El mundo de las letras en nuestro país se regocija al celebrar en vida el centenario del nacimiento de uno de sus grandes valores: Julieta Pinto. Escritora notable y reconocida, es prolífica en su multifacética producción, de un alto nivel estético. Una obra extensa que oscila entre la denuncia social y una prosa poética de espontánea sensibilidad, mas no por ello menos cultivada. Sin caer en la sensiblería, seria en su oficio de escritora, Julieta ha convertido en arte su versión humanista de la vida, en firme compromiso con los sectores marginados de la sociedad -especialmente de origen campesino- a quienes ha dado voz y presencia con su pluma de exquisita técnica narrativa.
Madurez vital
Julieta Pinto ilustra el caso de una escritora que inicia su obra en la época de madurez vital. Sin embargo, acomete la labor con decisión y constancia hasta el día de hoy, en amplia variedad de matices. Así, su producción asume el compromiso social en Tierra de espejismos o Los marginados; enfoca la relación con la naturaleza en Cuentos de la tierra; muestra la preocupación por los misterios de la existencia en El despertar de Lázaro; pone en las páginas historias dedicadas a la infancia en David; recupera lo ancestral en un fragmento de historia patria, como ocurre en Tata Pinto; arriba con excelencia a una depurada prosa poética en El lenguaje de la lluvia. Son solo unos ejemplos. Cabe resaltar, igualmente, que su trabajo creador ha sido reconocido con el Premio Aquileo J. Echeverría en tres ocasiones: en 1969 por La estación que sigue al verano, en 1970 por Los marginados y en 1993, por Tierra de espejismos. Se le concedió el Premio Nacional de Cultura Magón, en 1996, merced a los méritos de su labor literaria.
Tiene, por todo eso y más, un lugar justamente ganado en nuestra literatura, a lo cual se suma el cultivo de la autoría desde las feminidades, aspecto que la eleva por encima de convencionalismos a fin de definir su propia ruta, en la vida y en las letras, más allá de las fórmulas y etiquetas dictadas a las mujeres.
De modo paralelo y en contraste con la señalada madurez creativa, ha tenido siempre la curiosidad y la sed de aprendizaje propias de una adolescente, frente al amplio panorama del saber y la cultura. Aunque la ciencia que mejor comprende y aplica es el cultivo de la amistad como trato leal y afectuoso, profundamente cálido.
Siempre presente en su existencia, el amor por la naturaleza y la vida en el campo. Desde las experiencias tempranas de la niña inquieta que fuera, hasta el momento actual de la escritora plena, bien en los llanos de Alajuela, bien en las frías montañas de Coronado. En fin, siempre palpable en ella la necesidad de aire limpio, paisaje extenso y perfecta comunión con la tierra, en busca de una armonía con el todo que es la Naturaleza.
Esbozo de su itinerario intelectual y una cima: El despertar de Lázaro.
Vale la pena destacar que sus personajes son tomados de una realidad social y cultural concreta. Su pluma asume la denuncia y adquiere tono de severa crítica cuando está en juego la defensa de los valores democráticos, aún al precio de enfrentar tiranías sangrientas o gobiernos que abandonan los rectos fines; y asume posición sin tapujos ni segundas intenciones, en defensa de quienes arriesgan sus vidas por construir una Centroamérica libre y soberana.
En la producción de Julieta Pinto, no obstante, hay una obra que merece ser destacada de manera singular, como singular es el lugar que ocupa en la historia de la literatura costarricense. Se trata de la novela-ensayo El despertar de Lázaro, la cual rebasa por su temática lo que se suele esperar de una obra de ficción, en la vía del ensayo metafísico. Se muestra entonces como una escritora dotada de una dimensión filosófica indudable, pues ha llegado a esa madurez existencial e intelectual que le permite cuestionar la tradición religiosa, ante el dilema del dolor y de la muerte. Sus hasta entonces hondas convicciones metafísicas se ven conmocionadas; ante lo cual, la respuesta, contrario al final del bíblico libro de Job, no es complaciente. La duda metafísica muestra que, para la autora, la existencia humana plantea preguntas frente a las cuales ninguna respuesta satisface, ni existencial ni intelectualmente. ¿Es entonces la muerte un punto final o tan sólo un puñado de puntos suspensivos? Si la respuesta es volver a una vida como la que solemos soportar- más que disfrutar- los seres humanos, ¿qué sentido tiene, si de una vida tan desgarradoramente injusta e inhumana se trata?
