
“La mayor vocación de la fotografía
es explicar el hombre al hombre.”
Susan Sontag: Sobre la fotografía
Los hombres están. Visibles o no: colgando los trapos al sol, en la adoración anónima, detrás de la cámara. Los dioses los contemplan en su gesto inocuo, en su vida accesoria; la vastedad del paisaje no parece reparar en ellos. Están, y expían su existencia en el relato, en la necesidad inminente de narrarlo todo, de explicarlo todo, de fotografiarlo todo.
El paisaje está, estaba. El paisaje es anterior al hombre. Existía de una forma feroz e infinita, sin la premura de ser domesticado por la propiedad privada, la geografía o el arte. Y, sin embargo, todo entendimiento del paisaje pasa por los signos ‘civilizatorios’ que le fueron impuestos.
Los dioses no estaban. Fueron hechos a imagen y semejanza de la autoestima bipolar del hombre. El mismo hombre que acotó el paisaje puso encima a los dioses, y les dio para gobernar esa porción de tierra donde alcanzaran sus ojos, los del hombre. La porción de tierra necesaria para hincarse de rodillas y pedir que esa construcción perfecta no se saliera de los límites del obturador.
Clic.
“Los hombres son bestias chapoteando en las tinieblas”, escribió Roberto Arlt; por eso, necesitan los límites que dan los dioses y las instituciones. El arte es la única institución que le permite a los hombres una estructura cuyo derrotero no sea necesariamente moral. En la contemporaneidad, la expoliación cotidiana que supone el hecho fotográfico no nos resulta inquietante, probablemente porque asumimos que este viene precedido de algún tipo de conceptualización e intención artística o, en todo caso, una respuesta racional a la nostalgia, lo que nos obliga a justificarlo.

La imagen no es gratuita
La nostalgia es un burdo pasatiempo, diría Luis Alberto de Cuenca, pero es el más común. La fotografía que claramente exhibe valores estéticos está hoy en franca desventaja ante el universo excesivo de imágenes que la nostalgia produce. Jose Díaz, que viene del barrio más tenaz de la fotografía –el fotoperiodismo–, batalla contra esa falta de edición.
Él entiende que la imagen no puede ser un recurso ilustrativo, no puede ser gratuita; la imagen debería proveernos no solo una historia, sino tantas como la capacidad interpretativa de cada uno de sus potenciales interlocutores. Una buena fotografía debería afectarnos como un espejo, debería explotar nuestro narcisismo o nuestro repudio.
Las dos series que Díaz presenta en Sagrados y salvajes tienen en común el regusto por la estética popular que ha marcado su producción desde series como In Dubia Tempora (fotografías de armas y objetos hechizos elaborados en las cárceles), proyecto desarrollado con el artista Jhafis Quintero y la escritora María Montero, o Vanguardia Popular –también realizado con Montero– y que son imágenes de un ejército popular de personajes identificados por ambos en los barrios josefinos.
Sin embargo, el modus operandi en cada una responde a las propias necesidades y demandas de la serie, y muestra por ello una cierta ideologización del proceso fotográfico. Quizá esta forma de trabajo no lineal les aporta un carácter que difiere de una a la otra, unas más ejecutadas como archivos, otras como construcciones escenográficas y, en todo caso, todas como tesis visuales más que series fotográficas.

