En julio de 1929, una encantadora nota del diario La Nueva Prensa recordaba cómo habían sido en San José las primeras proyecciones de cine: “Fue en el año 1895 cuando por primera vez, en el mes de julio, vino al antiguo Teatro de Variedades el primer aparato cinematográfico, anunciado en cartelones y programas con el nombre de “Cine Lumière”.
“El viejo teatro, (…) se llenaba de gentes de todas las condiciones sociales para admirar el maravilloso invento que hacía reflejar en una manta blanca las figuras humanas, manta que debía de humedecerse anticipadamente para obtener una mejor proyección. Era un aparato defectuoso, manejado con un manubrio, alimentado en su luz por un aparato de acetileno.
“Antes de dar comienzo a la función, un empleado incomodaba al público bajando las mechas de las lámparas de canfín que hacían la iluminación del teatro. Las vistas eran pequeñas representaciones del natural (…), y estas no duraban más de diez minutos. El público se daba por satisfecho de las representaciones y aplaudía entusiasmado las pequeñas vistas que se proyectaban”.
Los padres del cine
A pesar de lo evocador de su texto se equivocaba el gacetillero, pues en realidad el cinematógrafo había sido estrenado, apenas, el 28 de diciembre de 1895, en el conocido Salón Indio del Gran Café de París; donde se proyectaron, entre otras, las célebres vistas o filmaciones cortas Salida de la fábrica Lumière y la Llegada de un tren a la estación de la Ciotat.
Sus creadores, los hermanos Auguste (1862-1954) y Louis Lumière (1864-1948), habían patentado su invento hacía sólo unos meses; y esa patente era la culminación de una verdadera carrera que se había desatado entre inventores a ambos lados del Atlántico.
En efecto, si bien las imágenes en movimiento tenían en Louis Leprince (1842–1890) a su precursor, lo cierto es que para el momento de su desaparición, éste no había alcanzado a hacer una presentación pública de su invención; algo que sí logró Thomas Edison (1847-1931), que realizó su primera película en 1891 y los hermanos Lumière, que hicieron lo propio en 1892.
Así, en un primer momento, el célebre “Mago de Menlo Park” tomó la delantera con su kinetoscopio; aparato que, a pesar del avance que representaba, sólo permitía que una persona a la vez viera la imagen en movimiento, pues al parecer Edison no creía en el negocio de la exhibición masiva.
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Para 1894, el kinetoscopio ya circulaba por Europa, en especial, por Francia; circunstancia aprovechada por los Lumière para mejorarlo y crear su cinematógrafo, máquina capaz tanto de filmar como de proyectar imágenes en movimiento. Dos años después, en 1896, Edison presentaba en Nueva York el vitascopio –que había mostrado el año anterior en una feria–, con la pretensión de reemplazar al kinetoscopio y acercarse al cinematógrafo de los franceses.
Fue entonces, en 1897, que Edison comenzó la denominada «guerra de patentes» con los hermanos Lumière, para determinar quién había inventado la primera máquina de cine. En paralelo, toda el área del Caribe empezó a disfrutar de las giras itinerantes, muchas de ellas precipitadas, como producto de aquella rivalidad comercial.
Más, en San José de Costa Rica, al menos, lo cierto es que fue Edison quien ganó la carrera con uno de sus mejorados aparatos.
El teatrillo cucarachero
Para mediados de la década de 1890, a pesar de los servicios que prestaba al entretenimiento josefino, el Teatro de Variedades era calificado por sus críticos como el teatrito, bosquejo de teatro o teatrillo cucarachero, entre otros epítetos igualmente denigrantes.
Como comentaba un periodista del Diario de Costa Rica, a propósito de una presentación en noviembre de 1893: “El Variedades carece de toda ilusión, es pobre su vestidura, así como raquítica y contrecha es su fisonomía”.
En efecto, todo indica que el local aquel –cuyas puertas abrieran a fines de 1890– pese a las constantes remodelaciones, no llegaba a teatro en el sentido estricto; aunque fuera en su escenario donde los josefinos disfrutaron, por primera vez, de la opereta y de la zarzuela, allá por 1892.
