Quiero hoy compartir con ustedes, amigos y amigas, algunas historias que les van a calentar el corazoncito, y quizás los ayuden a reconciliarse con la especie humana. No es justo que seamos únicamente juzgados por nuestros genocidios y bombas atómicas. La historia está llena de bellos seres humanos. Siempre será oportuno recordar sus gestos, su bonhomía y magnanimidad. Este es un pequeño florilegio de la generosidad, la hidalguía y la verdadera grandeza. Espero que lo disfruten.
Mendelssohn se preparaba a tocar la parte de piano de un trío de Beethoven en una sala de música de cámara en Leipzig, donde dirigía la Orquesta de la Gewandhaus. De pronto se percata de que ha dejado la partitura olvidada en casa. No hay motivo de pánico: se sabe la música de memoria, al dedillo. Sin embargo, a fin de no disminuir a sus colegas, que tocaban con sus partituras, le rogó a alguien que le trajera de inmediato un cuaderno cualquiera: él pasaría las páginas y fingiría estar leyendo la música. Así evitó humillar y aplastar a los otros dos músicos. Es el gesto de un hombre profundamente decente, de un espíritu noble y bondadoso.
Schumann fundó una publicación llamada “Nueva Revista de Música”. En ella ejercía la crítica musical y promovía la carrera de sus más dotados colegas, siempre alerta para dar a conocer al mundo un nuevo joven talento. En cierta ocasión escribió una crítica menos laudatoria de lo habitual sobre la obertura Tannhäuser de Wagner. En esa época podía uno considerarse muy afortunado oyendo una pieza dos o tres veces en la vida: faltaba aún más de medio siglo para el advenimiento de las grabaciones de cilindro. Schumann asistió a una segunda interpretación de la obertura, y advirtió que su comentario había sido desacertado e injusto. De inmediato corrió a la oficina de la revista y pergeñó las siguientes palabras. “Una audición poco atenta de mi parte me movió a escribir una crítica injusta y errónea de la obertura Tannhäuser de Richard Wagner. Quiero retractarme y decir que se trata de una música grandiosa, originalísima, que apunta directamente a la que será la música del porvenir”. Ahora sí: ¿cuántos críticos serían capaces de un gesto análogo en nuestros días?
Liszt, al frente de los festivales de Weimar como pianista y director de orquesta, estrenó y promovió la música de colegas que lo denostaban y cubrían de mofas. Una vez uno de sus asistentes le dijo: “Pero Franz, ¿cómo le estrenas una obra a este rufián? ¿Sabes las cosas que anda diciendo de ti en todos los periódicos de Europa?” A lo que Liszt respondió: “Yo soy un apóstol de la música, y promoveré toda obra en la que haya calidad estética: eso es lo único que para mí cuenta”. He intentado muchas veces en mi vida emular el ejemplo de Liszt, pero ha sido en vano: el Maestro dejó el listón muy alto: ni con garrocha podría saltarlo.
El Ospedale della Pietà era un hospicio y convento fundado por las hermanas de la orden de María la humildísima en Venecia, a mediados del siglo XIV. El edificio, remodelado en estilo barroco, existe aún. Esta institución daba acogida a niñas huérfanas o indigentes, para preservarlas de la miseria y la prostitución. En ella dio clases de violín y teoría musical Antonio Vivaldi, desde 1703 hasta 1740, un año antes de su muerte. Daba sus clases ad honorem. Le decían “Il Prete rosso” (“El sacerdote rojo”), debido a su melena escarlata. Logró conformar una orquesta de niñas de las cuales salieron varias virtuosas de nombradía. Compuso música para ellas, se prodigó como educador durante cuatro décadas sin jamás devengar un céntimo por ello. Chapeau.
En 1999 el pianista y director judío Daniel Barenboim, ciudadano argentino, israelí, palestino y español, y el pianista y escritor palestino Edward Sar fundaron una orquesta sinfónica integrada por músicos israelíes, palestinos, iraníes, libios, jordanos, egipcios y españoles, con cuartel general en Sevilla. La West – Eastern Divan Orchestra amalgamó, en un ejemplo de ecumenismo e inclusividad, a instrumentistas jóvenes de todas estas nacionalidades, y ha prodigado su talento por el mundo entero. En mi sentir, este gesto merecía ser reconocido con el Premio Nobel de la Paz. Cuando los hombres se separan, cavan trincheras y se matan unos a otros. Cuando se unen, fundan orquestas y tocan la más bella música del mundo.
El severo, adusto, barbudo, cejijunto, intimidante Johannes Brahms, tenía gestos que desnudaban su verdad íntima y oculta. Su ama de llaves lo sorprendió una vez sentado al lado de la ventana que daba al jardín de su casa: dejaba colgar su luenga barba fuera de los postigos, y ponía en ella migajitas de pan, para ver con inexpresable regocijo a los pajarillos posarse sobre ella y picotearla durante horas. Era un gran admirador de Johann Strauss, el rey del vals vienés. Una vez escribió sobre el abanico de la nuera de Strauss algunas notas del “Danubio Azul”, y añadió: “¡Qué lástima que esto no lo haya compuesto Johannes Brahms!” También adoraba la ópera Carmen, de Bizet. En cierta ocasión le dirigió una carta a Simrock, el editor de la obra, y le pidió: “Mándame por favor una copia de Carmen: es la pieza que más me gusta de tu catálogo”. ¡Pues entérense ustedes de que en el catálogo de Simrock figuraba la obra entera de Brahms!
No son meras anécdotas, son gestos que desnudan, exponen, revelan un alma. Que exhiben la madera moral de la que estos grandes creadores estaban hechos. No solo hicieron hermosa música: se propusieron a sí mismos como obras de arte y se ofrendaron al mundo. Oscar Wilde se lamentaba: “Le di mi genio a mi vida, y solo el talento a mi arte”. En los casos que venimos de evocar, el artista estetiza su vida, hace de ella su obra maestra, su magnum opus. Fueron hombres que se cincelaron a sí mismos, que se esculpieron para que su gesta humana estuviese a la misma altura de la inmensa belleza que nos legaron. Por eso les rindo hoy homenaje, y beso sus manos.