y perversas proclividades a la antropofagia gastronómica y elaboradamente culinaria. Un personaje que representa los dos polos de la criatura humana. Y en efecto, Hopkins ganó con esta película su primer óscar de la Academia. Pero ya para entonces tenía una distinguidísima carrera de actor cinematográfico y teatral con títulos muy importantes. Hopkins no nace actoralmente en 1991, sino en 1968, con El león en invierno, al lado de Katharine Hepburn y Peter O´Toole. Hopkins es el más joven representante de ese linaje de soberbios actores británicos que incluye a Laurence Olivier, John Gielgud, Ralph Richardson, Peter O´Toole, Michael Redgrave, Richard Burton, Michael Caine y Robert Shaw. Esos fueron sus maestros, colegas e inspiradores.
Hoy, a los ochenta y tres años, se convierte en el actor más viejo en haber ganado el Óscar de la Academia. Con Hopkins sucede lo mismo que con Meryl Streep, Helen Mirren o Daniel Day-Lewis: prácticamente cualquier papel que representen podría merecer la máxima presea cinematográfica. Yo, a Hopkins le habría premiado también Lo que queda del día, Shadowlands, Nixon, Amistad y… pues casi todo lo que ha hecho.
El más grande acierto de la película El Padre -aparte de la elección de Hopkins como protagonista- es que el director opta por contarnos la historia desde la perspectiva del infortunado anciano. Vemos la vida a través de sus ojos. Experimentamos con él el aterrador fenómeno de la alienación temporal (de ahí su obsesión con los relojes), de la alienación espacial (su desconcierto al ver la forma en que su apartamento se va vaciando y “transformando” en una aséptica clínica para ancianos afectos de demencia), de la alienación interpersonal (no reconoce a su gente, habla con personajes imaginarios, deviene paranoico y psicótico), y de la alienación de sí mismo (ya no sabe quién o qué es, y qué hace en esa hostil e incomprensible comarca llamada vida). Esto es desgarrador, y lo es tanto más por cuanto sabemos que el derrumbe psíquico aniquila a un hombre de agudísima inteligencia y refinada cultura, aficionado en particular a la ópera (el aria Casta diva de Norma de Bellini, y el aria Je crois entendre encore de Los pescadores de perlas de Bizet son su música favorita). Una pincelada sutil y certera del director: esta música, que originalmente es diegética (esto es, que forma parte de la trama en la película), se extrapola al nivel no diegético (suena aun cuando Hopkins no la está oyendo, como un recurso añadido “desde afuera” por el director: no forma parte de la historia). Así vemos como el mundo interior del anciano parece contaminar con su melancolía la totalidad de la película, en su dimensión diegética como en su dimensión no diegética.
El drama de Hopkins -y el de su hija Anne- no difiere en lo absoluto del que hoy en día están padeciendo cientos de miles de familias en el mundo entero. ¿Qué hacer con los ancianos que pierden la más preciada de las facultades humanas: la inteligencia y la capacidad para interactuar con los demás? Hopkins rechaza a las enfermeras que vienen a atenderlo en el apartamento que comparte -sin saberlo- con Anne y su esposo Paul. Sueña con reencontrar a su hija Lucy, olvidando que esta murió en un accidente automovilístico. El miserable yerno -espernible personaje- lo maltrata psicológicamente y lo abofetea sin piedad: “¿No te vas a cansar nunca de hacerle la vida imposible a los demás?” Y el anciano se limita a defenderse como puede del despiadado agresor.
La reacción del público ante esta película se divide en dos fracciones. Quienes han tenido que lidiar con un anciano de la familia que demanda cuidados especiales, y para el cual las coordenadas espacio y tiempo están totalmente dislocadas, se inclinan a darle la razón a su hija Anne y su esposo Paul: era necesario internarlo en un asilo (mientras ellos se van felices a vivir en París). Pero quienes no hemos tenido que vivir ese martirio, nos identificamos con Hopkins, y consideramos que su hija Anne lo abandonó, lo traicionó, y lo dejó librado a sus propios demonios (y del yernillo ni hablemos: ya el mero hecho de que lo haya escogido por esposo, nos hace dudar del discernimiento ético de la hija).
Hopkins se reserva para el final de la película su gran “aria de coloratura”, su “cadenza de virtuosismo”: en una escena que anega los ojos en lágrimas, experimenta una regresión infantil y llama en su auxilio a su “mami”. Desesperadamente, llorando como una criatura, llama una y otra vez a su “mami”: “Quiero estar con mami, quiero que me devuelvan a mami”. Es el retorno a la semilla. El recurso desesperado a esa figura: la única que nunca nos deserta, la eternamente leal, la incondicional, el peñasco más sólido, la roca granítica en nuestras vidas: la madre. Como dice Julia Kristeva: “Comparado al amor que une a un hijo con su madre, todos los otros afectos humanos estallan cual meros simulacros”.
Hopkins expresa algo que lo revela como el poeta que quizás fue: “Soy un árbol que está perdiendo sus hojas, sus ramas, el viento y la lluvia”. Esta observación es de la mayor importancia: no solo echa de menos su corporeidad en proceso de desintegración: echa de menos también los agentes erosionantes: el viento y la lluvia. Esto significa: “Estoy más allá del dolor: ya ni siquiera siento aquellas cosas que solían agredirme. Soy vacuidad, oquedad pura, una casa deshabitada. No puedo ni siquiera sufrir, porque ya no tengo ni viento ni lluvia que me azoten. Solo me resta la insensibilidad de las piedras, el silencio eterno y la inmovilidad”.
¿Habrán tenido siquiera la cortesía de llevarle al asilo su música favorita? Es harto dudoso. Y mi corazón se va con él, y censura severamente a su hija abandonetas y al cobarde de su yerno. Pero ese es mi sentir. Otros espectadores pueden experimentar la película de manera completamente diferente. La potencia dramática y la verdad humana de la interpretación de Hopkins (los ojos apagados, como velados por tenue membrana, la expresión de tristeza indecible, el rictus de dolor de sus labios)… todo nos mueve a la más profunda piedad.
Los ancianos arrancados a su hábitat, a su ámbito de privilegio, a su espacio familiar y acotado, suelen durar poco en esas instituciones llamadas asilos o, perifrásticamente, “casas de reposo”. Una vez ahí, la tristeza los corroe en cuestión de meses. Lo he podido constatar en muchos casos cercanos a mí.
El trato dado a los ancianos que padecen de demencia degenerativa es aún y siempre un problema de orden humano, bioético y deontológico- médico. Hopkins no era un viejo violento e inmanejable. Podía ser ofensivo con sus enfermeras, pero tampoco es que devoraba sus hígados y hacía un postre con sus páncreas. Cualquier enfermera calificada sabe cómo gestionar este tipo de situaciones. La hija no contrató a profesionales realmente certificadas para tratar a su padre. No la puedo perdonar, simplemente no la puedo perdonar… Lo siento, queridos amigos, pero no logro ocultar mi sentir sobre este punto, que es el eje mismo, el quid, el núcleo, la gran decisión sobre la cual versa la película.
Triste e irónicamente, después de que Hopkins se describe a sí mismo como el árbol que lo ha perdido todo (aun su capacidad para sufrir), la cámara ejecuta un paneo hacia la ventana, y vemos las esplendorosas, verdes y tornasoladas copas de los árboles que la brisa mece. Como diría Paul Valéry: “el don de la vida termina por pasar del hombre a las flores”.