Si Tomas Mann tuvo la visionaria osadía de construir una profunda reflexión novelada sobre lo humano en torno a lo que llamó una montaña mágica, nosotros, con sus distancias y apelando al símil como recurso conceptual, podemos afirmar que poseemos un volcán mágico cuyos efluvios misteriosos cobran vida en la voz de los poetas que nacen y se desarrollan en esa región de la patria conocida como Turrialba, de donde es originario el poeta que nos ocupa.
Si todo el país tiene una idea de quién fue y qué representa la poesía de Jorge Debravo y Laureano Albán dentro del contexto poético costarricense del siglo XX, muy pronto sabrán también lo que ese mismo territorio y ese mismo siglo –ya en sus postrimerías- nos entregó como legado en la voz del joven poeta Juan Carlos Olivas.
Los reconocimientos nacionales e internacionales que durante los últimos años ha cosechado Olivas lo confirman no solamente como un firme y perseverante trabajador de la palabra, sino que nos permiten disfrutar de una creciente obra literaria de exquisita calidad, que propone nuevas formas de hacer poesía, trascendiendo el coloquialismo local para insertarse dentro de una tradición universal de elegante presencia discursiva.
Lo había leído de manera dispersa, por medio de breves selecciones de poemas que encontré en diversas publicaciones y blogs literarios; aunque en todos esos episodios había podido confirmar su calidad y novedosas formas de proponer la creación poética, no había tenido la oportunidad de conocer un libro suyo de manera completa. Hace unos días tuve el privilegio de acceder a su poemario En honor del delirio, ganador del Premio Internacional Paralelo 0 de poesía 2017, que convoca El Ángel Editor y el Encuentro Internacional de Poetas “Poesía en Paralelo Cero” en Quito, Ecuador.
El poemario está exquisitamente producido: emplea un papel de muy buena calidad, unido a un diseño y diagramación que muestran excelente gusto y amor por el oficio editorial.
La portada es un primer escalón hacia ese excelso viaje que constituye su lectura, pues se trata de la Virgen de medianoche, obra del maestro Fernando Carballo, gran amigo del poeta, quien se apunta en la aventura y luego contribuye, además, con sutiles apuntes visuales a lo interno, que marcan las transiciones entre las tres partes en que se divide el poemario. Cierra la contraportada con otra obra de Carballo titulada Espejismos, ambas óleos sobre tela.
Hechas las aclaraciones del caso entramos a comentar lo leído en este poemario, cuyo verbo apasionado transpira y quema las manos, a la vez que provoca ardor en la mirada conforme se van leyendo sus poemas, alineados entre sí a la manera que lo hacen los planetas en un cosmos asombroso recién inventado.
En honor del delirio
Este poemario posee una fresca densidad de imágenes. El poeta despliega en sus construcciones y temas una amplia formación cultural, reflejada en lecturas y asomos al mundo más allá de nuestras fronteras. De ahí que, de pronto, leemos un poema en el que le habla al hombre de la cueva de Altamira o se adentra en los cementerios del mundo donde yace el polvo de los que fueron grandes poetas y a través de sus poemas lo siguen siendo.
Definitivamente el abrirse al mundo le ha permitido también al poeta ampliar las avenidas de su poesía, sacarla de las estrechas murallas del Valle Central y llevar a su Turrialba en el corazón, depositar su ciudad natal en los regazos del planeta y permitir con ello que la sabiduría universal haga su tarea de ósmosis con el pasado.
Entonces, los cementerios de sus poemas son sitios donde vive la metáfora y la memoria de los maestros alimenta su imaginación, lo cual se traduce en un poema de exquisita factura. Como es el caso de su poema Otoño en Camden: “Camino junto a mi hijo/ por el cementerio de Harleigh”; el poeta lleva la semilla consigo –el hijo– y dice: “Buscamos la tumba de Whitman./En el sendero, por cada paso que doy/mi hijo da tres pasos/no sabe que el tiempo es un compás/y que los años cambian los roles de los músicos/como cambia de ritmo/el paso del caminante”.
¡Qué manera de marcar el ritmo en esas búsquedas en las que se abisma! Y agrega: “Pronto crecerá/ Y seré yo el que tenga que seguirlo a él, apurar el paso para caminar sobre las aguas, hacer prodigios o andar por las tumbas/ hasta encontrar a un poeta desconocido/que acaso seré yo”. Una manera exquisita de engarzar el legado y unir la tradición; el cambio de roles que es cíclico e inagotable.
Y así vamos por el libro, disfrutando del asombro y del hecho de encontrarnos con un poeta muy maduro, de verbo luminoso, hasta desembocar en otro de los muchos poemas hermosos del conjunto, solo que este nos atrae porque, de alguna manera, es el que me confirma el título del artículo que propongo y que el poeta llama La leyenda del volcán. Dice: “Fuimos dueños de lo voraz/ y de la gracia trémula/ de alguien que vuelve intacto a su niñez/ y trae noticias de su vidas pasadas,/ un trozo de madera preciosa,/ una punta de lanza/ que se incrusta en la piel/ de los animales muertos,/ una rama de olivo,/que se meció en los picos de las aves”.
Una forma muy poética y sublime de vincularse a la tradición, al menos desde mi perspectiva de lectura. Y cierra de manera magistral: “Un día hablaré de ti y no me creerán,/ un día dirás mi nombre/ y se echarán a reír./ Pero vendrán las lavas/ y de nuevo tus ojos/ me harán creer/ en la ceniza”.
Aquí el sentido del fin y la renovación, de la aceptación de pertenencia, de cómo la ceniza es el origen, el principio fecundo de donde surge el fuego, y también la llama y el calor. Un deleite esta lectura, de alguien que vive entre nosotros.
Y el poeta se abisma en las grafías de El Bosco, se atreve con poetas como William Blake y reitera que es la conexión, por medio de su poesía, con los valores planetarios universales, atreviéndose, además, a presentir y afirmar que la poesía no es para nada alcanzar puerto seguro: “La Tormenta se dirige hacia nosotros./ Todo poema es un naufragio”. Y yo digo qué afortunados somos de contar con estos maderos, construcciones poéticas que nos rescatan, nos mantienen a flote y nos empujan con la corriente hacia alguna parte.
Definitivamente, un grato hallazgo ha sido este encuentro con la poesía de Juan Carlos Olivas. Es un escritor bastante joven, pues carga sobre sus hombros 32 años, pero dentro de ese cuerpo lleva un alma ancestral, que se derrama en construcciones poéticas donde la narrativa lírica es fluida, de corte muy clásico, en lo mejor de la tradición universal, rica en imágenes y potentes aproximaciones a los grandes misterios de la existencia. Si encuentran sus libros o se topan con sus poemas, saquen el tiempo y disfruten.