El 1.° de enero, el 2019 cosechó su primer día y Guido Sáenz se convirtió en un hombre nonagenario. Él, decano de la cultura costarricense, alcanzó los 90 años con su histrionismo intacto, con la certeza de que su huella es grande. Hizo casi todo lo que se empeñó –y vaya que metió cabeza y cuerpo en todas sus ideas, sino recuerden la toma de la Antigua Aduana– y admite que siempre hay un precio que pagar por los grandes proyectos, incluso aquellos en que todos le reconocen su visión: la revolución musical de la Orquesta Sinfónica Nacional, la creación de La Sabana, del Museo de Arte Costarricense y del parque de la Paz, la compra del Teatro Raventós…
Se sabe viejo, pero no se siente viejo –“no corro con la misma agilidad, pero tengo la cabeza en su lugar”, insiste–. Llegó a ese momento en que reconoce la relatividad del tiempo, le reclama a la vida su paso veloz y no duda en calificar como traidora, cruel y despiadada a la muerte, que le asestó un golpe enorme cuando se llevó en el 2018 a su amada Daisy Shelby –“qué mujer tan notable, tan dulce; tengo tanto agradecimiento”–, su esposa durante 65 años. Se pone la mano en el corazón, baja la mirada y queda un silencio lleno de recuerdos.
El suyo no es un repaso lastimero. El exministro de Cultura y el presentador de Atisbos, programa televisivo en el que habló de arte y cultura desde 1976 hasta el 2001, está satisfecho de lo logrado y heredado.
Estos atisbos son un extracto de dos conversaciones, una del 2017 y otra de la semana pasada. Su opinión no ha cambiado, asegura, y no se arrepiente de nada.
–En este momento de su camino, ¿cómo ve su vida?
–Ha sido muy intensa; ha habido gran pasión en lo que yo he hecho. Llego a esta edad con la satisfacción de haber vivido intensamente y he hecho muchas cosas para mi deleite y para el beneficio del país. He hecho las cosas apasionadamente; con dolores de cabeza, por supuesto, porque es un precio que hay que pagar cuando se hacen las cosas con intensidad y sin medir mayores consecuencias. El despido de los músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional (en 1971) fue una cosa muy dramática. Fue un drama personal y le procuré yo un drama en la vida a toda esa gente, que eran 32 músicos de la Orquesta. Fue muy doloroso, pero había que hacerlo; lo consulté con el presidente, que era don Pepe (José Figueres Ferrer).
–Uno siempre ha visto a Guido Sáenz, beligerante y apasionado, pero nunca lo había escuchar hablar tanto del drama –ajeno y propio– que significó ese despido (el inicio de la revolución musical que transformó la Sinfónica).
–Fue un drama hacer eso… ¿Vos sabés qué es sacarlos de una institución donde tenían 30 años, en una orquesta que era malísima? Entonces, me jalé esa torta con la venia del presidente Figueres, que me dijo: ‘usted hace lo que tenga que hacer con mi respaldo a dos manos, aunque se le va a venir el mundo encima’. 32 músicos saqué yo. Allí fue cuando trajimos a Gerald Brown y músicos de afuera de Europa, América del Sur y Estados Unidos para hacer una orquesta sinfónica y una escuela, que fue lo que le dio vida profesional a la música en Costa Rica.
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–La escuela se convirtió en un enorme e importante semillero (la Orquesta Sinfónica Juvenil, el Instituto Nacional de Música)…
–Claro. Yo conocí el caso de un país en que se hizo lo mismo: se cambiaron los músicos, tuvieron una orquesta exitosa dos o tres años, pero después no pasó nada; se volvieron a quedar con una orquesta mala. La idea mía era importar músicos, sacar los músicos de acá, y hacer una escuela.
