Muy bien. Por un momento vamos a poner entre paréntesis las posibles virtudes teológicas, salvíficas y soteriológicas de los evangelios. Vamos a considerarlos desde la óptica literaria. La pasión - saga - misión de Cristo conforma con la estructura básica del mito del héroe: familia de reyes, humilde cuna, peregrinaje a través del desierto, pruebas iniciáticas, tentaciones, iluminación en la Verdad, regreso, prédica, milagros -que podrían ser asimilados a los trabajos de Hércules, las hazañas de Jasón o las proezas de Ulises-, sacrificio de su propio ser, traición, juicio, martirio, triunfo y apoteosis final. Como las grandes sinfonías románticas, los evangelios comienzan en modo menor, y modulan al modo mayor para su majestuosa conclusión. El lema de los evangelios es “per aspera ad astra” (Dante), esto es: “por el camino del dolor hacia las estrellas”. Los cuatro evangelios constituyen una macronarrativa como podrían serlo las siete novelas de En busca del tiempo perdido de Proust.
En buena medida, la vida de Cristo puede ser concebida, mutatis mutandis, como un Bildungsroman, una novela de iniciación, de formación, de crecimiento, de “coming of age”: un iniciado que, a su vez, asume la misión de iniciar al mundo en la Verdad. Lazarillo de Tormes (anónimo), Candide de Voltaire, Jane Eyre de Charlotte Brontë, Wilhelm Meister de Goethe, La Educación sentimental de Flaubert, David Copperfield de Dickens, Hijos y amantes de D. H. Lawrence, El Principito de Saint-Exupéry, son variantes del Bildungsroman, a veces más próximas al Entwicklungsroman (“novela de desarrollo”), otras al Erziehungsroman (“novela de educación”), acaso al Künstlerroman (“novela de artista”, tal el caso de Retrato del artista adolescente de Joyce).
No es infrecuente que las autobiografías -que siempre consistirán en lo que los autores quieran contar de su humano avatar- de varios personajes notorios asuman el perfil del Bildungsroman. Es el tremendo ejercicio de la escritura -instauración y constitución- del yo. Hay figuras públicas cuyas trapacerías difícilmente les permitirían ser incluidas en las Vidas Ejemplares de Tomás de Kempis. Pero después de súbita iluminación, se convierten al cristianismo, desde su celda carcelaria se declaran “born again christians”, y se dedican a la catequización de sus compañeros reclusos. La historia del chico pobre, criado en las favelas, miembro de una familia de diez niños, padre alcohólico o madre muerta prematuramente, que se convierte en vedette mediática y termina ganando veinte millones de euros anuales jugando para algún club europeo, califica como una forma más o menos espuria -en muchos casos, paródica- de Bildungsroman.
Los evangelios conforman perfectamente con el modelo de novela moderna tal cual lo postula Mijaíl Bajtín. En ellos encontramos el fenómeno de la heteroglosia (polifonía, coexistencia armónica de diversas hablas): desde el atildado discurso de un prefecto y gobernador romano (Poncio Pilatos), hasta la demencial jerigonza de un hombre poseso por una legión de demonios. Los evangelios son tejidos, urdimbres, rapsodias en las que se complementan y contrastan discursos no se podría más disímiles. En el mejor estilo de la novela decimonónica, los evangelios son pródigos en personajes: protagónicos, secundarios, de reparto… Guerra y Paz de Tolstoy, por ejemplo, moviliza 580 personajes.
La novela es un género literario extremadamente elástico, formalmente poroso, que acoge en su interior casi toda modalidad discursiva concebible. Una novela es, hoy en día, cualquier cosa que su autor quiera poner dentro. La novela es el continente: el contenido (que puede incluir el ensayo, el cuento, la poesía, la prosa poética, el teatro, la reflexión filosófica, antropológica, social o psicoanalítica) lo decide el autor. Es el género heterogéneo y múltiple por excelencia: unitas multiplex: la unidad dentro de la multiplicidad. Es así como Dostoievski inserta, sin ningún empacho, un extenso ensayo teológico y filosófico (“El gran inquisidor”) en su novela Los Hermanos Karamazov. El capítulo en cuestión goza de tal autonomía, que bien podría publicarse como separata, y constituir un opus independiente.
Pero resulta que la Biblia es, además, un formidable cuentario.
Las parábolas (“El sembrador”, “Los talentos”, “El hijo pródigo”, “El trigo y la cizaña”, “El buen samaritano”) son cuentos en toda regla. Jesucristo era, no hay duda, un estupendo storyteller, un raconteur de primera línea. Las parábolas son a menudo microficciones (término acuñado por nuestra Myriam Bustos), algunas tienen el espíritu de las fábulas, y todas sin excepción califican como apólogos (breves y sentenciosos relatos de los que se desprende una enseñanza moral). Junto a las Fábulas de Esopo (seis siglos antes de Cristo), al Panchatantra indio (dos siglos antes de Cristo) y Las mil y una noches (siglo IX de nuestra era), la Biblia se propone como una de las colecciones de cuentos más bellas y venerables de la historia.
Y me reservo para el final lo más hermoso de esas novelas portentosas llamadas evangelios: a su manera, son también poemarios de extraordinario mérito. Las “Bienaventuranzas” es, para mí, el más sublime poema del repertorio lírico universal. Fíjense ustedes si será poesía que hasta pone en acción uno de sus recursos retóricos más socorridos: la anáfora, esto es, el procedimiento consistente en iniciar cada verso con la misma palabra (“bienaventurados”). Es una fórmula empleada por Víctor Hugo, Baudelaire, Darío, Lorca (en “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”). Se trata de poesía diáfana, alada, que nos reconforta y arrulla en medio de “la noche oscura del alma” (San Juan de la Cruz). Por otra parte, es frecuente, en los evangelios, la configuración métrica en la que el primer versículo es largo, y el segundo corto: es una estructura rítmica que Mallarmé incorporó a su poesía. Se llama Quinah, y lo encontramos en la antigua lírica hebrea, griega y latina. El verso corto solía tener un carácter severo, sentencioso. No observan el principio de la rima porque este es hijo de la Edad Media, no de la Antigüedad.
Si aceptamos que los evangelios les fueron dictados como Verdad revelada y reveladora a sus autores, y que estos se limitaron a cumplir con el rol de atentos amanuenses tomando nota oficiosamente de la voz que los habitaba, hay que concluir que Dios es un formidable novelista. Ya la naturaleza, el universo y el cuerpo humano nos habían dado prueba de su genio como pintor, paisajista, retratista, músico, escultor, dramaturgo, cineasta, coreógrafo… Los evangelios hacen de Él el padre absoluto e incontestable de la novela moderna.
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