El miércoles 4 de mayo de 1910, una serie de fuertes sismos que venían sucediéndose desde mediados de abril, culminaron en el terremoto de Santa Mónica, que destruyó completamente la ciudad de Cartago.
Con la vieja metrópoli, desapareció entonces un edificio que estaba terminándose apenas, destinado a alojar a la Corte Centroamericana de Justicia. Obra de clara impronta neoclásica o greco-romana, el llamado Palacio de la Paz, era diseño del arquitecto costarricense Jaime Carranza Aguilar (1871-1930).
La Corte y su benefactor. Aquel tribunal –el primero de su tipo en el mundo– había empezado a funcionar en la ciudad de las brumas en 1908, un año después de que los cinco países centroamericanos acordaron constituirlo por medio de un documento suscrito en Washington.
Para construirle una sede adecuada, el millonario industrial y filántropo norteamericano Andrew Carnegie (1835-1919) había donado la suma de $100.000. No obstante, a punto de ser inaugurado, el edificio corrió la suerte dicha.
Afortunadamente, en noviembre de 1910 y para celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños, el mismo benefactor creó el Fondo Carnegie para la Paz Internacional y, dos años después, ofreció una suma similar a la anterior para levantarle otro inmueble a la Corte Centroamericana, a condición de que se eligiese otro lugar para edificarlo.
No obstante, antes del desencanto que la noticia suscitó entre los cartagineses –que esperaban que el palacio aquel fuera reconstruido en su solar–, ya los josefinos habían empezado a lanzar ideas, unas más peregrinas que otras, sobre el sitio ideal donde levantar de nuevo la obra.
Así, mientras se dijo que Carnegie quería que se levantara en el Parque Nacional, se propusieron también el terreno al costado oeste del Parque Morazán, así como la plazoleta del Edificio Metálico; a su vez, otros sugerían la Plaza González Víquez, frente a los que lo hacían con la Plaza de San Francisco de Mata Redonda.
Mas, finalmente, se acordó construir la nueva sede del tribunal en San José, en un predio ubicado en el todavía incipiente barrio Otoya, hacia el costado norte de la Plaza de la Fábrica. De tal modo, como muchas otras edificaciones de carácter político, económico y cultural de la élite josefina de entonces, el nuevo edificio se ubicó en el distrito del Carmen, el de más elevado valor en el uso del suelo desde fines del siglo XIX.
Faltaba, pues, elegir al diseñador y su diseño; y fue cuando el arquitecto catalán Luis Llach Llagostera (18XX-1955), entonces a cargo de varias obras para la English Construction Company, presentó su anteproyecto. La suya era una propuesta arquitectónica ecléctica, pero de fuerte contenido barroco y que, juzgada retrospectivamente, resultaba demasiado ostentosa para su austera función.
De restauración nacionalista
Sea como fuera, una vez más, y también por “sugerencia” de Carnegie, el diseño y la dirección de las obras quedaron a cargo de un arquitecto norteamericano. Así, una memoria de la Corte fechada el 26 de junio de 1917, consigna la visita:
“del Honorable señor Henry D. Whitfield, arquitecto, […] quien, el 21 de marzo del año en curso, presentó al Tribunal […] un mensaje de su ilustre hermano político el Honorable Mr. Andrew Carnegie; y también […] mostró a los Magistrados los planos bajo los cuales se está levantando el edificio que, una vez más, dona a la Corte el eminente pacifista americano”.
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Ciertamente, Withfield era hermano de Louise Carnegie, esposa del filántropo, lo que lo hacía su cuñado. Muy activo en el primer cuarto del siglo XX, su firma en Nueva York, Whitfield & King, trabajó para la Corporación Carnegie y fue responsable del diseño de muchas de las bibliotecas que la Fundación financió en los Estados Unidos y que constituyen lo más destacado de su obra construida.
Mas, arquitecto de su tiempo, la arquitectura de Withfield no escapaba a su época. Así, a partir de 1910, otro terremoto, en este caso político, sacudía al continente americano: la Revolución Mexicana. Esta, junto a otros eventos en Hispanoamérica y a la Gran Guerra europea (1914-1918), tendría fuertes repercusiones estéticas aquí.
