“Nadie es profeta en su tierra”, y mucho menos en la nuestra. Ese fue el caso de Eunice Odio y de tantos otros artistas que debieron abandonar el país para no morir asfixiados por la falta de apoyo institucional, la falta de formación y sensibilidad artística de la comunidad y –esto es lo peor– por la misma agresividad de las cofradías del oficio.
Eunice habría tenido problemas de este tipo, no solo en Costa Rica, sino en cualquier parte. Ella no era de este reino, el reino de la cantidad y de la uniformidad, en que, para ser iguales, es necesario despojar a todo el mundo de sus atributos, sobre todo, a los más sobresalientes y trabajadores. Solo alguien tan cualitativamente diferente, como Eunice, podría haber creado una estética tan original como la suya. Autodidacta y lectora insigne, tal vez su suerte fue no haber recibido más que unos cuantos años de educación formal y sobrevivirla, gracias a una maestra inteligente y a la modesta inteligencia de su madre, que le dio la primera imagen poética que vio su espíritu: “La Vieja de los Cueros”. Gracias a ella, aprendió el sentido del juego de la imaginación, durante las tardes de tormenta en que la palabra resplandecía como un relámpago.
“Desde entonces, siempre que había tormenta preguntaba: mamá, ¿qué es lo que suena? Es ‘La Vieja de los Cueros’ que está enojada contigo porque te has portado muy mal. Era el momento del conjuro… Después de la pregunta –no antes–, veía a la hermosa y terrible mujer, armada con su mítica disciplina de kilómetros de largo –como su dueña–, y me sentía fascinada; y miraba sonriendo a mamá, que también se sonreía, porque bien sabía que yo estaba ‘haciendo el juego’, y que lo hacía en serio.”
Esa fue la prefiguración del Arcángel San Miguel, sujeto de uno de sus últimos maravillosos poemas.
Más allá de los límites conocidos
No se trataba de un juego de aficionados, sino de ligas mayores. Implicaba poner entre paréntesis, todo lo que pensamos del lenguaje, pues en ese juego la palabra no comunica nada, no es vehículo de nada, es ella misma en su total y única identidad, la identidad del aire, el elemento del eterno movimiento. Toma de conciencia pura del fenómeno de la expresión, tal y como la definía Minkowski: solo somos personalidades vivas porque estamos allí para expresar algo y al mismo tiempo porque esta facultad de expresar desborda por todas partes nuestra vida personal y la integra a la vida y al mundo. La expresión es una relación de orden dinámico que hace brotar la vida del caos del devenir. La palabra tiene vida propia porque es expresión del ser. Por tanto, una cosa es vivir la vida y otra muy diferente es vivir una vida. De ahí su denodado afán en liberar a la palabra de todo tipo de vasallaje y promoverla en su autonomía.
En su filosofía del lenguaje el verbo dinamizado era el principio de todo, no solo de la poesía; razón por la cual nadie se escapaba de ser poeta, aunque no hubiésemos escrito un solo poema:
“Pero, ¿es que solamente los inmensos poetas y los enormes pintores tienen derecho a expresarse? Siempre he creído que no. Me parece que la poesía (y todas las artes), son una sinfonía inmensa, en la que cada cual da sus notas”.
¿Ser o estar?
Inolvidable su defensa de la lengua española. Allí filosofa sobre la diferencia entre ser y estar. Para Eunice el estar es físico, espacial; y el ser es una manifestación del espíritu, relacionada directamente con una forma del tiempo. Eunice siempre escogió el ser y no el estar. Conforme a ello, los nacionalismos parecían irracionales, pues el hecho de nacer en alguna parte no dependía de nuestra voluntad.
Por elección, decidió ser mexicana pero, siendo un espíritu libre, tampoco esa elección fue nunca un cheque en blanco.
Como, según ella, se podía estar en alguna parte, siendo en otra, decidió residir en la zona más etérea del territorio del alba, esa franja de la imaginación en que la libertad es absoluta: la zona franca de la imaginación creadora. Desde allí elabora El tránsito de fuego, ese poemota de 450 páginas que reescribe el Génesis, el descenso de la palabra y la historia de los poetas, y también La República de Platón en la que, por el bien de todos, se expulsa a los malos poetas, a esos poetas reproductores, imitadores inútiles, que son la desgracia del idioma, porque no le aportan nada. El Tránsito continúa a Platón mostrando el origen de ese mal.
Ese tránsito es de fuego…
Se requiere pasión y sufrimiento, sobre todo en una época como la nuestra, en que la palabra ha perdido su sacralidad de origen, pues no está ligada ni a la verdad ni a la realidad, sino a la especulación y la demagogia. Y en una nación en que es imposible ser porque, bajo la especulación de la palabra “igualdad”, se empeña en la uniformidad y rinde culto a la mediocridad. Por eso, la peor crisis por la que estamos atravesando desde hace tiempo, no está en el déficit fiscal. De lo que padecemos es de déficit mental.
Eunice también lo dijo, cuando resumió, en 1947, en El Imparcial de Guatemala, la “política actual de Costa Rica”, haciendo la historia de la corrupción fiscal y la mala administración gubernamental, de cuya inveterada irresponsabilidad política sigue siendo víctima el país. Según ella, este tipo de crisis desaparecería, si se eliminara la incapacidad administrativa de los representantes del Estado.
Así, acerbamente criticaba a esos desocupados mentales que se metían en la política sin conocer siquiera el significado de esa palabra; como también a aquellos legisladores “que se realizaban dando leyes todos los días, absolutamente todos los días, ‘como si fueran sábanas y manteles’, sin importar que luego, por inaplicables, hubiera necesidad de almacenarlas, exportarlas, comerlas, venderlas y hasta estafarlas.”
Antirrealista, anticomunista y hasta antifeminista, Eunice se revolvía contra todo intento de uniformización. Pronto, su prosa incendiaria le trajo el perenne ostracismo de los “dueños” de una palabra de la que ni siquiera sabían su nombre. Puestas así las cosas, ya no se trataba de una democracia, sino de un “demorrelajo”.
Voz invocada
Eunice vivió de la traducción y del periodismo: fue gacetillera, columnista, articulista de fondo, correctora de pruebas y de estilo y hasta reportera “estrella”.
La palabra alada de Eunice se convirtió en palabra armada y, levantándose contra la palabra pervertida, combatió todo tipo de despotismo, incluido ahí el mediático, ejerciendo un periodismo sabio, responsable y honesto.
Tuvo que terminar escribiendo con seudónimo, para no morirse de hambre. Nunca traicionó el principio de excelencia ni se dejó afectar por esos “mitos tropicales” que camuflan la triste realidad de la envidia en nuestro medio: “Y después resulta que se maravillan de que a mí no me gusten los centroamericanos y especialmente los costarricenses, cuyo mayor defecto es la envidia!”
“Hablo fuerte. Así soy y no tengo remedio. Digo la verdad aunque no les guste.”
Por todo esto y más, desde esta istmania que ya comienza a arder de nuevo, invoco hoy su desterrada voz y, aunque su palabra no quepa en la mía, a pesar de todo, yo la llamo.