Fotografía íntima
Cámara laica parte del archivo que ha logrado atesorar por décadas como fotoperiodista, por ello el resultado de la selección no responde a la exigencia masiva de la reproductibilidad técnica que la fotografía permite. Las imágenes, como debería ser la propia práctica religiosa, son desiguales, más íntimas, accidentales, casi voyeristas.
La mística popular es virtuosa en su anacronismo, pero esto en lugar de quebrantar el ejercicio de la fe, lo aviva en su carácter especular. Estas imágenes ofrecen muchas más pistas de la religiosidad costarricense –y latinoamericana– que las misas, las prédicas y los protocolos de la iglesia porque desmantelan la sacralidad del acto religioso, convirtiéndolo en algo mucho más próximo, más urgente y más tangible.
Los títulos que Díaz utiliza, y que expolia en muchos casos de los códigos del lenguaje popular, son el paratexto perfecto con el que estas imágenes consuman el retrato de un país –religioso, sí– pero menos conservador y menos chato a la hora de instrumentalizar su fe.
Cámara laica tiene la acidez cándida de cierto humor popular. A través de esta serie, Díaz no solo enfrenta su propio escepticismo, sino que torna la absoluta falta de devoción de muchos de nosotros, en una devoción decorativa. Cámara laica es una serie sobre el valor documental y simbólico de la imagen fotográfica y, sobre todo, el valor del archivo como instrumento narrativo.

Trampas al sol
El fútbol, el paisaje y la religión son las tres religiones del país. La primera es la más sagrada y, por tanto, la menos sugestiva. Díaz lo sabe; por eso, como contrapunto a Cámara laica, exhibe una serie sobre el paisaje: Tender una trampa.
Si bien en la primera el proceso fotográfico era mucho más orgánico, como el propio ejercicio religioso, en Tender una trampa se refuerza la idea de que el paisaje es absolutamente escenográfico, tal y como y ha sido en las últimas décadas su enfoque como “marca país”. De esta forma, las irónicas fotografías de paños con animales salvajes parecen retar conscientemente las bucólicas e invasivas imágenes turísticas que vanaglorian la belleza natural de Costa Rica.
Sin embargo, la trampa no está tendida en una sola vía: Jose Díaz esta vez también interpela al arte con algo que emula de forma sarcástica el trompe-l'œil o trampantojo tan usado en la pintura de los siglos XVII y XVIII, tratando de acentuar una realidad absolutamente ilusoria. Son estas imágenes, son estas falsas verdades, donde la naturaleza es completamente domesticada en el imaginario popular de un paño o una frazada, las que hablan de una moral defectuosa, instalada en la narrativa que tenemos como país. Insisto, estas fotos donde no aparecemos, son las que mejor parecen hablar de nosotros.
Estas fieras estériles, que miran con terror e insistencia, nos revelan como un espejo los límites de nuestro rostro y nuestro entendimiento. La supuesta libertad de estas bestias está condenada a un ejercicio tautológico: el ciervo libre atrapado en una paño, atrapado en una foto, atrapado en un espacio de exhibición. Son estas fotos la prueba de que cualquier posibilidad redentora del paisaje o de la naturaleza ha quedado entrampada por múltiples lenguajes. Le asiste, pues, su redención estética.

Humor sin moralismo
La conjunción de estas dos series parece develar con mucho humor, pero sin moralismo alguno, los cimientos de este lugar llamado Costa Rica, pero desde sus espacios más convulsos, los de una estética asociada a la ruralidad o lo urbano-marginal. Es decir, no hablan del bien ni del mal, sacuden el statu quo en busca de una imagen escurridiza, de un fallo de origen en el recuadro, de algo que arroje un poco de verdad.
Como en esos perfumes sacros del genio de Jean Claude Ellena, donde la pirámide olfativa se ha invertido y valoramos las primeras impresiones, estas imágenes en aparente simplicidad te llevan a un viaje largo y complejo con total garantía de retorno.
Luego de atravesar intelectualmente por ellas regresas a sus colores vivos, su humor, su dimensión humana. Son el paisaje ecuménico de un país donde se cree en dioses y en bestias. Y en fútbol, que es lo mismo.

Exposición abierta
Sagrados y salvajes reúne dos series inéditas: Cámara laica y Tender una trampa. Su creador es Jose Díaz, quien tiene más de dos décadas dedicado a la fotografía.
La exposición está disponible en Artflow Galería hasta el 28 de junio. Este espacio se encuentra en el edificio Texas Tech University, en el piso II de Avenida Escazú. El teléfono de la galería es 2519-9051.