Acababa el año 1920 y en San José la construcción del Templo de la Música, en el Parque Morazán, causaba gran expectación. Eso sí, cosa extraña en la historia urbana criolla, tirios y troyanos se mostraban de acuerdo en la edificación de aquella obra de ornato y solaz.
En medio de tanta concordia, el 7 de diciembre un gacetillero del diario La Tribuna opinó –gratuitamente, por demás– que tal diseño arquitectónico no debiera llamarse sino “kiosco, simplemente, pues para que fuera lo otro se necesitaría, cuando menos, que fuera de mármol”.
Al día siguiente, en el Diario del Comercio, el responsable de la obra, el arquitecto José Francisco Salazar Quesada, le respondió que “si eso fuera una razón, entonces no podemos llamar Templos, ni al del Amor de Versalles ni al Partenón, el de Vesta, etc., etc., pues ninguno de ellos es de mármol”.
Agregó, además: “Sería conveniente que aquellos que carecen de una preparación en estas cuestiones técnico-artísticas se abstengan de ponerse en ridículo, con su afán de aparecer ilustrados en lo que no entienden, ni jamás podrán comprender”.
De kiosco a templo
Según una nota del Diario de Costa Rica del 25 de febrero de 1920, una inspección del Ministerio de Fomento revelaba que el kiosco del Parque Morazán se encontraba en estado ruinoso y que constituía un peligro para los transeúntes del concurrido jardín capitalino.
Por esa razón, el pabellón aquel debía demolerse para ser reemplazado por uno construido en concreto armado, que estaría a cargo de la Dirección de Obras Públicas. Anunciaba, también, que mientras se realizara ese trabajo se suspenderían las retretas semanales que allí se hacían.
En efecto, el Morazán era escenario de dichas funciones musicales nocturnas desde finales del siglo XIX; cuando, con ocasión de las fiestas cívicas de fin de año, se construía un kiosco en alguno de sus cuatro parquecitos para que las bandas complacieran al público desde ahí.
No obstante, desaparecido el monumento al general Próspero Fernández que se ubicaba en la glorieta formada por el cruce de avenida 3 y calle 7, a principios del siglo XX; en 1910 se construyó en su lugar –con carácter temporal que resultó permanente– un kiosco de estética modernista o art-nouveau.
Ese, pues, fue el templete que se demolió en abril de 1920, aunque sin saberse todavía si se construiría un nuevo kiosco, un estanque de agua o se dejaría desocupado el espacio. Así, en fecha tan tardía como agosto, un periodista del Diario del Comercio anotaba: “El kiosco, para los conciertos musicales, debe ser (…) reconstruido. No se consuela nuestra sociedad de la pérdida de sus noches de lunes y viernes en este parque que fue su preferido”. Empero, no fue hasta principios de noviembre que la Comisión de Festejos –previo visto bueno del Concejo Municipal– encargó al arquitecto Salazar el diseño y construcción de una nueva obra.
La única condición era que el trabajo debía estar terminado el 24 de diciembre en la noche, para lo cual faltaba poco más de un mes. Así, en la segunda semana de noviembre, el anteproyecto de la obra se exhibía en una de las vitrinas del céntrico almacén de los señores Ramón Madrigal e Hijos.
Por su parte, los trabajos en la glorieta del Morazán dieron inicio el 14 de ese mes, con Salazar como el profesional responsable y el reconocido constructor catalán Gerardo Rovira Aponte como su maestro de obras.
Poco más de un mes de construcción
A partir de esa fecha, las cuadrillas de obreros trabajaron día y noche para terminar la edificación, tal y como era el compromiso de hacerlo, en 40 días apenas. Además, según las publicaciones de la época, Chisco Salazar –como era conocido popularmente el arquitecto– realizó su trabajo de forma ad honorem o “por puro amor al arte”, como se dijo entonces.
Se trataba de un edificio neoclásico de orden jónico; un templo monóptero, es decir, de planta circular y que, en lugar de muros, posee una columnata que sustenta el techo. Según su autor, se inspiraba en el Templo del Amor y de la Música de Versalles, obra del arquitecto neoclásico francés Richard Mique.
