En Los juncos salvajes (1994). François se mira en el espejo y repite, cada vez con más firmeza: “Je suis un pédé, je suis un pédé, je suis un pédé” (Soy un marica, soy un marica, soy un marica).
Al cine le tomó tiempo decirse lo mismo, desde las primeras cintas eróticas hasta el primer beso entre dos hombres en una película comercial (Wings, 1927), de los secretos a voces en filmes como Cat On a Hot Tin Roof (1958) a la orgía descarada de Flaming Creatures (1963).
La historia de la representación de la diversidad sexual en el cine no es lineal ni sencilla; no es una seguidilla de películas exitosas ni todas muy pulidas. Es una historia de cintas incendiarias, inconformes y disidentes, muchas deliberadamente chocantes y tan anárquicas como la sexualidad humana.
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No obstante, desde la privilegiada perspectiva de nuestro presente, tal rebeldía parece diluirse entre cintas llenas de buenos deseos y personajes amables. Una cosa es decir “soy marica” en el baño, a escondidas, como François, y la otra, en salas de cine de cualquier mall en el 2018, como Love, Simon. Aquello que debía ocultarse o disimularse, ahora circula orgulloso por los espacios comerciales y por las plataformas de streaming.
Sin embargo, ¿se ha perdido algo con la “normalización” de lo queer? En la era del #LoveWins –exportado por Estados Unidos y propagado por Twitter e Instagram–, la expansión de los derechos, el matrimonio igualitario, ¿queda espacio para la disidencia, lo raro y lo rebelde en el cine sobre las personas LGBTI?
Rupturas y rebeliones
Al inicio de la décadas de los años 90, todo estaba cambiando para el arte producido y consumido por los disidentes sexuales. La epidemia del sida había sido devastadora, como se recuerda en la reciente ganadora del Premio de Jurado en Cannes, 120 latidos por minuto.
En ese filme de Robin Campillo se ve la urgencia de la lucha por la supervivencia que afrontó toda aquella generación, diezmada por una enfermedad que los gobiernos europeos y americanos negaron por años. Era una guerra por la capacidad de representarse, de verse.
Los artistas gais, lesbianas y trans habían padecido especialmente aquella devastación, como lo muestra la trágica última película de Derek Jarman.
El británico había sido, por dos décadas, uno de los señeros rebeldes de la imagen, con delirios eróticos como Sebastiane (1976), con su martirio –sensual y doloroso– del santo más apropiado por la imaginación gay, San Sebastián, y la confrontativa Edward II (1991), con protestas por derechos gais en la Inglaterra medieval.
Casi ciego por complicaciones relacionadas con el sida, Jarman lanzaba su testamento en Blue (1993), que consiste de una sola toma ininterrumpida de azul saturado. Habla de su vida y su arte, de su enfermedad y de lo que vendría. Murió cuatro meses después.
El asunto de ver es fundamental en el cine sobre la diversidad sexual. Ser gay es evadir ciertas miradas para entregarse a la persecución impune de otras. Por su parte, el cine es el arte de dirigir la mirada, de hacerla ver como si todo fuera nuevo, distinto. La sexualidad oculta y prohibida y el oficio de iluminar, evidenciar y fingir son compañeros naturales.
En gran medida por ese motivo, cintas con personajes gais, lesbianas, bisexuales y trans –excluidos del cine mainstream, incluso el de aspiraciones más artísticas– tendieron, desde el inicio, a la experimentación, los juegos con la forma de narrar y de poner en imágenes.
Si la sexualidad no heterosexual era castigada en la sociedad, el cine le ofrecía un espacio para la fantasía. Excluido de los grandes circuitos comerciales (salvo excepciones como La Cage aux Folles, 1978), no tenía nada que perder, de modo que podía hacer lo que le diera la gana.
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Volviendo a los 90, propuestas radicales como la de Derek Jarman se enmarcaron en una tendencia definida por B. Ruby Rich en 1992 como New Queer Cinema. Queer significa “raro” y era un insulto homofóbico, pero en los años 80 y 90 empezó a usarse en la academia y el activismo como reivindicación de la diferencia y para expresar que la identidad es cambiante e inestable.
Con esa perspectiva, la académica agrupó bajo la sombrilla de New Queer Cinema filmes de realizadores como Gus Van Sant (Mala noche, 1985; My Own Private Idaho, 1991), Todd Haynes (Poison, 1991), Tom Kalin (Swoon, 1992) y Jennie Livingston, cuyo documental sobre la cultura drag, Paris Is Burning (1991), hoy es infinitamente citado en memes y GIFs.
La atención de los críticos consolidó y revitalizó una tradición de cineastas como Jack Smith o el mismo Jarman, e invitó a efectuar nuevas lecturas del cine del pasado.
La teoría cinematográfica queer, dice Michele Aaron, opera en tres niveles: la “exploración crítica de la imaginería queer y sus directores”, el queering retrospectivo de la historia del cine (ver filmes del pasado desde la noción de la sexualidad disidente y la identidad fluidas) y el estudio de las audiencias del cine queer (quiénes lo ven, cómo, qué sienten y cómo lo experimentan). Esta innovación teórica permitió replantearse cómo se había narrado la historia de las sexualidades por medio de su representación cinematográfica.
Así, los 90 fueron años de efervescencia, con arte radicalmente nuevo y rompedor que se desbordaba del circuito de espectadores LGBTI y sacudía las nociones del cine.
De hecho, el cine queer fue fundamental para la consolidación del cine indie estadounidense en esa década.
Esa también fue una época en la que empezó la “normalización” de lo gay, con el obvio y necesario avance en derechos y respeto para las personas no heterosexuales que hoy alcanza nuevos logros en el reconocimiento del matrimonio igualitario, las identidades trans y la integración social.