La prosa poética en El lenguaje de la lluvia
Julieta Pinto ha tenido, como uno de los rasgos más persistentes en su discurrir por esta vida, la vocación por la palabra y sus múltiples potencialidades. De esto se trata ante todo El lenguaje de la lluvia. Una vida que es historia construida como acto lingüístico y más aún, lingüístico poético, en la acepción más creativa que puede darse al término poiesis. Constituida, en fin, como autoría, como transformación o devenir de un ser femenino en protagonista de su existencia y autora de sus textos, a partir de esa mágica conjunción de literatura y vida que logra la palabra poética.
Vida y condición humana asumidas como desposesión y pérdida: es esta una de las más fuertes marcas de El lenguaje de la lluvia. No obstante, también por el lenguaje se alcanza la auto develación, mediante una indagación en el ser y en la historia personal. Es la búsqueda incansable tras las palabras, comprendidas como el permanente humano intento de recuperar las cosas.
En el inicio y el final de la obra -entre la lluvia y el silencio- naturaleza y cultura, grito y verbo respectivamente, tensan y anudan hilos, para formar el tejido que se urde sobre la página en blanco. Uno de los momentos de mayor vuelo poético en el conjunto de la obra de Julieta Pinto, producción ya de por sí signada por el empeño constante de poetizar lo textual.
La autora y la infancia
Como mujer sensible y comprometida con las poblaciones más vulnerables del país, Julieta Pinto dirigió el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) entre 1978 y 1979. Este nombramiento es producto de su diálogo constante con esas poblaciones, hecho que le permitió conocer la situación de hombres y mujeres que, en la segunda mitad del siglo XX, abandonaron el modelo de producción centrado en el agro, para integrarse a las industrias que se expandían en el contexto urbano. También, dialogó con las mujeres que se sobreponían a las condiciones de opresión propias del patriarcado; y se acercó igualmente a la niñez que, a pesar de consolidar su derecho a no participar en trabajos infantiles y beneficiarse con la educación, no dejaba de sentirse excluida por las condiciones de pobreza y marginación social.
Por eso, la infancia también es protagonistas de su literatura y construye relatos en los que da voz a quienes generalmente no la tienen. En buena parte de su bibliografía se retrata a menores, como ocurre en Los marginados o Abrir los ojos. De la misma manera, en otros libros que fueron publicados en colecciones infantiles, como David, La lagartija de la panza color musgo, Historias de Navidad, El niño que vivía en dos casas o Pizco.
Congruente con las nuevas tendencias de la literatura infantil y juvenil, la autora presenta temas transgresores que tradicionalmente estaban reservados al público adulto, como los de las tensiones entre la vida y la muerte, los padecimientos de las enfermedades, las diferencias sociales o los actos de violencia, sin abandonar por ello la irrenunciable condición estética, lúdica y esperanzadora que ofrece, a las nuevas generaciones, la capacidad de transformar las sociedades, en aras del bien común.
