Entre evangelios canónicos y apócrifos
La referencia esencial sobre los primeros años de Cristo se encuentra en los evangelios canónicos, escritos posiblemente durante el siglo I, los cuales después de discusiones en diferentes encuentros como el Concilio de Hipona, del año 393, pasaron a formar parte del “canon” bíblico, una lista oficial de libros inspirados. Específicamente, los evangelios de San Mateo y San Lucas tratan, con breves párrafos, el nacimiento de Jesús.
Todo esto ocurrió en tiempos en que el emperador romano Augusto ordenó un censo y los pobladores de los territorios gobernados por Roma se vieron en la obligación de inscribirse en sus pueblos de origen. José viajó, junto a su esposa María, que se encontraba embarazada, a Belén, región de Judea. Y en ese poblado, nació el pequeño, que tal como aseguran los evangelistas, fue concebido por obra del Espíritu Santo. No había alojamiento en ningún mesón, y por eso el infante llegó al mundo en un establo. También se cuenta que unos pastores pasaban la noche en el campo al cuidado de sus ovejas. Allí apareció un ángel que les anunció la buena nueva y les indicó que fueran a rendirle tributo. Expresa el evangelista San Lucas: “Como señal, encontrarán al niño envuelto en pañales y acostado en un establo”. San Mateo cuenta que unos magos de Oriente, dedicados al estudio de las estrellas, fueron guiados por la luz de una de ellas, a adorar al bebé y le ofrecieron regalos que traían en sus cofres: oro, incienso y mirra.
En los libros del Nuevo Testamento no encontramos algunos aspectos que ya se han hecho familiares en los portales de diferentes regiones del mundo: por ejemplo, el del niño custodiado por la mula y el buey, que se crea que los magos de Oriente eran tres y que sus nombres fueran Melchor, Gaspar y Baltazar. Tampoco hay datos sobre la variedad de animales que aparecen en estas representaciones y otros personajes, aparentemente secundarios, que forman parte de la escenificación, como lavanderas, zapateros, tenderos y hasta diablillos. Por eso, deben buscarse esos datos en otros libros conocidos como evangelios apócrifos.
Tales evangelios no forman parte del canon y, por lo tanto, no aparecen en La Biblia. Fueron elaborados, posiblemente, entre los siglos I y VI y pueden tener su origen en versiones orales y en la imaginación de quienes los transcribieron, por eso se duda de su veracidad. Son textos atribuidos a personajes bíblicos. Entre los que se refieren al nacimiento y la infancia de Jesús, se encuentran el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio de Pseudo Mateo, el Libro de la Natividad de María, el Evangelio de Tomás, el Evangelio Árabe de la Infancia y la Historia de José el Carpintero. Allí encontramos los nombres de San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen María y, por lo tanto, los abuelos del Niño Jesús, la denominación de los reyes (ya no registrados solo como magos de Oriente y estudiosos de las estrellas) y hasta los colores de su piel pues, en ese entonces, se creía que simbolizaban las tres razas humanas.
Algunos fragmentos de los apócrifos pueden ser narrados como gratos cuentos infantiles. Se dice que el recién nacido hablaba y predicaba sentado en el pesebre o que María, José y el Niño, se enfrentaron, durante su huída a Egipto, contra fieros dragones que el pequeño Jesús venció tan solo por el arte de su palabra. Se mencionan pasajes que presentan la aparente evidencia de que Jesús hacía milagros durante sus primeros años; por ejemplo, que sus pañales usados o el agua sobrante de su baño podían curar graves enfermedades como la lepra; que hizo unos pajaritos de barro a los que convirtió en aves voladoras o que ayudó a su padre, el carpintero, a estirar unas tablas que había cortado mal y que requería para terminar una cama. Así, se observa que la escenificación del belén, o el portal costarricense, no sólo proviene de lo inscrito en La Biblia, también tiene origen en textos que, a pesar de hallarse alejados de la sacra oficialidad, representan el imaginario y la creatividad de los primeros cristianos.
Inicio de una tradición
Durante los diez primeros siglos de nuestra era se hicieron múltiples representaciones del nacimiento de Jesús. Una de ellas está en los frescos de la Capilla Griega de la Catacumba Priscilla, en Roma, la cual data del período paleocristiano, entre los siglos I y III; allí, sobre el arco de un pasillo, están pintadas las siluetas de los tres reyes magos que se aproximan a la Virgen y el Niño.
En el siglo X, se realizaban funciones de teatro religioso, dentro de las iglesias, en las que se recreaban escenas del Belén. Esas prácticas fueron prohibidas, entre 1198 y 1216, por el Papa Inocencio III, pues se convertían en farsas y propiciaban las llamadas “libertades de diciembre”.
Prioritariamente, cultores del Belén o el portal de todo el mundo consideran a San Francisco de Asís como el iniciador, e incluso, el patrono de los belenistas. En 1223, tres años antes de su fallecimiento y después de recorrer Tierra Santa, el humilde fraile pidió una licencia al Papa Honorio III para realizar una escenificación del nacimiento de Jesús. Se cree que la llevó a cabo en una gruta en Greccio, Italia, que pertenecía a Giovanni Vellita, un amigo suyo. Los niños fueron los actores y aquella cueva se alegró con la presencia de animales vivos y se iluminó con las antorchas de los feligreses que acudieron a la misa de la medianoche. Posteriormente se empezaron a realizar las figuras con madera, arcilla o porcelana y la costumbre se extendió por el mundo.
Tan arraigada es la tradición en nuestro país que, en el Nuevo diccionario de costarriqueñismos de Miguel Ángel Quesada, se define el “portal” como “nacimiento; simulacro de la región y la época en que nació Jesucristo, cuyo centro principal es el pasito” y se dice que el verbo “portalear” consiste en “ir de casa en casa visitando los portales o nacimientos, en Navidad”.
Como manifestación de identidad cultural y religiosa, exista un pesebre para que nazca el niño Jesús en nuestros hogares.
*El autor es profesor de literatura infantil en la UCR y miembro de la Academia Costarricense de la Lengua