De absolutamente todos los adjetivos, especulaciones, chismes y anécdotas en torno a Elvis Presley, hay un aspecto que se puede dar por seguro: el más grande ícono del rocanrol fue el primer damnificado de su vida en la fama, una que el mundo entero no estaba lista para procesar.
Elvis, para muchos, acabó siendo más recordado como ícono que como el ser humano que era. Su figura fue emblema de una sociedad que saboreaba por primera vez lo que significaba tener una estrella mundial en tiempos en que la aldea global apenas se construía.
El cineasta Baz Luhrmann tiene muy claro esa reflexión con su libre biopic titulado Elvis. El título, de hecho, puede sonar muy seco, pero la película es todo lo contrario: se trata de un retrato de casi tres horas de duración donde Presley es diseccionado como un hombre que siempre, aún en sus mejores momentos, estuvo al límite.
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El recurso que utiliza el director australiano no podría ser más efectivo para demostrarlo: sudor, sudor y más sudor. Según cuentan los libros y los registros videográficos de la época, Presley fue en el escenario más agua que persona. En otras palabras: sudaba copiosamente en el escenario.
Fue un artista que se alimentaba con los gritos, los desmayos de su público, con los aplausos infinitos y con la cruda e interminable emoción que significaba pararse a mover la pelvis y dejar al desnudo su voz (y rostro) angelical.
Luhrmann, tomando partida de esa leyenda, pone al joven actor Austin Butler a ser un tubo de transpiración desde que toma el micrófono por primera vez hasta su triste despedida al borde de un piano, en un concierto que no hizo más que exhalar el último aliento de quien alguna vez fue la más grande leyenda del planeta Tierra.
Por supuesto, esta textura sudorífica empieza, casi de forma hiperbólica, con la primera vez que el Coronel Parker —futuro representante de Presley— lo ve cantar.
Un muchacho aparentemente tímido, con una pava que le cubría sus ojos, es repentinamente transformado por el “poder” del escenario: la batería redobla, las guitarras explotan y, en cuestión de microsegundos, Elvis ya está bailando, sacudiendo su cadera y dejando caer su agua corporal hacia la primera fila de espectadores.
Desde allí, Luhrman deja claro que pensar en Elvis implica pensar en éxtasis. Esa frecuencia cardíaca acelerada, expresada visualmente en su transpiración, es el móvil de una historia que nunca desacelera.
Fruición absoluta
Conforme el metraje avanza, el sudor poco a poco se convierte en un leitmotiv del filme. El júbilo que le produce la música es el primer condimento, pero su historia empieza a adentrarse en terrenos menos optimistas, donde las camisas de fuerza que le pone su mánager, así como los problemas familiares, arrinconan su espíritu.
Es entonces cuando Luhrmann demuestra que el sudor también sirve para hablar de momentos de frustración. Uno de los más notables ocurre en la sufrida secuencia del Hotel Internacional de Las Vegas, en 1969, donde históricamente Elvis confirmó su maestría en el escenario.
De aquel pasaje, completamente verídico, se han escrito cientos de piezas periodísticas y decenas de capítulos en libros biográficos, pero el cineasta australiano no retrata ese momento como una simple anécdota.
Durante alrededor de 20 minutos, Elvis es filmado como si estuviera en un sueño febril: el éxtasis del aplauso hace que la frente y la nariz le goteen como cataratas (júbilo), pero conforme pasan los días en el hotel y Presley se da cuenta de la trampa en que lo ha envuelto su representante, ese sudor pasa a ser símbolo de frustración.
Al enterarse de que el coronel Parker lo ha engatusado para que nunca se presente fuera de los Estados Unidos, el muchacho se siente como un pájaro encerrado cuyas emociones parecieran brotar en forma líquida.
Inclusive, dentro de ese tracto de metraje, existe otro pasaje que reafirma la polisemia del sudor. En una de esas jornadas extrahumanas de conciertos, Elvis colapsa. Cae al piso, rendido por su propio cuerpo, pero el coronel convence a su padre de inyectarle adrenalina para que resista esa noche de presentación y no ponga en riesgo el contrato (y el dinero que allí se contempla). El pobre muchacho, tendido en el piso, suda como si se fuera a morir.
No en vano esa imagen de un joven Elvis al borde del colapso resuena con el cierre de la película. Tras avanzar en el tiempo, Luhrmann elige un momento preciso para acabar la cinta: nada menos que su última presentación.
Abotagado y con la mirada apagada, Presley toca el piano por última vez. De esa escena hasta memes han salido: la otrora estrella chapucea en su propio sudor, mientras unos carraspeos salen de su garganta. Más allá de una hipérbole, es como si Luhrmann nos dijera que aquellas gotas de transpiración eran, más bien, las lágrimas que Elvis nunca pudo dejar salir.
Alegría, éxtasis, frustración, muerte. Elvis es un filme cuyas texturas pasan por lo líquido. Lo que pudo ser una crónica a la usanza sobre un hombre en una jaula de oro es aquí una lamentación y una denuncia enmarcada en una de las grandes leyendas del siglo XX.
Al despedirnos de la cinta en los compases de créditos, la pregunta aparece de forma inevitable: si como sociedad siempre soñamos con la fama, ¿acaso vale experimentar una vida en completo éxtasis?
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