De la misma manera –aunque sin sospecharlo siquiera por entonces– ahí serían testigos, cinco años después, de la atracción que fue calificada como “la gran novedad del siglo”. En efecto, el 17 de febrero de 1897, en una gacetilla titulada Teatro Variedades, el diario La República anunciaba: “Ya llegó la más grande maravilla del siglo 19. El Proyectógrafo de Edison. Seis únicas presentaciones. Primera función jueves 18 de febrero”.
Ese día, en el diario El Pabellón Liberal, el dueño del aparato, el profesor Harry J. Daniels, explicaba: “El Proyectógrafo es algo parecido al Kinetoscopio, pero mejorado por un mecanismo admirable y donde las figuras se ven mover, andar y gesticular del tamaño natural. (…) Es necesario ir al Variedades para convencerse de esta sorprendente invención”.
Junto a John Dowe, Daniels era colaborador del luego reconocido como una figura clave en los inicios del cine, Edwin Stanton Porter (1870-1941), quien había comprado los derechos de exhibición a la compañía de Edison y que, para entonces, había recorrido ya California e Indiana, antes de dirigirse al Caribe; aunque no está claro que San José fuera su primer destino en el área.
Más lo cierto es que fue así como, por el precio de un peso para adultos y 50 centavos para los niños, desde la luneta o desde los palcos, pudo nuestro público asistir, entre extasiado y asustado, sin duda, a ver la invención aquella que, con el tiempo, daría paso al llamado “séptimo arte”.
Del proyectógrafo al cinematógrafo
Para delicia de ese mismo público, las proyecciones diarias y nocturnas, como era de esperarse, se prolongaron más allá de lo anunciado; pues las seis funciones originales, del 18 al 23 de febrero, se prolongaron en realidad hasta el 6 de marzo siguiente, con matiné para los niños los domingos, nuevas vistas y hasta rebaja de precios.
Se proyectaban 30 vistas por función, entre las que destacaron las tituladas El beso de la viuda, El baile serpentino, Yendo al fuego, El baño de la mañana, El tren expreso de Chicago a Búfalo, El baile de los paraguas, Los baños de mar, El paseo competitivo, El bote salvavidas, La Plaza del Herald en Nueva York, La catarata de Paterson, El taller de carpintería, La mujer fuerte y El pescador solitario.
Las crónicas periodísticas dejaron constancia de aquel pequeño coliseo lleno “de bote en bote” y de “la satisfacción que se notaba en los semblantes con la exhibición de tan sorprendentes maravillas”, como señaló en una de ellas El Pabellón Liberal. De modo que, tras el éxito obtenido, el martes 9 de marzo Porter y sus colaboradores se embarcaron en la Mala Real Inglesa, para seguir su recorrido con rumbo hacia Barbados.
Como anota la investigadora María Lourdes Cortés: “Como en casi todo el mundo, la actividad cinematográfica surgió al amparo de la actividad teatral y se presentó como una novedad tecnológica, incorporándose a los espectáculos públicos que se presentaban en la capital (…)” (El espejo imposible, 2002).
De hecho, fue así como se conoció en San José al competidor del proyectógrafo de Edison; pues, menos de un año después de su presentación aquí, el 15 de enero de 1898, el diario La República anunciaba: “Pronto comenzarán en el Variedades las representaciones del Cinematógrafo Lumiére”.
Al día siguiente, La Prensa Libre aclaraba que lo que se presentaría era “un bonito y nuevo espectáculo de zarzuela española y cinematógrafo. El precio de las localidades es: por luneta, setenta y cinco centavos, y cincuenta por entrada general”. No obstante, dos días después, el mismo diario tuvo que admitir que “la concurrencia fue poca”.
En el hecho, casi con toda seguridad, ha de haber influido que, para ese momento, las vistas cinematográficas ya no eran una novedad en San José y, a partir de entonces, dejarían de serlo; pues el cine, entre nosotros, había llegado para quedarse.