Haruki Murakami es un escritor tan maravilloso que puede ganar cien partidas de ajedrez usando los mismos movimientos. En términos literarios, podría decirse, es capaz de usar sus simbolismos, sus fantasías, sus gatos y sus mujeres en cada una de sus novelas y sus cuentos, pero siempre sabe en qué momento girar sus piezas para sorprender al lector.
Kafka en la orilla podría ser uno de los mejores ejemplos de su talento. El autor japonés publicó este libro en el 2002, poco más de 20 años después de haber debutado en la literatura con Escucha la canción del viento, novela de 1979 que empezó a forjarle el carácter que todos los amantes de los libros le conocemos.
Para algunos, su prosa recorta personajes con la misma tijera; para los más entusiastas (como quien escribe estas líneas), es un prodigio que sabe hablarle a grandes públicos sin dejar de lado la forma y el fondo: su inventiva y las estructuras que utiliza para contar sus historias son ejemplos más que certeros sobre una pluma súper dotada.
Kafka en la orilla llegó al mercado con un Murakami para nada desconocido: para aquel entonces, su fama era notoria, pero con este título logró terminar de penetrar el mercado occidental y convertirse en todo un fenómeno pop.
Los encantos de libro son evidentes: es imposible resistirse a la macabra magia que exhalan los pueblos y los personajes escritos por el japonés. Veinte años después de su lanzamiento, Kafka en la orilla es, para muchos, el trabajo que mejor condensa todas las habilidades del autor: un ritmo frenético, personajes hipnóticos y simbolismos que no se pueden sacar de la cabeza.
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Todo en muchos universos
Para hablar sobre este novela, es necesario reconocer que los recuerdos se confunden. La dispersión de eventos, líneas paralelas, pasado y presente son parte del encanto del libro, pues se trata de un collage donde los elementos se suman para asfixiar a los personajes (y también al lector).
Si se tratara de delimitar ese universo, podría decirse que la novela cuenta la historia de Kafka Tamura, un joven que huye de su atribulada casa con una maldición encima: se profetiza que matará a su padre y que se acostará con su madre (al igual que Edipo).
Además de su arco narrativo, aparece otro personaje, en otro lugar del mapa, con su propia travesía: Satoru Nakata, un adulto mayor que perdió su sombra y que puede hablar con gatos. La historia de Nakata es entrañable pues, cuando era pequeño, fue parte de un grupo de niños que sufrió un accidente con un grupo militar. Allí perdió la capacidad de leer y escribir y, desde entonces, se convirtió en un contenedor para otras almas que deben completar un cometido importante en la vida. Sí, así de esotérico.
Pensar en Kafka en la orilla amerita notar la evolución y depuración de la pluma de Murakami. Por ejemplo, por medio del protagonista Kafka, Murakami revela paisajes cargados de melancolía y nostalgia. Los retratos rurales del libro parecieran estar cargados de la misma plástica que describió con maestría, años atrás, cuando lanzó Tokio Blues, posiblemente su libro más popular (y digerible).
Con Nakata, Murakami también muestra capacidades de las que ya había dado vistazos en el pasado. Lo fantástico que recubre a este personaje remite mucho a El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, novela de 1985 que bebía del clásico de Lewis Carroll y aprovechaba la “no-imagen” de la literatura para hablar sobre la presencia y la ausencia de las sombras en el mundo. Como Nakata es un personaje que camina sin sombra existe toda una intriga generada en torno a qué lo habita, a quién le responde órdenes y hacia qué rumbo se dirige.
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En el mismo sentido, el escritor japonés demuestra que sabe contar crónicas históricas como pocos. En su libro de 1994 titulado Crónica del pájaro que da cuerda al mundo hay un extenso capítulo que toma por sorpresa al lector: el drama intimista que se desarrolla en aquella novela tiene un enérgico flashback, en que se describen los horrores de una guerra pasada.
Con ese mismo interés, Murakami se toma un respiro histórico cuando cuenta los orígenes de Nakata. El miedo, la tensión y la insinuación de que hay presencias sobrehumanas en la supervivencia del personaje cuando era un niño confirman que el nipón siempre sabe lo que hace. No es un tipo que deja nada al azar y da la impresión de ser como un director de cine que llega al set y ya tiene todo claro en su mente a la hora de poner a rodar la cámara.
En Kafka en la orilla, Murakami une dos de sus mundos preferidos: escribe desde los relatos fantásticos exacerbados, llenos de frutos extraños y caminos que pisan lo desconocido; hasta la iniciación de la vida adulta y el temor que genera ver una hoja de ruta como un tablero de oportunidades infinitas.
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¿Cuánto de Kafka hay en Kafka Tamura?
La novela no se queda allí, en una simple superación de lo que el escritor había mostrado previamente. Murakami tiene sus propios intereses e ingredientes para cocinar este título y lo deja en claro desde el título.
Kafka Tamura se llama así por varios motivos. En primer lugar, por la admiración del muchacho por el escritor checo Franz Kafka, pero también porque el protagonista tiene un alter ego al que conoce como “el joven llamado Cuervo” ya que Kafka en alemán significa cuervo.
Pero más allá del desdoblamiento del personaje, Murakami introduce esta referencia por una simple razón: la angustia que se vive en la obra de Franz Kafka está presente para todos los personajes de su propia novela, sea la bibliotecaria que le ofrece refugio al protagonista o el conductor que va en ayuda de Nakata conforme los capítulos avanzan.
La agonía de cada personaje es más que el mundo fantástico en que habitan; la insinuación de que hay un marionetista detrás del bien y el mal es aterrador y está en función de las historias de vida de cada individuo presente en la novela.
Puede que en la novela lluevan sanguijuelas, los gatos hablen, un logotipo de whisky y otro de pollo frito cobren vida, pero nunca se trata de una historia sobre rarezas arbitrarias.
Kafka en la orilla, como su nombre lo indica, va sobre tratar de beber en la ribera de algo más grande que nosotros mismos: un río del cual no conocemos su final.