El gentío que constantemente cruza San José se torna un torrente humano imparable que, si acaso, tiene pausa en los semáforos, y porque no queda más remedio que aguantar la prisa hasta que salte el verde. La capital no para por nada ni nadie. Sin embargo, cuando se aguzan los sentidos, la misma ciudad comienza a entregarnos instantes memorables e historias resguardadas por tanto ruido y variedad de olvidos.
Al paso de Jorge Jiménez Deredia por San José queda una estela de anécdotas talladas en madera, piedra y mármol, caricias tempranas a las esferas del Museo Nacional, altibajos que marcaron el camino, saludos cargados de sorpresa y admiración, y emociones y sabores que permanecen. Así es recorrer el centro neurálgico de esta urbe con el escultor costarricense que, el 20 de febrero, abrirá una gran exposición en sus calles, bulevares, plazas y museos.
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La vida lo condujo al Museo Nacional y esa fue nuestra primera parada. Del Cuartel Bellavista salió la semilla de la que germinó su gran pasión de vida; ah, y allí también floreció el amor.
A los 9 años, él respondía al nombre de Jorge Enrique Jiménez Martínez y estudiaba en la Escuela Joaquín Lizano, en Heredia. La maestra llevó a sus estudiantes a recorrer las salas del Museo Nacional y algo cambió dentro de él. “Fue la primera vez que entré en contacto con el arte precolombino, nuestra cultura verdadera, y veo las esferas y la herencia de los indígenas. Esto cambió mi historia y mi vida”. Hasta entonces, San José era el lugar adonde viajaba en bus para buscar los repuestos que requería su papá (radiotécnico). Jorge, quien le servía de “bastón” a su progenitor afectado por la polio, iba al Almacén El Gallito, en avenida segunda.
Fascinado, aquel niño herediano seguía las historias que la docente desgranaba en torno al metates, vasijas, piezas de oro y jade… “Venir a este Museo me llena de nostalgia. Recuerdo, como si fuera hoy, cuatro esferas alineadas. Nunca podré olvidarlas. Aquello me quedó en el inconsciente; había un mensaje allí”, asegura este artista que ha realizado grandes exhibiciones al aire libre en lugares como Roma (Italia) y Ciudad de México.
La honda impresión que le dejaron los objetos precolombinos comenzaron a salir en algunos de sus trabajos como estudiante del Conservatorio de Castella. E iría más allá: a los 18 años invitó a salir a Giselle Zamora Barrientos, su compañera de vida desde los 20 años, y su primera cita fue en el Museo Nacional. “Quería enseñarle las esferas. Algo me fascinaba en ellas”, cuenta con picardía. “Yo lo veía que me hablaba de ellas, tan emocionado y las acariciaba. Por supuesto, cuando llegué a mi casa y le conté a mi familia, mis hermanas se atacaron de risa por media hora”, rememora, divertida, su esposa. Fue con ella que, en 1976, se fue a Italia, con una beca de siete meses que le dio la Embajada de Italia.
Contemplando el elaborado trabajo de los metates de panel colgante, las esferas y otras piezas precolombinas, la incredulidad lo hace preguntarse: “¿Cómo se le ocurrió a alguien decir y convencernos que aquí no hubo una civilización importante, enseñarnos en la escuela que aquí no hubo nada”. Reitera para quien quiera oírlo, que su trabajo pretende dar un mensaje identitario, un trabajo que parte de esa herencia y es reinterpretada en su obra. Hace una pausa cuando algunos guardas del Museo se acercan para estrecharle la mano, decirle que “qué honor tenerlo aquí” y pedirle fotos para el recuerdo (“No siempre se puede conocer a alguien así en persona”, explica uno de ellos).
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Apretones de manos y fotos
Dejamos la plaza de la Democracia y también la banda sonora de la construcción del nuevo edificio de la Asamblea Legislativa. Él, hombre acostumbrado a no parar de trabajar desde las 5 a. m., finiquita detalles con Jorge Villalobos, de la Municipalidad de San José, mientras camina. Va repasando esculturas, puntualizando detalles pendientes, explicando ubicaciones, levantando sueños en su imaginación, ya que las obras en espacios públicos comenzarán a ser instaladas el lunes 11 de febrero; la exhibición durará cinco meses en la capital.
En el hiperactivo hormiguero del bulevar de la avenida central, él se perdía entre los transeúntes, pero el cariño de la gente terminaba por delatar quién era.
“Don Jorge, permítame darle la mano”, “Señor escultor, ¿me puedo tomar una foto con usted?”, “¿Verdad que ya casi es su exposición? La estoy esperando con ansias”, fueron frases de escenas que se repitieron constantemente a lo largo de la arteria peatonal capitalina; todas iban acompañadas de halagos, de historias de cómo conocieron su trabajo y de felicitaciones. Incluso, hubo un señor que se acercó emocionado y lo hizo chocar puño con puño. En cada ocasión y tras superar el rubor inicial, el artista se tomó el tiempo para conversar y complacer a sus seguidores.
–Antonella Brancacci (otra caminante josefina): ¡Hola! ¿Ya comenzó la exposición?
–Jiménez Deredia: No, pero falta poco. Comienza el 20.
