A fines de enero de 1957, el periódico La Nación anunciaba: “En los próximos días, posiblemente la semana entrante, se iniciará la demolición de la Capilla del Sagrario, para la ampliación de la Avenida Segunda.
“El Cabildo Metropolitano, que maneja todos los bienes de la Iglesia Católica costarricense, ha estado conforme con esa demolición, y al respecto ha tomado ya las providencias del caso”. Unas semanas después, en el mismo diario, el periodista Joaquín Vargas Coto comentaba:
“El templete del Sagrario, al fondo del jardincillo norte de la Catedral Metropolitana, está condenado a muerte. La sentencia la han firmado las urgencias codiciosas del comercio y las necesidades del tránsito de vehículos, cada vez más intenso” (Esta es la casa de Dios y la puerta del cielo).
Capilla y parroquia
Costa Rica se constituyó como República, nación soberana e independiente, en agosto de 1848; y para febrero de 1850, así fue reconocido por la Santa Sede.
Mas, como hasta entonces las cuestiones religiosas locales dependían del obispado de León, Nicaragua; en paralelo con la petición de reconocimiento del Vaticano, se había presentado también la solicitud para la erección del obispado de Costa Rica, un anhelo que se remontaba a la época de la conquista.
Así, el 28 de febrero de 1850 el Papa Pío IX emitió la bula Chistianae Religionis Auctor, erigiendo la nueva diócesis con sede en San José. Casi inmediatamente, ambas noticias le fueron comunicadas a nuestro gobierno; ante lo que el presidente Juan Rafael Mora replicó, en su Mensaje al Congreso del 1° de mayo:
“Grato y satisfactorio debe ser para la República que el Sumo Pontífice se haya dignado erigirla en una nueva diócesis. Este fausto acontecimiento perfecciona nuestra independencia política, provee a las necesidades de la Iglesia y favorece a nuestro clero, merecedor de alguna recompensa por su piedad, celo y patriotismo”.
El “fausto acontecimiento”, sin embargo, traía consigo un inconveniente: el edificio parroquial josefino, era evidente, no guardaba relación con la dignidad catedralicia que, de acuerdo con la bula, ostentaría en adelante. Además, estaba la cuestión de dónde se alojaría la parroquia capitalina, una vez que su templo se convirtiera en catedral.
LEA MÁS: La Casa Amarilla, un palacio para la paz
Para colmo de males, el terremoto del 18 de marzo de 1851 había empeorado el mal estado del edificio. Por esa razón, según monseñor Sanabria:
“Después de una inspección ocular practicada por Mora el 6 de agosto [de ese año], se acordó construir la Catedral desde sus cimientos, resolviéndose igualmente que se construyese antes una iglesia, la del Sagrario, al norte de la Catedral, para alojar la parroquia y el cabildo mientras tanto” (Anselmo Llorente y Lafuente. Primer obispo de Costa Rica).
Tan ambiciosos planes, no obstante, no podrían realizarse de inmediato ni del todo, y tardarían años en concretarse. Mientras tanto, nuestro primer obispo, monseñor Anselmo Llorente, llegó al país en diciembre de 1851; y tomó posesión de su cargo en febrero del año siguiente.
A partir de entonces, como era de prever, la doble condición del principal templo josefino –parroquia y catedral a la vez–, no tardó en causar roces y disgustos entre el párroco y los capitulares o miembros del cabildo eclesiástico. Tanto o más urgente se hizo, entonces, la construcción de una capilla anexa.
Un templete neoclásico
Los planos constructivos –por los que se pagaron 204 pesos– le fueron encargados al ingeniero-arquitecto prusiano Franz Kurtze Krumbhaar (1820-1868), y estuvieron listos a fines de febrero de 1855. Entonces el obispo decretó iniciar la edificación de la capilla del Sagrario, obra para la que el mismo presidente Mora donó de su bolsillo la suma de 4000 pesos.
Durante la primera mitad de la década de 1850, principalmente en las obras públicas capitalinas, el sistema colonial de construcción basado sobre todo en la tierra y la madera había venido siendo sustituido por el uso de materiales más duraderos, tales como la piedra y el ladrillo, dando forma a un código estético que representaba los ideales de la nueva República.
Se trataba del lenguaje arquitectónico neoclásico académico, es decir, aquel de referencias grecorromanas, preconizado por las academias europeas de Bellas Artes. Por esa razón, neoclásicos eran aquí el Teatro Mora, la Universidad de Santo Tomás y el Palacio Nacional; y neoclásico sería también el Sagrario o capilla del Santísimo.