Una de sus novelas más conocidas, inscritas en el contexto de la infancia, es David, en la que presenta a un niño que, por encontrarse convaleciente, debe mantenerse estático, con un yeso que le cubre, primero, el cuerpo, después solamente una pierna, por lo que a duras penas se desplaza ayudado con muletas. La novela tiene la virtud de estar relatada en primera persona y por ello se adentra en el campo de la interioridad. Por ello, nos presenta a un infante que revela sus anhelos, fantasías, miedos o aspiraciones. Así, la escritora recurre a la capacidad de abandonar su condición de narradora adulta y mira el mundo a través de los ojos del pequeño. También, ofrece un amplio panorama del imaginario infantil ya que, con sentido del humor y el característico lenguaje poético, nos presenta la relación de David con otros niños, los animales, la naturaleza, fantasmas y sueños. Y como promesa para el futuro, nos otorga la posibilidad de creer que ese niño, postrado en cama durante semanas o bien, dependiente después de las muletas, caminará y correrá, como símbolo inclaudicable de la libertad.
Finalmente, cabe concluir que, al llegar a los cien años de su prolífica vida, Julieta Pinto González se ha hecho acreedora a todos los honores con que los pueblos agradecidos honran a los más conspicuos cultores de lo mejor que anida en el corazón del ser humano.
Julieta Pinto en su propia voz
El lenguaje de la lluvia (2000)
En esta noche infinita en que el tiempo ha hecho una pausa, en la vieja casona de la finca, entre sus anchas paredes y el piso de ladrillo rojo, escucho la lluvia y mi silencio. Se confunden las imágenes de dos pasados diferentes y se mezclan en este presente de añoranza y ausencia. Mis manos inmóviles reposan en la mesa sobre una hoja en blanco. Ignoro si aún conservo ese lenguaje de mi infancia, o si las palabras se fueron con la lluvia, dejando apenas pequeñas charcas de trazos perdidos.
Si se oyera el silencio (1967)
Un día estuvimos frente a frente y supimos que éramos nosotros. Y había tanto que contarnos: años de espera donde confundimos unas manos, una frente, un amor. Años de ausencia que habían acumulado indiferencia, odio, desprecio. Años donde se aprendió a aceptar lo relativo, temiendo que el absoluto no existiera. A recibir migajas de cariño en la huida de los años que no traían amor.
David (1979)
El viejo que se ha formado es de color de lluvia y me hace señales para que lo siga. Paso a través del vidrio como él, sin que el yeso me impida hacerlo. Me siento liviano y feliz y aunque la lluvia cae más fuerte todavía, no me moja. Las gotas de agua se hacen a un lado para dejarme pasar.
El sermón de lo cotidiano (1977)
-¿Profesión?¿Por qué no habría de decirle que soy bailarina, que mi cuerpo puede imitar el temblor de las flores azotadas por la lluvia, el ritmo constante del viento? Decirle que en mí existe un acervo de deseos sin otra alternativa que el movimiento. He luchado año tras año para encontrar una salida y correr a campo traviesa como lo hacía de niña.
Entre el sol y la neblina (1986)-¿Qué le pasó?
-Lo despacharon el sábado. Yo solo pienso en Marta, su mujer, con aquel montón de chiquillos con hambre. Van a tener que irse para otro lado. Aquí ya no hay trabajo. Y lo peor, es que dice Chano que en todas partes es lo mismo. Qué el país está muy mal.
-¿Por qué será, Rafaelito?
-¡Vaya uno a saber! Unos dicen que el Gobierno, otros que el petróleo, yo como nunca estudié, no sé nada. A nosotros no nos toca más que aguantar.
El despertar de Lázaro (1994)
En mí, el regreso de la muerte destruyó la esperanza; las memorias de la infancia se confunden con el camino recorrido después de mi muerte. No debo mezclarme con los seres humanos, ya no pertenezco a su especie, soy un híbrido, algo que oscila entre lo que es y lo que no es, entre lo palpable y lo etéreo.
Deseo estar solo, pero en la casa mis hermanas me acosan a preguntas y en la calle me detienen los amigos de Jesús.
Me escabullo sin un pretexto, añorando la mirada de niño que tuve alguna vez.
Emilia Macaya y Arnoldo Mora son catedráticos eméritos de la Universidad de Costa Rica. Carlos Rubio es profesor de literatura infantil en la misma Universidad. Los tres autores son miembros numerarios de la Academia Costarricense de la Lengua.