Eunice Odio vive en Nueva York de agosto de 1959 a marzo de 1962. Aunque esta etapa de su vida es poco conocida, resulta una experiencia provechosa y enriquecedora. La actividad literaria de Eunice durante su estancia es prolífica. Traduce; publica en revistas prestigiosas como Cuadernos Americanos, La Vida Literaria, Revista de Bellas Artes y en varios periódicos; perfecciona el inglés estudiando la literatura norteamericana, sobre todo a los poetas de la generación beatnik; absorbiendo su cultura. La estadía en esa ciudad ejerce en su espíritu una fascinación enorme. Se enamora de su luz y sus rascacielos, del río Hudson, de sus viñedos. La naturaleza cobra “un sentido lúdico-fantástico-estético” en donde “los elementos intangibles –digamos más espirituales– de la naturaleza, entran en los seres para transfigurarlos”.
Un río Inmenso y Profundo
Quizás la fascinación más intensa de Nueva York se la provoca el río Hudson. Sin duda, la hermosura y magnificencia del enorme río le causa una impresión indescriptible:
“… Bien, hablemos del Hudson. Ay, Juan, ve a ver a ese hermoso, poderoso y dulce río del mundo. Río que repartimos entre nosotros, y aún sobró aquella parte de su aliento, que era para sus actos solares… ¡Qué belleza tan grande! Vas solo a las orillas del Inmenso y Profundo y, bajando los ojos, ves el cielo que pasa rápidamente, tan rápido como él, ciñéndose a su paso acompasado. Y el Inmenso Profundo se pone del color del día que refleja la atmósfera terrestre. ¡Qué belleza tan grande!”.
Su amor por la ciudad y por el “Inmenso y Profundo” Hudson queda patente en el extraordinario poema En la vida y en la muerte de Rosamel del Valle, cuyo deceso acaeció el 22 de setiembre de 1965, cuando “acaba de dar la última campanada del verano”. En este canto revive el tiempo que compartió en Nueva York con Rosamel y Teresa Dulac, su mujer.
Los tres emprenden "un viaje atmosférico, a la ciudad “jamás vista por el mar”. Con el desplazamiento a esa ciudad no tangible, entran en una especie de ensoñación: “Un sueño largo, un sueño que jamás habíamos soñado, / ha tomado el lugar de nuestros semblantes”. De repente se vuelven “transparentes y prodigiosos” y en “el alba de un día con potestad sobre los puntos cardinales” bajan a la ciudad en donde Rosamel-Orfeo “tiene una flauta que gira en la vertiente”. Así es como en ese locus amoenus, bajo el influjo de la flauta de Orfeo, da inicio el extraordinario canto al Hudson, una especie de extensa letanía alegórica al hermoso río, que señala la categorización de orden espiritual que configura el espacio, transformándolo en un ámbito de concurrencias místicas:
Hudson hecho de la materia del Paraíso,
Hudson de cielo errante ciñéndose a su paso,
Hudson de árbol fluido,
Hudson de vasta y líquida armonía,
Hudson acumulado en la carrera de los astros y las tempestades,
Hudson iluminado y sosegado (Etc.).
En ese espacio mágico donde convergen elementos cósmicos y personajes míticos, se da una de las metamorfosis más interesantes, por cuanto ya no se trata de la magnífica presencia material del río, sino de la transfiguración que experimenta la Turba de Oro en el plano simbólico de lo onírico: “Todos somos una multitud de sueños”; “En vez de ojos tenemos visiones, imágenes del aire”.
El despertar da fin a las imágenes oníricas, dando paso a la realidad donde “Todos estamos sucediendo siempre en el mismo lugar donde posamos”, lugar donde vida y muerte, sueño y vigilia se confunden y entrelazan, ante el eterno enigma entre sueño y vigilia.
Nueva York es un espacio maravilloso, cuya luz “transfigura” la realidad circundante, como cuando contempla una torre detrás de la cual se posan los rayos del sol:
“...vi a una torre transfigurarse. (…) Cierto día el sol se puso exactamente detrás de ella. Entonces la sumergió en un océano de luz que totalmente le disolvió la materia. Por algunos instantes, la torre fue, desde lejos, un prodigioso ser de oro gaseoso, una figura feliz entregada al paraíso de la luz. Lo que relato no es el producto de mi fantasía. Con ser prodigioso e inefable, es rigurosamente exacto y verídico.”
Esta percepción luminosa transforma la materia de los rascacielos, “incendia” los cristales y toda la ciudad se mimetiza en un espectáculo cambiante, fugaz y eterno a la vez:
“Y luego, en la tarde, observa los edificios: mil millones de vidrios se incendian bajo el sol. Los edificios de Nueva York se convierten en ascuas vivas. Y luego en la mañana (...) el Empire State y cientos más se pierden (ya sea total o fragmentariamente). Por ejemplo, el Empire puede dejar ver solo la parte central de sus 108 pisos, mientras que la inferior y superior quedan ocultas por las nubes. O bien puede que lo único que de él se vea, sea la enorme antena, sobresaliente entre los nimbos y dando, a nuestros ojos, una fantástica visión rimbaudiana (arrebatados a las nubes como profetas).”
Del plano onírico al sociológico
Aunque desde la percepción poética la ciudad se define como un espacio de transfiguraciones y de experiencias espirituales, es también un ámbito de análisis crítico desde un sentido pragmático, sociológico. Aun cuando Eunice reconoce que Estados Unidos es “el paraíso del proletariado”, efectúa una visión crítica hacia algunos aspectos sociales que no comparte, como la crisis de valores, los beats, la escasa participación en la educación de los niños de parte de las madres norteamericanas, muy imbuidas en la inserción laboral y otros problemas:
“Yo he vivido aquí cerca de tres años –agosto de 1959 a marzo del 1962–. Observé muchas cosas y sigo haciéndolo. Y, cada vez me convenzo más que ese país, que es realmente un modelo de justicia social, y el verdadero paraíso del proletariado, es el desastre más acabado (y eso no puede decirles nada a los marxistas), desde un punto de vista no material, sino moral. Los beats –y su libro maestro NAKED LUNCH, debido al Papa de ellos, y el verdadero genio del grupo, en mi opinión, llamado Burroughs, a quien sin duda habrás leído–; el pop-art, y los delincuentes juveniles, no son otra cosa que expresiones diferentes de un solo desastre étnico-estético.”
Desdichadamente, el periplo de Eunice Odio por la ciudad de Nueva York, que ejerció sobre ella un influjo benéfico en muchos aspectos, acabó cuando “un hecho azaroso ––una verdadera catástrofe––” (que ella no determina), la hizo regresar a México. Allí permanecería hasta su muerte, acaecida el 23 de marzo de 1974.