Kurtze, no en balde, era uno de los introductores de esa arquitectura en el país; de modo que diseñó un sencillo templete de planta cuasi rectangular, que medía interiormente ocho y medio por diecisiete metros. Su portada sobresalía ligeramente hacia los lados, y en ella la puerta de arco de medio punto tenía dos pilastras o falsas columnas de orden toscano a cada lado; y era coronada por un frontón triangular con acróteras en los extremos, y sobre ellas, una especie de ánforas.
En cada muro lateral, cuyos extremos posteriores se ochavaban apenas, había cuatro ventanas también de arco de medio punto, que eran flanqueadas por pilastras del mismo orden toscano. A modo de cornisamiento del edificio, un pretil perimetral que disimulaba la cubierta semi abovedada de acero galvanizado, era rematado en sus extremos posteriores por pedestales, de nuevo con unas ánforas.
Aparte de la capilla propiamente dicha, también se construyó entonces su sacristía, que estaría inmediatamente atrás; así como un pabellón de norte a sur que conectaba a ambas con la Catedral y albergaba las dependencias del Cabildo. El edificio, de apariencia modestamente neoclásica a su vez, formaba una “L” con sus corredores en claustro y un jardín en medio.
En la construcción de tales obras, además de Kurtze como responsable del diseño, participaron el maestro carpintero Manuel Conejo y –eventualmente– el albañil Tomás Estrada como constructores, el señor Joaquín Alvarado como inspector de la obra, y el ingeniero Mariano Montealegre en la dirección técnica.
A los feligreses josefinos y de las comarcas cercanas, se les exhortó para que contribuyeran trasladando desde Pavas la piedra necesaria para la construcción, así como la cal que serviría junto a aquella para hacer el calicanto de cimientos y paredes.
Demolición y reconstrucción
Las obras de construcción se suspendieron durante la Campaña Nacional y la peste del cólera. Pero desde su conclusión, en 1866, el Sagrario fue sede del curato josefino, que funcionó allí hasta 1881; cuando monseñor Thiel dividió la parroquia entre los templos de El Carmen y La Merced. Durante todos esos años, la capilla fue sitio de las capitalinas bodas y bautizos, funerales y oficios de difuntos.
En 1901, el artista Andrés Steiner Valentini decoró las paredes de su única nave con una ecléctica decoración, de acuerdo con la que él mismo le había brindado a la Catedral poco antes. En 1937, bajo la dirección de monseñor Enrique Kern, la capilla fue completamente restaurada; y fue entonces que se le dotó de sus ocho coloridos vitrales.
No obstante, veinte años después, estalló la noticia entre los josefinos: su vieja y querida capilla sería demolida para ampliar la avenida 2ª. Dicha ampliación se había iniciado en 1954 con la mutilación al norte del Parque Central, cuando se habían iniciado también las conversaciones con la Iglesia para acabar con el templete.
Así, en el primer semestre de 1958 se desató en los principales periódicos una fuerte polémica con posiciones tanto a favor como en contra de la medida. Pero monseñor Óscar José Trejos, secretario del arzobispo, declaró que: “El Sagrario no es una reliquia histórica (…). Por consiguiente, la Iglesia cederá esa parte a la Municipalidad cuando sea oportuno”.
Mas, en junio de ese año, cuando todo parecía perdido, por contemporizar –palanganear llamamos los ticos a eso– la Municipalidad capitalina revocó el acuerdo de demolición, y dejó a criterio de la siguiente administración el tema.
La avenida 2ª entre calles Central y 1ª, sin embargo, seguía estrecha. De modo que catorce años después, a pesar de ser el templo capitalino más antiguo, en mayo de 1972 se inició por fin su demolición; que se extendió hasta setiembre del mismo año.
La iglesia católica –que recibió un millón y medio de colones por el terreno– anunció que la capilla se reconstruiría varios metros al sur; como en efecto sucedió en 1975. Construida en concreto armado, la réplica es casi exacta y estuvo a cargo del arquitecto Hernán Arguedas Salas, de la empresa Consultécnica.
En ella se usaron los viejos vitrales y la balaustrada de hierro y mármol del presbiterio, y se reprodujo la pintura de las paredes. Su interior, como correspondía, se replicó suntuosamente; aunque el piso de ladrillo mosaico fue sustituido por terrazo y desaparecieron el coro y el órgano.
Desde abril de 1976, cuando fue inaugurada, y pese a ser un “falso histórico”, la nueva capilla del Sagrario ha seguido siendo el apacible rincón capitalino de fe y recogimiento que evocaba el cronista Vargas Coto ayer. Por eso, aún cumple a cabalidad su función espiritual en nuestra atribulada capital de hoy.