En el cine de Hayao Miyazaki siempre ha latido el deseo de un mundo mejor. Eso sí: el deseo, no la convicción de que llegará. Sus películas se preguntan si seremos algún día más libres para vivir nuestra infancia y para coexistir con lo que nos rodea. ¿Respetaremos la fuerza, los deseos y los sueños de las niñas, en especial, y de los chicos? ¿Aprenderemos a convivir con la naturaleza?
En El niño y la garza, su más reciente largometraje, todas esas preguntas nos sumergen en una fantasía como acostumbra el maestro: un sueño, una pesadilla, tal vez un testamento. Ya sabemos qué esperar de una película de Studio Ghibli: alegría, ternura y fantasía desbordadas; extrañeza y terror; violencia y madurez. Pero una vez más, todo parece nuevo, como si estuviéramos descubriendo otra realidad, otra forma de hacer cine y de hacer animación. Es una de las películas más bellas y abrumadoras que ha hecho Miyazaki.
El niño y la garza (The Boy and the Heron) es el título internacional de How Do You Live? (¿Cómo vives?), la novela japonesa que inspira este relato, ya en salas de Costa Rica: Cine Magaly y Cinépolis. Es un nuevo triunfo de Miyazaki: se estrenó en Japón sin más publicidad que un afiche y debutó al tope de la taquilla en cines de Norteamérica; ganó el Globo de Oro al mejor largometraje animado y ha recaudado más de $144 millones.
Una vez más, como con El viaje de Chihiro (2001) y La princesa Mononoke (1997), Studio Ghibli y su líder, Hayao Miyazaki, capturan la atención de niños y adultos, de cinéfilos y espectadores casuales. En la historia del cine, muy pocos directores han vendido boletos solo con su nombre en el afiche.
Hayao Miyazaki se retira... otra vez
Sin embargo, será la última vez. De nuevo, Miyazaki declaró que se retira, que este es el último round. Ya lo ha dicho antes: cuando estrenó El viento se levanta (The Wind Rises, 2013), afirmó que ya no más, que su obra había acabado. Volvió, aunque como corresponde a este estilo de animación, tomó años de laborioso empeño darle vida a cada cuadro y él, con 83 años, podría no tener la energía o el deseo de embarcarse en otra aventura similar. Eso ha dicho antes... varias veces.
El protagonista de El niño y la garza es Mahito, un chico que pierde a su madre en un incendio al inicio de la Guerra del Pacífico, en una de las escenas más bellas y tristes que ha dibujado el equipo de Ghibli. Su padre, dueño de una fábrica de armamento aéreo, se casa con su tía un par de años después y se mudan a una hacienda en el campo, aislados de una guerra, latente en la fábrica que sustenta su vida. Ya vemos el entrelazamiento de vida y muerte, del duelo inconcluso y la vida que continúa al ritmo que quiere.
Al inicio, Mahito no aprecia mucho su situación. Sufre por su madre y se aburre entre viejecillas y una escuela donde no calza. Se hiere, se hace daño, se golpea con una piedra. Una garza enorme y rara se acerca a picotear su ventana, a saludarlo a la orilla del río. Él quiere callarla: la quiere matar con arco y flecha.
La garza, de inusitados dientes y grotesca cara, quiere que Mahito la acompañe a una edificación abandonada al fondo de la finca, vedada a todo visitante. Allí, se dice, un antepasado de Mahito construyó una torre en el sitio donde cayó un meteorito, una torre laberíntica en la que, con los años, se volvió loco de tanto leer y tanto conocimiento.
Aquí empieza el delirio. Aventuras previas de Miyazaki como Chihiro y El castillo ambulante han jugado con la estructura suelta del sueño, donde una imagen reverbera en otra y abre un pasadizo fantástico a otro mundo. En El niño y la garza, lo lleva a la abstracción: una vez que Mahito entra a la torre, todo es posible, nos dejamos llevar de una locura a otra, confundidos como Mahito entre el mundo de afuera y una torre repleta de personajes mágicos y encantadores, terroríficos, persistentes.
Miyazaki confronta el duelo y la pérdida de la infancia
¿Es El niño y la garza un testamento, como muchos titulares advierten? Es difícil saberlo... pero sí es un final. Es el cierre de muchas reflexiones que Miyazaki ha elaborado en películas previas, del parteaguas que fue Nausicaä del Valle del Viento (1984) a la meditación de El viento se levanta (2013).
¿Qué queda de toda la aparatosa labor humana? De estos edificios, estas máquinas, estas aldeas, ¿qué permanecerá por más tiempo: su esplendor o sus cicatrices sobre el mundo? En el plano más íntimo, sus películas con frecuencia lidian con la dislocación que sufrimos cuando soñamos y deseamos, y por otra parte, con las secuelas del luto, sobre todo en la infancia.