¿Qué implicaciones tiene esto para un cine que era, por su misma esencia, marginal, rebelde y anárquico? ¿Qué pasa con un arte que no se proponía solo representar la diferencia, sino desbaratar la idea misma de “normal”?
Para críticos como Tom Joudrey, hemos llegado a un punto en el que el cine LGBTI de hoy prefiere olvidar aquel pasado rebelde para caer bien, ganar el Óscar y decir “nosotros somos como ustedes, todos somos iguales”. No obstante, tal visión aplana la diferencia, entendida como diversidad y puede hacernos perder de vista problemas aún urgentes, como el deplorable trato a las personas trans en todo el mundo.
El payaso, el enfermo y el niño
No todo el cine sobre personas LGBTI apuesta por la diferencia ni la mera aparición en pantalla garantiza una representación rica y compleja. Por años, aún aquellas cintas con buenas intenciones, como Philadelphia (1993), caían en lugares comunes.
Aunque esa película protagonizada por Tom Hanks contribuyó a aplacar los prejuicios en torno al VIH, hacía de su protagonista una suerte de mártir cuyo padecimiento era ejemplarizante, un cliché abundante en el cine LGBTI.
Es más, podríamos esbozar tres grandes lugares comunes que se reiteran una y otra vez en docenas de películas de ayer y hoy. El gay –y casi siempre era así, hombre homosexual– era un payaso, una caricatura para entretenimiento de los protagonistas; un enfermo, cuya tragedia lo santificaba y limaba sus asperezas tan humanas; y el niño, infantilizado e ingenuo, que se “descubre” como gay.
Eso no quiere decir, por supuesto, que todas las películas que toquen ese tipo de personajes se tambaleen. Moonlight (2016), de Barry Jenkins, es una historia de “salida del clóset” de un niño-hombre, pero es sutil y compleja al ver cómo raza, clase y sexualidad se entrelazan dentro y fuera del individuo.
Una mujer fantástica (2017), de Sebastián Lelio, y Abrázame como antes (2106), del costarricense Jurgen Ureña, trascienden la exotización de las mujeres trans y reconocen su complejidad, sus contradicciones, su humanidad.
Eso lo apreciamos en las películas que siguen saliendo de contextos muy distintos y que buscan los rincones de lo desconocido: Heartstone (2016), en el campo helado de Islandia, o The Wound (2017), en una tribu sudafricana.
Sin embargo, para críticos como Joudrey, mucho cine queer contemporáneo es cómplice de una tendencia a aplanar la diferencia, a decir “seamos normales para que nos quieran”, y en sus peores manifestaciones, adopta el tono regañón de la sociedad heterocéntrica y misógina: sean gais, pero bien portados; sean lesbianas, pero no dejen de ser femeninas; sean trans, pero no tanto.
Voces disidentes
En un excelente ensayo publicado en Vulture, E. Alex Jung coincide en que la disidencia parece haber cedido el sitio a la complacencia de clase media, a la canonización de santos gais (Milk, por ejemplo) y a la visión conservadora del matrimonio como máximo triunfo social y realización personal.
“El liberalismo de Hollywood y el mercado han convergido para crear un ambiente donde ser ‘el primero’ se confunde con innovación, cuando en realidad es solo evidencia de que la gente gay puede ser comercialmente viable también”, escribe el crítico. Es lo que llaman pinkwashing, la apropiación de las luchas LGBTI por la retórica del mercadeo “progre” y amable.
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¿Se acabó, pues, la innovación en el cine queer? Si nos dejamos arrinconar en las lecturas superficiales del “pobrecito”, el santo y el héroe, sí. Si vemos Moonlight superficialmente, nos perdemos de su narración fragmentaria y desestabilizadora. Si vemos Call Me By Your Name (2017) como mero romance veraniego, nos perdemos su articulación del deseo como lenguaje, como potencial creativo. Hay que leer de forma queer.
Y por otra parte, seguimos encontrando riesgos y apuestas, como el cine confrontativo y fantástico de João Pedro Rodrigues (con El ornitólogo, 2016, un sueño erótico inspirado en San Antonio), los filmes abiertamente perversos y disidentes, como L'inconnu du lac (2013), de Alain Guiraudie, o formas de narrar distintas, como el protagonista colectivo, como grupo político, de 120 latidos por minutos, un filme que además juega con las fronteras entre la recreación dramática, la ficción total y la memoria histórica.
En ejemplos como estos entendemos que lo queer es forma y contenido, no solo la conversión de un personaje heterosexual en uno homosexual para complacer al mercadeo pretendidamente progresista. Recordemos la furia de Hedwig and the Angry Inch (2001) o la demoledora violencia de Happy Together (1997), que juegan con la forma tanto como con el "contenido" de sus personajes, haciendo queer el filme mismo.
Y no faltan, claro, fronteras por explorar: los personajes no heterosexuales en géneros como la ciencia ficción y el terror más allá de la caricatura; los territorios donde ser queer sigue siendo condena de muerte; las sexualidad distinta vivida en la marginalidad económica.
Por eso una película como Tangerine (2016), de Sean Baker, puede ser tan poderosa. Narra como le da la gana y, filmada con iPhone, captura en su vívida intimidad la experiencia marginal de dos mujeres trans. Se divierte, reclama, expande nuestra capacidad de imaginar otras formas de ser, de hacer familia y de alcanzar la felicidad.
El cine queer lo que quería era derrocar la norma y diluir la identidad, algo que no tiene que ver solo con la sexualidad, sino también con la forma en que imaginamos un mundo más diverso, más amplio y más justo.