Desde entonces, nuevas posiciones filosóficas y literarias empezaron a reivindicar lo criollo de origen hispano y colonial como lo propio de la América nuestra. Por supuesto, el arte y la arquitectura no escaparon de ese influjo que dio en llamarse de restauración nacionalista; y que en Costa Rica tuvo un adalid en el Repertorio Americano, la publicación de alcance continental que dirigía Joaquín García Monge.
Esa actitud estética, que reaccionaba frente a lo neoclásico como expresión de lo europeo por excelencia, muy pronto se vio atrapada en la moda historicista que era, pues sus modelos formales no solo estaban en las edificaciones coloniales de México o Perú; sino que muchas de sus mayores manifestaciones aparecieron en los Estados Unidos, pues de Florida a Los Ángeles, aquella fue la estética de los “ricos y famosos” de la época de los locos años veinte.
Por esa razón, no es casual que Withfield, tratando de sintonizar con la corriente continental en boga, utilizara una de las variantes de esa arquitectura neocolonial hispanoamericana -el llamado neobarroco hispánico- para el nuevo encargo de Carnegie. Sin embargo, pese a lo que pudieron ser sus intenciones, aquel intento de contextualización fue más bien criticado aquí.
En 1925, refiriéndose al fenómeno anotado desde las páginas del mismo Repertorio Americano, el historiador Ricardo Fernández Guardia decía: “La América Española tiene la suerte envidiable de poseer una arquitectura propia, característica, una arquitectura nacional y debemos esforzarnos en conservarla; no copiándola servilmente, como en el caso de la llamada Casa Amarilla, sino inspirándonos en ella, rejuveneciéndola”.
Palacio, castillo o casa
Es que el edificio ubicado en la intersección de avenida 7 y calle 11, es de una simetría absoluta y volúmenes puros con cubiertas a dos o cuatro aguas, solo interrumpidos por la elegante y barroca puerta principal, que se replica apenas en las dos laterales, más sencillas e idénticas entre sí, pero que nada tienen que ver con la poca arquitectura colonial que se conserva en Costa Rica.
Desde el sur, al inmueble lo componen un amplio volumen cuadrangular que alberga un patio central, con corredor un perimetral, al que interseca otro volumen de menores dimensiones y de mayor altura para formar un monitor con su techo. Por último, al norte, un volumen rectangular remata el sencillo conjunto, que edificó por contrato la dicha compañía inglesa.
Una vez terminado en 1916, y como su desaparecido antecesor, fue llamado Palacio de la Paz Centroamericana, aunque también se lo conoció como Palacio Carnegie, Castillo Amarillo o Casa Amarilla, denominación esta última que prevaleció por el tradicional color de sus muros. Icónica, así la evoca José Marín Cañas en su novela Tú, la imposible.
“Allí está el Palacio de la Paz, seudocolonial, rabiosamente jalde [amarillo subido] sobre el cobalto inmenso del padre Volcán”. Pues, ciertamente, la construcción se destaca, emplazada como está, donde el barrio Otoya comienza a empinarse ligeramente hacia el norte.
Para 1917, además, habilitadas ya las calles inmediatas a la Fábrica Nacional de Licores, la plaza de enfrente se convirtió en el Parque de la Concordia; lo que comunicó visualmente al recién inaugurado palacio con el Paseo de las Damas.
No obstante, la Corte Centroamericana de Justicia no llegó a sesionar nunca allí pues, a punto de inaugurarse su sede, caducó la convención de Washington y el tribunal desapareció. Así, sin un acuerdo para restablecerla, el Gobierno de Costa Rica solicitó de sus pares centroamericanos la anuencia para usar el edificio.
Sin objeción alguna, en 1920 se ubicó allí el Despacho Presidencial y, al año siguiente, se trasladó también al edificio la Secretaría de Relaciones Exteriores; cartera que, a partir de hace un siglo, el 8 de agosto de 1921, lo ocupa en exclusiva. Desde ahí y desde entonces, irradia Costa Rica su paz y su concordia al resto del mundo.