Y por fin voló su alma inmensa de músico. Irwin Hoffman era un Tone dichter (expresión de Beethoven: un poeta de los sonidos). Un fenomenal comunicador musical. Un maestro, un pedagogo. Y un escultor de orquestas: en más de una ocasión le tocó asumir la dirección de una orquesta inmadura para transformarla en agrupación de gran dignidad. Como el rey Midas, todo lo que tocaba lo transformaba en oro.
La música era la patria de su espíritu. A través de ella buscaba la Belleza y la Verdad, y claro, para ello tenía que propender a la perfección: fue un maestro riguroso, exigente, en ocasiones duro.
Comenzó reinando en la Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica (OSN) por el terror, pero terminó haciéndolo por el amor. Durante una década se distanció de ella –esa que él llamaba tiernamente “mi orquesta”–, pero Guillermo Madriz (exdirector del Centro Nacional de la Música) tomó la iniciativa luminosa de reconciliarlos, de manera que se reencontraron para volver a hacer música durante siete años: fueron los mejores años profesionales de Hoffman. Había en él menos incandescencia, pero más luz. El fuego había sido reemplazado por el cirio, la hoguera por la linterna.
Era un hombre más sereno, más dulce, más sabio. Técnicamente se mantuvo intacto hasta el final.
Residencia en la música
Jamás he conocido a una persona de la que pueda a tal punto decirse “la música era su vida”. Conservaba las partituras de las nueve sinfonías de Beethoven que comprara en Nueva York cuando era un adolescente: le costaron $1.75.
Jamás usó otra edición. Ahí estuvieron siempre con él, sus nueve amigas, llenas de anotaciones y garabatos. Su grafía era como la de un niño. Le acompañaron durante ochenta años.
Los días en que tenía concierto, se levantaba muy temprano por la mañana, y comenzaba por visualizar en su mente la totalidad de las partituras, verificar si la memoria estaba incólume.
Una vez que este ritual era ejecutado, desayunaba y se dirigía al ensayo. Tenía la música incorporada a su organismo, la respiraba, la transpiraba.
Como decía Mahler, “se la comía”. En el avión, en el tren, en cualquiera que fuera el medio en que se transportase para sus giras de conciertos, llevaba las partituras, y las iba revisando, interiorizándolas, “oyendo” la música aun en medio del peor barullo, cerciorándose de que ningún detalle se le escapase. Jamás asumió tener maestría absoluta sobre una pieza de música.
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Habiéndola tocado cien veces, era menester seguir trabajándola, puliendo por aquí, burilando por allá, y siempre asegurándose de estar en plena posesión memorística de la obra.
En escena, la partitura se la reservaba únicamente para acompañar solistas. Por lo demás, siempre dirigía de memoria. Era imponente, señorial, intimidante en su podio. Pero con los años se dulcificó. Como diría Darío en “Los motivos del lobo”: “Melifica tu ser montaraz”.
Esto fue obra del tiempo, de la experiencia y de la vida, pero también, de manera principalísima, de su esposa Lourdes, que hizo de él una persona mucho más funcional socialmente. Al final de su carrera ya era el papá espiritual de muchos miembros de la orquesta, amén de su maestro, su mentor musical.
Manos de prestidigitador
Nunca dirigió con batuta. “No existe, en la música, ningún pasaje que pueda corresponder al golpe brutal, seco, filoso y violento de la batuta” -solía decir-. Ni falta que le hacía: tenía manos grandes, recias e inmensamente expresivas.
A la Stokowsky, prefirió siempre el lenguaje de sus manos, que el palillo superfluo, fálico y algo ridículo de la batuta. En efecto, hay algo antinatural en su uso, y es cierto que su golpe en el aire metaforiza visualmente una brutalidad de la que la música no debe ser vehículo.
Ocasionalmente elegía tempos más bien lentos. Toma una honda compenetración con la música entender la razón de estas escogencias. El tema lírico del primer movimiento de la Segunda Sinfonía de Brahms –especie de canción de cuna– bien puede dirigirse “en uno” -que es lo que Kleiber hacía, para su irritación-, pero cuando se dirige “en tres”, más lentamente, ¡gana tanto en hondura y musicalidad! De un simple valsecillo vienés se convierte en una emanación del alma.
Este era el tipo de criterio, de decisión que caracterizaba a Hoffman: para la música todo, para él nada. El director es un servidor del compositor, debe invisibilizarse para que el creador emerja: “yo debo disminuir para que Él aumente” –decía Juan el Bautista, refiriéndose a Cristo–.
En esto, Hoffman ha sido el músico más honesto, más puro que he conocido: no hacía trampas, no tomaba los caminos más trillados: era estrictamente un soldado de la belleza y un servidor de la música.
Abriendo su corazón
“Al abrir los ojos por la mañana -me confió en cierta ocasión- mi primer sentimiento es de sorpresa. Sorpresa maravillosa de sentirme vivo. Luego miro a Lourdes… y mi vida es perfecta. Pero siempre tengo en mente que habrá una última vez en que suba a un podio, en que habrá un último aplauso, en que habrá una última reverencia al público, en que habrá una última vez en que abra una partitura. Así es la vida. Yo he sido muy afortunado”.
En efecto, tuvo una admirable familia: todos los hijos fueron músicos de inmensa prosapia (chelista, arpista, violista, compositor y pianista, y sus dos esposas, que fueron eminentes violinistas).
Nació inmerso en un universo amniótico de música: su padre era violinista. Inicialmente, Irwin iba a seguir sus pasos, pero se decantó por la dirección orquestal. Sin embargo estudió el violín a fondo, y llegó a tocar grandes conciertos como solista (Bach, Mozart, Bruch).
Aunque el centro de gravedad de su repertorio estaba en los siglos XVIII y XIX, no es cierto que no abordara el siglo XX. Para no ir más lejos, en 1999 estrenó en Costa Rica La Consagración de la Primavera, de Stravinsky. Pero también dirigió numerosas obras del propio Stravinsky y de Bartók, Kodaly, Hindemith, Prokofiev, Chostakovich, Kabalevski, Barber, Crumb, Copland, Penderecki, Lutoslavski: muchos de ellos fueron estrenos en nuestro país.
Dirigió a las mejores orquestas de su siglo, a los mejores solistas de su siglo, en los mejores teatros de su siglo, ante las mejores audiencias de su siglo.
La lista de solistas que acompañó da vértigo. Con solo decir que recorrió todos los Estados Unidos con la Compañía de Danza de Martha Graham, dirigiendo las obras que Copland le dedicaba.
Durante años el maestro y quien esto escribe cultivamos el ritual consistente en reunirnos a hablar, en su espléndida residencia en San Antonio de Escazú. Eran vespertinas sesiones de tres, cuatro horas. Gozosa pero también extenuante experiencia para ambos.
La idea era grabar las pláticas para publicar un libro que se llamaría Conversaciones con Irwin Hoffman. La idea le generaba una gran ilusión. Pues bien, el material está ahí, y ahora solo me resta transcribirlo y publicarlo. Será un bello libro. Una obra de amor y gratitud, para un hombre que fue para mí maestro, amigo y papá.