”Acordate que yo venía del New England Conservatory of Music, en Boston, una escuela de primer orden, con profesores de primer orden. Estaba a una cuadra del Symphony Hall, donde oía a la Orquesta Sinfónica de Boston y los grandes solistas. Los Rubinstein, los (Vladimir) Jorovitz –un dios para mí; era anormal, el más grande pianista de la historia de la ejecución pianística–. En Boston estudié piano y música en general; era una carrera que comprendía todas las asignaturas. Había recitales que tenía que tocar en público. Fue una época de privilegio, de gloria. Tenía 19 años cuando llegué a Boston.
–¿Cómo fue a parar a Boston?
–Fui primero a California. La primera vez que papá, mamá y yo pusimos pie en Estados Unidos fue en un viaje a California; mi hermana ya estaba allá estudiando. A mí se me ocurrió quedarme. Había un profesor judío, el doctor Daniel Stein, que era un hombre de gran tono en Los Ángeles. El ambiente en Los Ángeles no era el adecuado, ni yo me sentía satisfecho. Mi objetivo era Boston; decidí armar viaje a Boston y me fui en autobús. ¡Qué espanto esa aventura! De domingo a viernes, atravesé el país bajo una nevada espantosa; eso fue en enero de 1948. Yo no viví la guerra civil del 48. Me había ido en 1946 a California, a la Universidad de Loyola.
–¿Y por qué quiso estudiar música? Usted me contó que pasaba embelesado con la música que ponía doña Luisa (González, su mamá).
–Claro, que ponía ella y que aprendí a poner yo. Y sigo siendo un profundo amante de la música en general y, sobre todo, con mi gran ídolo que sigue siendo Frédéric Chopin, que fue un gran pianista y compositor. Mi pasión por Chopin me acompañará hasta mis últimos días. Lo quiero mucho, lo admiro enormemente; es mi músico favorito por distancia. Ya casi no oigo otra música que no sea la de Chopin.
(Unos recuerdos se le escapan, otros regresan para subrayar anécdotas. Cuántos caprichos los de la memoria).
–¿Por qué decidió que su instrumento sería el piano?
–Toda la vida fue así. Papá (Adolfo Sáenz) se levantaba y ponía la Voz de la Víctor (emisora). Manuel de la Cruz González fue locutor en la Voz de la Víctor y tenía un programa de música clásica todos los días, todas las mañanas del mundo (...).
”Yo me tuve que venir de Boston para atender a papá, que estaba gravísimo, con una pancreatitis, y hacerme caso de la empresa (la Ladrillera La Uruca) y dejar la música. Ese fue mi gran drama de la juventud; yo tenía 20 años. De eso (la Ladrillera) vivimos, comimos y nos educamos”.
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–Tuvo que dejar la música. ¿En qué año estaba?
–Estaba en segundo año del conservatorio.
(Hace una pausa; vuelve a la música, que tiene un sitio de privilegio en sus pasiones).
“Mi hermana y yo, y ellos (mis padres), nos levantábamos oyendo música clásica; jamás oímos charanga en casa. Yo soy sordo para la música popular. No me siento cómodo, no la entiendo, no me interesa. Solo música clásica, en especial Chopin”.
–¿Repudia la música popular?
–No, hay cosas bonitas.
–Sus críticos han dicho que usted desdeña todo lo popular.
–Mis críticos (ríe a carcajadas y reflexiona). Tal vez había una especie de... no desdeño, sino de desdén, que es casi lo mismo, pero más suave. No me interesaba; no oí música popular.
”Bailaba bolero y esas cosas. Me gustaba bailar porque siempre es agradable, pero no entendía esa música. Nunca me dio placer oírla. No tengo un solo disco de música popular”.
–Se ha lamentado de tantos amigos y personas cercanas que ha visto morir. Sin duda, esa es una de las cosas duras de la vejez...
–Sí. Se me han muerto amigos de mi edad, tanta gente... (Sube el tono, se vuelve enfático) La vida es muy corta; nos engañaron, es una estafa. ¿Cómo va a ser posible que yo tenga los años que tengo? ¿A qué horas pasaron tantos años?
– ¿Por qué afirma, con tantos años, que la vida es corta?
