Desde su nombre, que parece venido de otra realidad; desde sus ojos verdes, que nos transportan a otra realidad –aunque jamás los hayamos visto en una fotografía a color-; desde sus poemas, que fundan otra realidad, Eunice Odio es uno de los grandes mitos de la literatura costarricense y, durante medio siglo, también de la literatura centroamericana.
La nueva novela de José Ricardo Chaves, Tránsito de Eunice, nos lo recuerda cuando uno de sus personajes se pregunta si el nombre de la protagonista es un seudónimo, un apelativo real o acaso la encarnación de una fatalidad poética. Todos los que nos hemos asomado a su vida y a su obra, aunque sea con asombro, como quien constata la extensión de un abismo sideral, nos lo preguntamos: ¿Eunice Odio fue un personaje real o ficticio?
Con esta espléndida novela, Tránsito de Eunice, Premio Editorial Costa Rica 2017, Chaves cumple de alguna manera el destino órfico de mi generación, que es escribir sobre agua el fuego, inscribirse en el misterio inexplicable e inextinguible de Eunice Odio, quien parece haber llevado la palabra poética al límite de lo posible, al límite de su potencia, como diría el cubano Lezama Lima. Todos los autores costarricenses hemos salido un poco de las cenizas de Eunice; Chaves, con esta obra, se regodea en su esplendor, en su “naturaleza ígnea, salamandrina”.
Estamos condenados a desatarte la lengua de fuego, Eunice, y eso ha hecho Chaves con este relato que redescubre las infinitas lecturas que se han hecho de su vida y de su obra desde su desaparición física, en 1974, cuando era una casi olvidada escritora exiliada en México, y hasta ahora en que Iberoamérica la redescubre en proceso de convertirse en un clásico de la lengua castellana, tal y como lo profetiza Octavio Paz en la novela.
Triple mandato
Chaves acomete la tarea imposible de responder a un doble o triple mandato testamentario al aproximarse al mito, al personaje real y a “la gran balada universal” que es su complejo sistema de simbolización poética. Todo en Eunice, como nos recuerda continuamente la novela, es de algún modo “euniciano” –la vida de un gran autor termina pareciéndose a su literatura-.
Basta leer su obra lírica, narrativa, ensayística y epistolar para darnos cuenta que su existencia es una portentosa operación alquímica por no separar las partes del todo, la cotidianidad de esa totalidad mística -quizá imaginada- en la que creía con todas sus fuerzas y a la que está consagrada la cantata visionaria que es El tránsito de fuego.
Ante este no menos gigantesco desafío de cómo decir a Eunice, una voz de voces que se contradicen, se repelen y se atraen al mismo tiempo, el autor apela a uno de los grandes hallazgos de la novela, “el artefacto literario”, como lo llama, que desencadena el mecanismo narrativo y que parte de una supra Eunice, un hipertexto llamado Eunice, omnisciente y omnidiciente, que se ríe de sí y de los demás, aunque esté muerta, pero que puede hablar de la Eunice real.
En el brillante arranque de la novela se nos revela esta transcorporalidad metafísica que hace que la protagonista esté viva sin dejar de estar muerta más allá de la muerte, que sea una circunstancia histórica sin dejar de ser una sustancia incorpórea: “Me llamo Eunice Odio y soy una entelequia poética, un constructo imaginal o, si se quiere gotizar, un fantasma literario. Por supuesto, tengo una análoga histórica, con la que estoy vitalmente relacionada y de la que soy una suerte de sombra semiótica, su proyección textual: aquella escritora de carne y hueso que nació en Costa Rica en 1919 y que murió en México D.F. en 1974…”
Quien habla a lo largo de la novela es Eunice desde el Mictlán, el lugar de los recuerdos vivos del Libro mexicano de las muertas, rojo y negro sobre papel de amate transcrito por el memorialista –escriba– José Ricardo Chaves. Una Eunice que se define “primero muerta que cadáver”, “pantera curvilínea, rumbera metafísica, loca reaccionaria” y que trasciende las convenciones sociales y estéticas en la vida y en la muerte: “yo iba más allá y declaraba ser una dinosauria metafísica y de humor reaccionario. No pertenecía a nada, ni a un país, ni a un grupo, a ninguna mafia, fuera nacionalista o cosmopolita (aunque me acercara más a esta), comunista o liberal, vieja o joven. No era costarricense ni guatemalteca ni mexicana ni terrícola”.
En la posdata que clausura Tránsito de Eunice y, que al mismo tiempo lo abre, el escriba –el autor– que le sirve de vehículo material a una voz inmaterial –la Eunice atemporal e hipertextual– retiene en la mano el candado de su tumba y descubre que no puede cerrarla o que carece de cerradura.
