“Yo sigo luchando. No sé por cuánto tiempo más, sigo luchando en una batalla, que es hacer cine vivo y no solo hacer otra película”; esto aseveró Agnès Varda y lo remarca el crítico de cine Richard Brody en un artículo para The New Yorker. Esta pequeña manifestación de intenciones podría describir el compromiso que la directora francesa ha erigido como norma vital.
Un decir propio
La obra de Varda es un testimonio de un tenaz esfuerzo por jugar con los límites de lo que se suele llamar cine. Se da a la tarea de retar los cánones y convenciones, subvertir las normativas cinematográficas, cuestionar las fronteras entre el documental y la ficción, lo narrativo y lo experimental y lo que puede ser (o no) cine.
La directora propone la instalación, la escritura, el performance, el ensayo y el videoarte como manifestaciones posibles dentro de una misma expresión innovadora.
Sin duda, este acto de rebeldía de la cineasta se dio, en parte, gracias a la ebullición cultural y cinematográfica que fue la Nueva Ola francesa. Cineastas que se han convertido en verdaderos íconos del sétimo arte como François Truffaut, Jean Luc Godard, Chris Marker y Jacques Demy (quien fue esposo de Varda), en una suerte de zeitgeist intelectual, teorizaron sobre y desde la disciplina cinematográfica y experimentaron de manera prodigiosa con las posibilidades creativas a disposición.
Esta voz ha sido utilizada por la directora también como activista, que se contrapone al machismo regente en la gran mayoría de las grandes tendencias artísticas del siglo XX.
La Nueva Ola Francesa, así como el dadaísmo, el surrealismo y el arte pop, fue un movimiento en el que imperó la representación masculina. De esta manera, Varda comparte paralelismos con cineastas como Chantal Akerman y Marguerite Duras, al realizar una producción fílmica con sensibilidad de género a pesar del discurso masculino imperante en tales movimientos artísticos.
En la Nueva Ola Francesa, actrices como Anna Karina, Jean Seberg o Brigitte Bardot retrataron con maestría ideales femeninos o femmes fatales, pero fueron, en mayor o menor medida, ajenas a la creación del guion o el trabajo de la dirección.
Sin embargo, Varda se posiciona como una de las pocas figuras femeninas de la Nueva Ola en dirigir cine, en una época en que la representación femenina quedaba prácticamente confinada a ser la musa del director.
La vida propia como material
Si bien Varda comenzó su tránsito artístico enamorada de la fotografía, desde temprana edad dirigió su mirada al cine. Dentro de la lista de audiovisuales clave de la francesa se encuentran La Pointe-Courte (1955) y Cleo de 5 a 7 (1962), sus dos primeros largometrajes, los cuales, a pesar de realizarse con un presupuesto muy escaso, lograron evidenciar el potencial de la directora para hacer un cine diferente y de calidad.
Ambas películas, en blanco y negro, relatan historias íntimas y emocionales, protagonizadas por personajes cotidianos, sobre eventos que ocurren en un tiempo muy reducido. La marca de la directora son relatos que pueden ocurrirle a cualquier persona, pero que adquieren un halo extraordinario mediante una habilidosa puesta en escena y excepcional pulso narrativo.
Las creaciones de Varda han sido variopintas; sin embargo, podríamos trazar otro común denominador: su interés por las posibilidades del sétimo arte para recuperar la memoria biográfica y cultural.
De esta manera, nos ha ofrecido películas como Las cien y una noches (1995), que presenta a Simon Cinéma, quien ha perdido la memoria y representa al cine mismo; muchas figuras del cine (tales como Marcello Mastroianni, Alain Delon y Harrison Ford) acuden a su casa para recordarle sus más grandes momentos.
Con esta temática se encuentran documentales tales como Los espigadores y la espigadora (2000), en que toma de inspiración la pintura Las espigadoras, de Jean-François Millet, para reflexionar sobre que hacer cine es, en cierta forma, un ejercicio de espigar recuerdos, en que se recogen y seleccionan imágenes.
La memoria adquiere también un papel fundamental en Las playas de Agnès (2009), todo un ejemplo de un ensayo autobiográfico, en el cual Varda recorre su vida, sus recuerdos y sus 80 años de vivencias. El conocido crítico de cine Rogert Eberd afirmó que el filme era, al mismo tiempo, “un poema, una canción y una celebración”.
Al apreciar la carrera cinematográfica de Varda, encontramos una constante depuración de lo que el teórico de cine Emmanuel Larraz denomina como una “ego-escritura”, un esfuerzo por imprimir en cada audiovisual un destello de la vida propia, de biografía y de recuerdo, en que se utiliza la cámara como un arma contra el olvido.
Rostros y lugares
Rostros y lugares es el título de su más reciente película, nominada este 2018 al Óscar a mejor largometraje documental. Con este trabajo, la directora muestra cómo, a sus 89 años, tiene mucho cine que mostrar y una gran habilidad para conmover.
En Rostros y lugares, ella se alía con el fotógrafo y artista gráfico urbano francés Jr, quien codirige la película. Ambos visitan pequeñas comunidades, conocen a los habitantes de los pueblos y crean grandes retratos de esos personajes, con lo cual se crea un sentimiento de identidad y de unión en los lugares donde se presentan.
Casas, camiones y diferentes abastecimientos quedan cubiertos así de retratos de historias anónimas, de pequeñas aventuras que se cuentan en un solo fotograma, por medio de los gestos ínfimos de aquellos a quienes se fotografía.
La distribuidora Pacífica Grey presentará Rostros y lugares en Costa Rica. El espectador tendrá la oportunidad de mirarla en pantalla grande a partir del 12 de abril, día en que se estrenará en el Cine Magaly.