–La vida es corta; está mal diseñada. Nos engañaron. La vida debería ser más larga para vivirla, para hacer más cosas. Es que se va uno y es para toda la vida y toda la muerte. Es una injusticia. Se sufre, se goza, se llora, se ríe, pero es una delicia la vida y más si uno hace cosas.
”He sido un hacedor de cosas; no lo voy a negar. No estoy rajando con eso; simplemente lo reconozco. Es mi estilo: no sé estar quieto. Si no estoy pintando, estoy haciendo otra cosa o escribiendo. He escrito unos pocos libros; no soy un escritor, sino un aficionado a escribir. Me gusta hacerlo.
”El tiempo es muy corto para tantas cosas que uno quiere. Luego, tener vida social y la familia, sobre todo la familia. Pero, bueno, ahorita se acaba esto, más bien me ha durado mucho a mí esto. Estoy sano, duermo bien, como bien –no como pesado ni cosas fritas–.
”Cuando se da cuenta uno, ya es un viejo. ¿Qué me queda a mí? He hecho muchas cosas; ese es un factor importante para subrayar con doble línea y en rojo: he podido hacer muchas cosas y algo que me complace más que nada es que he servido mucho a mucha gente. Fui profesor universitario durante 20 años (de teatro), estudié teatro en Loyola. Hice teatro con el Teatro Arlequín; fueron 12 años; con Lenín Garrido, José Trejos, Ana Poltronieri… Todo mundo muerto, ¡qué horror!
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–Ese reclamo de que la vida es muy corta es hacia la vida misma o hacia Dios. Casi nunca lo he escuchado hablando de Dios. ¿Es creyente, agnóstico, ateo?
–No soy ateo. No creo en nada; podría ser agnóstico. Respeto mucho a la iglesia; he tenido amigos curas. Me eduqué en el Colegio Seminario.
–De lo que ha hecho, ¿cuáles son las cosas que más lo llenan?
–(No titubea) La Sinfónica. La renovación total de la orquesta, que fue un drama.
–¿Se arrepiente de esa decisión?
–En absoluto, en absoluto. Ahora la oigo (a la Sinfónica) con gusto; es que antes uno no iba a los conciertos con gusto. Yo siempre he ido. Soy un cultor de la música.
–¿Se arrepiente de algo al ver atrás?
– (Enfático) No. No tengo nada de qué arrepentirme de lo que hice o dejé de hacer. Las cosas que me propuse hacer, las hice; no se me queda nada en el tintero.
”No creo que haya algo de lo que hice que esté arrepentido de haber hecho. Fueron obras necesarias y el acierto mío fue haber metido cabeza para hacerlas. La Sabana la hice en dos años (1976-1978, cuando fui ministro de Cultura en el gobierno de Daniel Oduber)”.
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–Sé que no fue fácil hacer La Sabana y tuvo muchos detractores.
–Sobre todo por el polvazal que se hizo, pero que se aguanten, se van a ver favorecidos, decía yo en aquel momento. Me llegaban comitivas de vecinos de La Sabana, señorones, a verme y sentarse a la oficina, indignados por los problemas que les estaba causando.
”Claro, es que fue meter un tractor para hacer un lago en verano (ríe); era un polvazal. Fue duro, pero las cosas hay que hacerlas. Tienen su precio, por supuesto.
”Yo les decía (a los vecinos): ‘Ustedes tienen toda la razón, pero por ahora déjenme hacer La Sabana y después ustedes me van a bendecir por tener ese lago y ese parque enfrente. Por Dios, aguántense un ratito. No puedo hacerlo en invierno porque la lluvia calmaría el polvo, pero no podríamos con el barreal’”.
”Ahora, el parque La Sabana es lindísimo. Un acierto mío y para la ciudad es un logro. Me iluminó Dios. Los domingos me encanta verla llena de chiquillos, de familias, de gente jugando y almorzando…”.
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–¿A qué se debe que me ha dicho en varias ocasiones, durante los años, que la modestia no sirve de nada?
–Sí, eso pude decirlo yo (suelta una risilla; luego se queda circunspecto). Uno debe imponerse. Hacía lo que creía y podía hacer. Hacer cosas cuesta mucho.