Cargado de simbolismo, se accede a él por el oeste tras ascender siete escalones, como siete son los días de la semana. Una vez en su superficie, que figura el plano terrestre, son doce sus columnas, como los meses del año o como los signos del zodíaco. Y coronando toda la composición, un friso festonado de guirnaldas da paso a la cúpula que representa la bóveda celeste.
Su altura total es de 11,22 metros y su planta tiene 14 metros de diámetro, fuera de gradería; y sus columnas tienen 5 metros de altura por 60 centímetros de diámetro promedio. Invertidos en materiales y jornales, su costo total se estimó entonces en 20.000 colones de oro; y, en efecto, se le retiró todo el andamiaje constructivo el viernes 24 de diciembre de 1920.
Al día siguiente, totalmente terminado y debidamente iluminado, se coronó allí a la Reina de los Festejos Cívicos; mientras que el domingo 26 se realizó la fiesta de inauguración formal de la obra. Según La Tribuna: “La concurrencia fue enorme. Pocos momentos antes de principiar el concierto tocado por la Banda de San José, la Reina del Carnaval subió al templo acompañada de su séquito y rompió la clásica botella de champaña con que se acostumbra a inaugurar estos edificios”.
Desde entonces, su cúpula no solo acogió espectáculos musicales, sino que todo él se convirtió en tribuna de nuestra democracia: Ricardo Jiménez, Omar Dengo, Cleto González Víquez, Jorge Volio y Manuel Mora, entre otros, dejaron oír desde ahí sus esclarecidas voces.
Más allá de su elegante arquitectura y de su noble función, el Templo de la Música se convirtió con el tiempo en todo un símbolo capitalino.
A punto de ser destruido
Sin embargo, en la década de 1950, cuando la Segunda República emprendió la destrucción de la ecléctica San José de la República Cafetalera (1848-1948), aquel símbolo sobrevivió a duras penas.
Fue entonces que el Parque Morazán fue sometido a una remodelación que destruyó la banqueta corrida que delimitaba sus cuatro secciones, para ampliar las calzadas interiores y aledañas. Así, el Templo de la Música, convertido en rotonda, quedó aislado entre los buses interurbanos; al tiempo que se acabaron en él los conciertos de la Banda Militar de San José.
La oportunidad de culminar el proceso de degradación del histórico parque llegó en 1975, cuando la Intendencia de la ciudad de Buenos Aires obsequió al país un busto de Carlos Gardel. Entonces, el 17 de febrero, los regidores josefinos Carvajal Montes de Oca, Angulo Obando y Umaña Volio presentaron la más inusitada moción.
Se trataba de demoler el Templo de la Música “para agilizar el tránsito” y construir en su lugar una glorieta más pequeña que, además de ampliar la avenida 3, se llamaría “República de Argentina” y ostentaría el busto del “zorzal criollo”. A su vez, el presidente municipal, Fernando Peña Herrera, no solo dio trámite al desaguisado, sino que solicitó a la comisión de Obras Públicas y Urbanismo un dictamen a la mayor brevedad.
El 24 de febrero, el funcionario declaraba al periódico Excélsior que “el Templo de la Música no tiene valor histórico, arquitectónico o cultural alguno; por lo tanto, me parece que debe ser demolido para ceder paso al progreso de nuestra capital”. Y para que no quedara duda de su impulso, añadió:
“Como cedieron paso al progreso las paredes antiguas de la Biblioteca Nacional, el antiguo Palacio Nacional (…), el antiguo edificio de la Universidad de Santo Tomás (…) y la demolición del Sagrario para ampliar la Avenida Segunda (…)”. Quienes se oponían a tamaña estulticia, claro está, pusieron el grito al cielo y la ministra de Cultura, Carmen Naranjo, reaccionó de inmediato.
Inmediatamente, por tanto, se redactó el decreto ejecutivo que declaró monumento nacional al edificio, y lo puso bajo la tutela del Departamento de Patrimonio del Ministerio de Cultura. Fue así como se evitó, entonces, lo que el escritor José Marín Cañas calificó con justa razón como “la burrada del siglo”.
Por eso –que nos sirva de lección–, sería conveniente no llevar nunca más a la comuna ediles como aquellos, sin preparación alguna en las cuestiones técnico-artísticas de la urbe; de los que se ponen en histórico ridículo con su afán de aparecer ilustrados en lo que no entienden, ni jamás podrán comprender.