Eunice es un enigma viviente, un enigma diciente, parece decirnos Chaves. Eunice resucitada, resucitándose a sí misma, no habita en ninguna parte y está en todas partes. La clave que resuelve el misterio es un arcano y reside en esa segunda vida que es el sueño o en esa hermana menor del sueño que es la literatura.
“Extranjera nací desde mi tumba; en el fondo, yo bien sé que me parí yo misma. Mi madre es apenas metáfora y mi padre, un chisquete de tinta seminal”, admite la Eunice novelada y novelesca de José Ricardo Chaves y no tenemos más remedio que aceptar su voluntad de autoafirmación. Eunice Odio es irreductible a una genealogía humana o textual unilineal o monológica.
Condenados a leer y reinventar
Este es el contexto que Chaves describe con maestría en Tránsito de Eunice, una novela gestual en que lo transparente, lo más allá, lo invisible, se vuelve presente y tangible sin abandonar del todo la imposibilidad de reducir el mito a palabras o hechos físicos. El relato transita con flamígera velocidad por distintos registros orales –del habla costarricense al mexicano popular–, existenciales –Costa Rica, Guatemala, Nueva York, México y más México–, estéticos, ideológicos y hasta esotéricos y sobrenaturales. Toda ofrenda en el altar de Eunice Odio solo puede multiplicar –verbo suyo por excelencia– lo que nos es inasible y por lo tanto nos seduce.
Estamos condenados a leer a Eunice y a reinventarla porque se nos escapa, parece repetir Chaves al añadir una trama más a la compleja urdimbre textual que ya es y será y seguirá siendo Eunice Odio.
En una escena admirable de la novela, Octavio Paz le revela a la autora costa-guate-mexicanicida el sino trágico que la acompaña: ser una Casandra de ojos verdes y rasgos euroasiáticos, pitonisa de Green eyes –como la llamó el poeta mexicano Efraín Huerta– obligada a hablar una lengua de profecías, a habitar una mitología propia como “un ángel indecible”, incomprendida e incomprensible para los suyos. Estás jodida, más o menos, le dice el patriarca de los escritores mexicanos al cerrarle en las narices las puertas del paraíso y abrirle las del infierno angelical que le es propio. Y Eunice, ya lo sabemos, acepta su destino, íngrima, “sola y su ánima” –como nos dice el texto en un hermoso y funesto ritornelo, que recrea con habilidad los laberintos orales y albures del habla mexicana–.
Este recurso, este “transver la realidad, cuando desdoblaba mi percepción”, hace de la novela una especie de catábasis o descensus ad Inferos carnavalesco en que el mundo euniciano se rejunta con el de los espectros de Juan Rulfo, su amigo en el edificio de apartamentos de Nazas 45, México D.F. Baile de sombras entre trágico y esperpéntico, esotérico y paranoico, en el que conviven el arcángel San Gabriel –deidad mayor del panteón euniciano-, Lee Harvey Oswald, el asesino de J. F. Kennedy, Paz y su esposa Elena Garro, la pintora Remedios Varo, el mago Alejandro Jodorowsky, los personajes reales que inspiraron la novela Amuleto de Roberto Bolaño y una impresionante ronda de figuras que convierten Tránsito de Eunice en un retrato inolvidable de la vida cultural y política mexicana del siglo XX.
“En este espacio de escritura e imaginación, hecha discurso, efecto de lenguaje, imagen poética”, como nos dice la novela, Chaves se ve interpelado por el hado resplandeciente de Eunice y se zambulle en su universo consciente de la profundidad de su tragedia y de sus alegrías.
Construye con pasión un entramado textual e intertextual que se arraiga tanto en el mito como en la compleja red de referencias artísticas y doctrinarias que componen el pensamiento heterodoxo en Occidente, desde la literatura fantástica, el ocultismo y la teosofía hasta las vanguardias.
José Ricardo Chaves ha sabido apreciar el regalo de la lectura apasionada de Eunice Odio con una novela que se coloca a la altura de su misterio. La Eunice de la novela es al mismo tiempo fiel a sí misma y a uno de los proyectos narrativos más coherentes de la literatura costarricense contemporánea. Novela de madurez y de perfecta factura estilística, Tránsito de Eunice forma una unidad estética e ideológica con la tradición que Chaves ha desenterrado y reinventado en sus extraordinarios Cuentos tropigóticos (1997) y Jaguares góticos (2003) y en las novelas precedentes Faustófeles (2009) y Espectros de Nueva York (2015).