¡Ah! ¿Qué hacer con mi amigo Franz Liszt? Mi amado compositor, el mejor pianista de todos los tiempos, director de orquesta, arreglista, organista, transcriptor (elaboró versiones para piano de las nueve sinfonías de Beethoven, entre muchas piezas), y otras excelencias que nos tomaría demasiado espacio enumerar. Mencionaré tan solo dos actividades que deben haberle consumido enormes cantidades de tiempo y de vida: vendimiador de mujeres y raptor de princesas profesional, y abad investido con las órdenes menores desde los cincuenta y seis años de edad (vestía el hábito religioso con coquetería, eligiendo hebillas plateadas para que armonizaran con su espléndida melena argéntea). Por lo demás, fue un ejemplar homo religiosum, que hasta el final de su vida incumplió con uno de los votos que se le imponían: la abstinencia amorosa, ¡y quienes lo queremos lo ovacionamos por este pequeño gesto de insubordinación!
Liszt se pasó la vida viajando por toda Europa, llevando hasta los últimos confines su evangelio de belleza. Hablaba el alemán, el francés y el italiano: ya adulto aprendió el húngaro (su infancia y juventud transcurrieron en Alemania y Francia). Sí: era un eterno peregrino, como diría la poeta Laura Gómez, “un peregrino de sí mismo”. De hecho escribió una colección de piezas para piano descriptivas que se llaman Años de peregrinaje. Quizás era de los que creían que la vida siempre sería mejor en otro lado. Pero Jean Cocteau nos ha advertido sobre el error de esta percepción: “No por cambiar de castillo vas a cambiar de fantasmas”. Y en las Cartas a Luicilius de Séneca, el filósofo nos cuenta lo que Sócrates le respondió a un joven que había recorrido al mundo y seguía tan desencantado como siempre. “No me extraña: has cometido el error de viajar contigo mismo”.
En una de estas andanzas, Liszt tuvo que pernoctar en un albergue de montaña. Viajaba con la bellísima Lola Montes, fogosa bailarina española, reconocida como el Vesubio de los affaires amorosos tectónicos.
En el registro de la posada, y para estupor del hostelero, Liszt consignó las siguientes respuestas.
Nombre: Ferenc Liszt.
Profesión: desatador de tempestades.
Nacionalidad: magiar de la cuna a la tumba.
Credo religioso: franciscano y gitano.
Lugar de procedencia: las dudas.
Destino final: la Verdad.
Díganme: ¿no es esto hermoso? Usó la versión magiar y no alemana de su nombre: Ferenc en lugar de Franz. La cita “de la cuna a la tumba” hace alusión a uno de sus poemas sinfónicos, que lleva justamente este título (una de sus piezas más extrañas y vanguardistas). Y luego, amigos, ¿no es cierto que todos venimos de las dudas y vamos hacia la Verdad? Lo de “franciscano y gitano” sugiere que, aunque profundamente religioso (lo era de manera auténtica, y ello desde su adolescencia), no le diría “no” a alguna pequeña travesura gitana, al ludus vital, al espíritu de juego. Por lo que a “desatador de tempestades” atañe, es cierto que Liszt desencadenó tempestades sociales, románticas, eróticas y musicales por doquier anduvo.
LEA MÁS: El día en que Beethoven no fue Beethoven
Fíjense ustedes que esa noche, en ese albergue desconocido a la vera del camino, él y su compañera desmantelaron la habitación que les fue asignada. No me pregunten qué fue lo que hicieron o con cuánta intensidad lo hicieron, pero a la mañana siguiente había cortinas desgarradas, sillas rotas, cama quebrada, adornos dispersos por el suelo, libros desperdigados (los que Liszt siempre llevaba con él: la Biblia, el Paraíso Perdido de Milton, el Fausto de Goethe, la Divina Comedia de Dante, y las poesías místicas de Lamartine), sábanas, cobijas en tremolina, almohadas desgarradas y vacías de su relleno de plumas… Era el paisaje de devastación propio a una sesión amatoria piroclástica y magmática, o a un pleito de cantina entre dos rivales equipotenciales.
Liszt bajó con su compañera, ambos ya repuestos y acicalados después de la erupción volcánica, y le explicó al hostelero que la habitación “había sufrido algunos daños, pero que él estaba listo para pagarlos ya mismo”. El hostelero, que sabía quién era él, sonrió socarronamente. Liszt, preocupado, habló al oído del buen hombre: “amigo, por favor, que nadie sepa esto: ¡arruinaría mi biografía!” A lo que el hostelero respondió: “no se preocupe: su biografía no va a ser arruinada, sea lo que sea que usted haga”.
Ese era Liszt. Siendo el más grande pianista que jamás viviera, no cobraba un céntimo por sus lecciones: consideraba que aquello era mercadear un don divino, que le había sido concedido a él gratuitamente. Tan solo pedía de los alumnos que le concedieran un pequeño homenaje ritual: besarle la mano al terminar la lección.
En Weimar (¡la ciudad de Bach, Goethe y Schiller!), donde dirigió la orquesta local y estuvo al frente de sus prestigiosos festivales, estrenó muchas obras de colegas que lo detestaban y hablaban mal de él en otras ciudades. Un amigo lo interpeló en cierta ocasión: “Pero Franz, ¿cómo vas a estrenarle la pieza a esa serpiente? ¡En París no hace otra cosa que hablar inmundicias tuyas y publicar libelos en tu contra!” A lo cual Liszt, altivo pero sereno, respondió: “Todo eso carece de importancia: si su obra tiene mérito estético, yo se la estreno y divulgo: eso es lo único que cuenta para mí”. ¿Dónde están los seres humanos de ese jaez, hoy en día? ¿Se habrán extinguido con Liszt, al morir este en Bayreuth, templo de su yerno Wagner, en 1886, a los setenta y cinco años de edad? “Quiero ser enterrado ahí donde la muerte me sorprenda” -había dicho en cierta oportunidad-.
En 1883, pocas semanas antes de la muerte súbita de Wagner en Venecia, compuso una enigmática, lenta, torva, casi atonal pieza para piano llamada La góndola fúnebre. ¿Una sincronicidad jungiana?
Liszt ha sido mi gran modelo ético, la figura que siempre invoco cuando me siento tentado por las pequeñeces y las mezquindades (que me asedian como a cualquier otro ser humano). Pero sucede que Liszt dejó el listón demasiado alto: una y otra vez me descubro incapaz de elevarme a su deontología de artista, a sus estándares éticos y humanos. Fue un maestro de vida. Ojalá el tiempo me permita acercarme a ese sendero sembrado de iridiscencias que su cometa dejó a su paso por la Tierra, y que nada ha perdido de su refulgencia.