“Los niños nunca olvidan”, escribía Virginia Woolf. En las obras de Miyazaki tampoco olvidarán la pérdida materna o paterna, porque las películas narran cómo el dolor se transfiguró en fantasía, en autodescubrimiento y en la apertura de un nuevo mundo propio.
El triunfo de Miyazaki ha sido lograr un delicado balance entre esos temas abarcadores —la naturaleza, la muerte, la autodestrucción humana— y la más pura ingenuidad, la fantasía más llena de humor y de alegría. Al rechoncho protagonista de Mi vecino Totoro lo encontramos de peluche en cualquier cuarto infantil, en mil llaveros y cuadernos; es fácil olvidar que, en el fondo, es un cuento sobre el miedo a la pérdida materna, el pavor de lo nuevo y la angustia de crecer.
Así nos ha llevado de un mundo a otro, y ha creado, como poquísimos artistas del cine, un universo tan peculiar, tan propio, que lo reconocemos de inmediato. Es considerado uno de los gigantes del cine: Hayao Miyazaki rompió todos los récords de taquilla, globalizó el anime, vio crecer a muchas generaciones y trató de llenar el mundo de alegría y de compasión. Cuando se retiraba, la película de algún competidor superaba su último récord y entonces, Miyazaki volvía a probar que lo podía superar. Y lo hacía.
La paradoja de Miyazaki: el gigante que quiere crecer más
Aquí está la oscuridad en El niño y la garza. Es una película con un corazón angustiado, reflejado en su narración laberíntica. Cuando Mahito conoce finalmente a su antepasado, encuentra al genio creador de un mundo propio que ha intentado mantener en balance en su torre fantástica, aislado de la “realidad”.
En esta dimensión, un ejército de periquitos antropófagos busca su próximo festín; una nubecilla de bolitas sonrientes busca flotar; una bandada de pelícanos abre puertas prohibidas. Cada quien a lo suyo, en un paraíso confuso.
Intentando ordenar sus perfectos bloquecitos geométricos, el genio de la torre vive la paradoja del demiurgo: creó el universo, le dio sus reglas, pero en la búsqueda del balance perfecto, ha desatado también la oscuridad: el ego, la ambición. Señalándole la herida que Mahito se hizo en la cabeza, le dice: el daño te lo has hecho a ti mismo... y yo también.
Cuesta no ver aquí al director mismo hablándonos de él y de su obra. Lo ha creado todo: el universo Ghibli. Pero hay algo oscuro en el fondo. Ahora tocaría que el genio de la torre pasara la batuta... pero, ¿es posible? ¿Vale la pena buscar un heredero? ¿Habría algún heredero digno? Algunos críticos han insinuado que le habla a su hijo, Goro Miyazaki, también director, pero de éxito más modesto.
No creo en una lectura tan superficial. Miyazaki se está preguntando más bien si crear arte del todo vale la pena: si ha valido la pena este oficio que le ha drenado todo, que le ha inflado el ego y lo ha apartado de la vida. Lo paradójico, claro, es a que sus espectadores más bien nos ha vuelto más atentos a ella. En esta película, Miyazaki confronta cómo, si pregona la generosidad, ha podido ser orgulloso; cómo, si en sus creaciones no ha dejado de expandirse y recrear el mundo, él y su obra llegarán a su final.
Pienso en lo que el crítico Edward Said llamaba el “estilo tardío”, ese estilo que alcanzan los grandes artistas en su ocaso. Es un estilo de “contradicciones sin resolver” donde en sus últimas obras retoman todos sus temas y obsesiones, dan rienda suelta a su locura particular y nos dejan atrás. “El estilo tardío se encuentra en, pero, al mismo tiempo y de un modo extraño, alejado del presente”, escribe Said.
Tal cual ha sido la recepción de El niño y la garza: los seguidores de Miyazaki la aprecian y reconocen sus pasiones acostumbradas, pero también resulta confusa y abrumadora. Viendo hacia atrás, el maestro ha saltado hacia adelante, a cómo veremos su arte en el futuro. Me recuerda las últimas películas de Manoel de Oliveira o de Jean-Luc Godard: tan propias, tan suyas, tan raras, tan cargadas de pasado que más bien nos dejaron atrás. Algún día los alcanzaremos.
Miyazaki dijo que se retira. The Guardian decía hace unos meses que, en efecto, en Studio Ghibli no está ocurriendo mucho ni hay nada en agenda. Pero en setiembre, en el Festival de Toronto, un ejecutivo de Ghibli dijo que, aunque el jefe es impredecible, volvió a ir a la oficina, está trabajando, escribiendo o boceteando... De cualquier manera, la obra de Hayao Miyazaki, tal cual existe hasta hoy, no tiene fin. Cada vez que alguien se enamora de una de sus películas, crece su universo.
Nota: si desea ver las películas de Hayao Miyazaki y los demás creadores de Studio Ghibli, tome en cuenta que casi todas están disponibles en Netflix para Costa Rica. ‘El niño y la garza’ está en salas, en el Cine Magaly y en Cinépolis.