–Brancacci: Estaré pendiente. Don Jorge, ¡muchas gracias por poner el nombre de Costa Rica tan alto en el ámbito internacional.
El corazón de todo
Había llegado a la plaza de la Cultura, el Teatro Nacional y los Museos del Banco Central, espacios que lo emocionan por lo que significan para la cultura nacional y para su propia carrera. “El Teatro Nacional es el corazón de todo esto (la ciudad)”, dice.
Rememora los tiempos cuando Graciela Moreno, directora de la institución, lo conoció en algunas de las tantas actividades artísticas a las que acudió con el Castella y pronto lo invitó a hacer una exposición con solo obras suyas en las afueras de la joya arquitectónica. La muestra fue en julio de 1976; fue la primera vez que se expuso y lo hizo con una decena de esculturas en roca extrusiva, en granito y en piedra tobita, así como una única cabeza en un pedazo pequeño de mármol de Guanacaste; mostraban una fuerte presencia de motivos precolombinos.
Empezaron a hablar del escultor, le escribieron una crítica que titularon “Esplendor bajo la lluvia” y vendió sus primeras piezas. “Una fue a la Caja Costarricense del Seguro Social y otra al Instituto Nacional de Seguros. Yo tenía la beca a Italia, pero con esto pudimos comprar el pasaje de Giselle. Nos quedaron $200, que sirvieron para alquilar una casa y comer alitas de pollo con papas o menudos de pollo por unos meses”, explica. Luego, vinieron épocas muy duras para la joven pareja, en que comían en el comedor de la universidad y guardaban el pan que sobraba para tener qué cenar después.
Afuera del Teatro, está La flautista de bronce que puso hace 22 años. Más saludos, otra foto y esto: “Esas manos tienen un don”. Manos fuertes, manos de escultor. Una gran sonrisa y una palmada en la espalda acompañó la respuesta del artista: “A todos nos dan el talento para algo diferente. Hay que descubrirlo”.
En el vestíbulo del Teatro, Jiménez Deredia aún se maravilla con Los héroes de la miseria (1909), del escultor costarricense José Ramón Bonilla (principal exponente de la escultura académica en el país). De nuevo, los recuerdos se van a sus épocas como colegial: “Todos veníamos a estudiar esta escultura”, cuenta.
Una exposición de unas 20 obras en los tres niveles de los Museos del Banco Central, una de las sedes de Jiménez Deredia en San José: La fuerza y la universalidad de la esfera, en 1987, termina de cambiarle la vida. No solo mostró las primeras Génesis –inspirada en la esfera precolombina como símbolo y que muestra la transmutación–, sino que empieza a tener una relación más cercana con Costa Rica, luego de una década de residir en el extranjero, y se habla más de su trabajo. “Todo empezó a crecer y crecer”, detalla. Entonces, ya era el escultor que conocemos hoy, ya era Jiménez Deredia.
La empanada y el grito
Aunque no es su provincia natal, él le tiene especial cariño a San José: la cruzaba de lado a lado en el colegio y en los tres años que estudió en la Universidad de Costa Rica, jugaba fútbol en La Sabana, compraba telas para que su hermana hiciera ropa, era el mejor sitio para mostrar y vender su trabajo, y se pegaba alguna escapadilla al Mercado.
Mayra Arias, docente de la Escuela Aeropuerto de Alajuela, no podía creer que se lo topara allí, en medio bulevar. “Estas son las cosas que me dan orgullo de este país. Uno puede caminar y toparse a Jiménez Deredia”, expresó emocionada antes de pedirle al escultor formar parte del Festival de las Artes de su centro educativo. Además de la foto, el escultor le dio una tarjeta con la información para contactarlo porque, de la emoción, doña Mayra no podía anotarlo en su celular. “Quizá pueda ir... ¿Se imagina?”, concluyó ilusionada.
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Cuando llegó al Mercado Central vio a un muchacho comiendo una enorme empanada. Su cara lo dijo todo: ese sería su antojo. Se compró una de carne en la soda San Cristóbal 2, que degustó fascinado mientras explicaba por qué la enorme muestra que tendrá será especial: “Yo no sé si haré otra exposición como esta. Esta me ha llevado 20 años de trabajo y ya no soy un jovencito. Quiero dar un mensaje identitario, quiero devolverle ese mensaje que me dieron a mí las esferas y devolverlo por medio del arte. Que se cree debate, que discutamos sobre nuestra idea de mundo. Esto que estamos haciendo, caminar por San José, conversar con la gente que nos encontramos, comer tranquilo aquí, tiene que ver con una visión horizontal del mundo que tiene cientos o miles de años. Son valores que en otras partes no se tienen. El gran peligro es la homologación con sociedades y valores que no tienen que ver con nosotros”.
“Eso, Jiménez Deredia, casi nada”, le gritó un señor desde una esquina. El escultor sonrío, de nuevo algo sonrojado. “La fama no es algo que me pertenece. Esto, el cariño de la gente, es consecuencia del trabajo y del amor que le he puesto a las cosas. Como decía Pierre Restany: ‘esto es una misión’”.
Comenzó a oscurecer, el caudal de aquel torrente humano aumentó y aquellos instantes, aquellos recuerdos quedaron por allí desperdigados, resguardados por el ruido y por algunos teléfonos.