Se ha formulado desde siempre la interrogante que surge inevitablemente de la comparación entre Giuseppe Verdi —incontrastable y mediterráneo por encima de todo—, y Giacomo Puccini, creador universal cuya obra admitió frecuente colisión con sus contemporáneos. Para los italianos ⎯herederos del Risorgimento y de la unificación de la península⎯, la controversia admitía una única respuesta: Verdi es Italia… Italia es Verdi.
La respuesta es válida si empezamos por admitir que Puccini puede serlo todo: un francés del siglo XVIII, con peluca empolvada y refinados modales; un poeta en la miseria, limitado en sus movimientos por una estrecha bohardilla compartida con un pintor, un filósofo y un músico, ocasionalmente acompañados de una costurera y una aireada cocotte. Pero, el luqués Puccini es también una japonesa de quince años, capaz de otear el horizonte durante un prolongado acto teatral y de sucumbir al llamado del honor mediante la autoinmolación. Por último, el maduro compositor puede concluir su vida y su obra encarnando a una frígida princesa inmersa en un proceso de venganza contra el sexo masculino, que parte de un hecho acaecido a una antepasada suya, docenas de lustros atrás.
No hay duda que la celebridad de Giacomo Puccini surge de la lucha sucesoria de Giuseppe Verdi, en una carrera contra el tiempo que posee diferentes facetas y protagonistas: Amilcare Ponchielli, Arrigo Boito, Pietro Mascagni, Ruggero Leoncavallo, Francesco Cilea, Alfredo Catalani, Umberto Giordano, … y Giacomo Puccini, único en alcanzar el sitial reservado a los creadores eternos. Lamentablemente para la historia de la ópera italiana, los autores restantes son compositores de obra única o, al menos, solamente conocieron el éxito a través de un título individual: Ponchielli, de La Gioconda; Boito, de Mefistofele; Mascagni, de Cavalleria rusticana; Cilea, de Adriana Lecouvreur; Giordano, de Andrea Chenier; Catalani, de La Wally; y Leoncavallo, de Pagliacci.
'Mediterranizar' el espíritu humano
Existe una frase del Nietzsche tardío —ubicable entre las brumas de la locura y la genialidad—, en la que el filósofo de Röcken advierte a su otrora admirado Wagner de la necesidad de mediterranizar el espíritu humano, pues solo allí es dable encontrar el progreso verdadero. Dentro de tal contexto, el filósofo alemán resalta la sensualidad, belleza y espontaneidad de Carmen, ópera a la que Bizet confirió una identidad profundamente sevillana, y por ende una raigambre mediterránea.
No existe duda de que las melodías concebidas por Puccini para singularizar los sentimientos de sus heterogéneos personajes cumplen las exigencias nietzscheanas, aunque invierta con ello el proceso creativo. Al igual que el pintor Cavaradossi, el compositor exige y materializa colores melódicos aptos para sus personajes, o para las diversas situaciones de la trama.
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Ninguna ópera, alemana o francesa, italiana o rusa, posee tan variada y exquisita combinación de melodía, orquestación y armonía, como la que desborda La Bohème pucciniana. Ni el Faust de Gounod, el Boris Goudonov de Mussorgski, o el Eugène Oneguin de Tchaikovski –todas de exquisita prosapia melódica–, le disputan ese nivel. Puccini solamente compite contra Puccini, y lo hace por medio de las inacabables melodías de Manon Lescaut, Madama Butterfly, Tosca, Turandot, Suor Angelica o Gianni Schicchi.
Influencias experimentadas por Puccini
La mayoría de los estudiosos de la historia de la Ópera señala que Puccini se nutrió de las influencias que, de forma simultánea, le ofrecían las obras de Giuseppe Verdi y de Richard Wagner. Por otra parte, las lecciones de composición recibidas de Amilcare Ponchielli —su profesor en el conservatorio—, sin contar la prolongada cohabitación con Mascagni, pudieron integrar influencias importantes sobre su procedimiento creativo. La costumbre pucciniana de ambientar su obra sobre bases históricas y tradicionales, pudo surgir de compositores franceses como Jules Massenet —de influencia notable sobre sus contemporáneos y sucesores, conocido como el glorificador femenino—, o de Georges Bizet, cuya Carmen desplegara una notable proyección europea.
Ello es particularmente característico en el París de La Bohème, de Manon Lescaut, de Il Tabarro, o de La Rondine, y hasta en ciertos parajes del oeste norteamericano en La fanciulla del West. Resulta asimismo evidente en la Roma papal de Tosca, con la reproducción del apocalíptico sonido de las campanas romanas, cuyo repicar estudió Puccini durante las madrugadas previas a la finalización de la ópera.
Además del tema relativo a la ambientación de sus dramas, Puccini evidencia características particulares en lo que se refiere a la utilización de la armonía. Algunos episodios wagnerianos —particularmente de Tristan und Isolde— han dado pábulo a la afirmación histórica de la influencia sufrida por Puccini de los dramas musicales de Richard Wagner. En la construcción y elaboración de algunos pasajes de Tosca, Puccini utiliza un núcleo armónico, a partir del cual hace derivar temas secundarios que concluyen en un clímax temático. Algunos teóricos han creído ver en tal fórmula una reminiscencia del segundo acto de Tristan und Isolde.
Puccini y su forma de encarar el sonido orquestal
La tesis anterior no es descartable a priori, aunque no resulte tan categórica como se afirmara originalmente: algunas similitudes con el tratamiento armónico, tímbrico y orquestal utilizado por Acchille-Claude Debussy en su obra sinfónica, movieron a los estudiosos a admitir una proyección parcial sobre algunas óperas puccinianas.
El empleo de las quintas y octavas paralelas en la armonía pucciniana —obvio en las óperas de ambientación oriental como Madama Butterfly y Turandot— pudo ser derivado de las obras de Debussy para orquesta sola. Es oportuno señalar al lector que, académicamente hablando, tal utilización era expresamente vedada en la denominada armonía tradicional, si bien había sido utilizado en algunas etapas de la polifonía. Por otra parte, se hace necesario reconocer una constante evolución en el tratamiento de los recursos armónicos habitualmente utilizados por el compositor de Lucca, para responder a los requerimientos de una ambientación que se vuelve obsesiva con el paso del tiempo.
Un ejemplo de lo anterior se extrae de las óperas compuestas por Puccini con posterioridad al año 1882, fecha de estreno del Parsifal de Wagner. En un principio, los estudiosos del compositor italiano se inclinaron por endosar al novedoso drama wagneriano una desmedida influencia sobre el primero. Quizá exista una apreciable dosis de veracidad en tal afirmación, si bien se reconoce —por otra parte— que el Parsifal puede válidamente ser considerada «la más francesa» de las obras de Wagner.
Empero, el abundante empleo de combinaciones modales que caracteriza al drama postrero del compositor de Leipzig, no resulta ajeno a la evolución de Puccini en el empleo de tales recursos, ya utilizados por Debussy en su obra sinfónica. Con la admisión de tal extremo, concluiríamos por descartar la influencia directa del Parsifal en la obra pucciniana posterior a 1882. Agregamos a tal argumentación el hecho de que, conforme se acerca el trascendental año de 1890, Puccini experimenta una fascinación especial por la orquestación de Debussy, y por el uso persistente de los recursos modales o de las escalas pentatónicas. Ello es patente en una obra intermedia como La fanciulla del West de 1910, en la que Puccini aplica la escala hexatonal de Debussy con el evidente propósito de reproducir la ambientación de un remoto escenario del Nuevo Mundo.
(continuará)