El ambiente estaba pesado, el calor se intensificaba, la rayería se escuchaba en la lejanía, el cortejo se detuvo. Un nutrido grupo de parientes, amigos y curiosos, todos vestidos de negro estricto, hicieron paso a los que llevaban la enorme y pesada caja de metal, para que la posaran en el suelo.
Ahora era el turno del sepulturero, quien empezó a hacer el hueco; pasaban los minutos y el hombre seguía rompiendo la piedra y el ladrillo. Los rayos cada vez más cerca amenazaban con un fuerte aguacero, pero el sepulturero no terminaba y la angustia de los presentes se acrecentaba.
“¡Abrid más ese hueco!”, empezaron a decir algunas las voces…
“Abrid más ese hueco:
¿No veis que allí no cabe lo que ha sido mi vida?”
Las voces secas, roncas y cada vez más de ellas, repetían sin cesar…
“Abrid más esa tierra,tal vez allí me llegue más la compañía de un eco…
Para tanto que he amado, para tan largo sueño,
¿No veís que es muy pequeño?”
Una y otra vez se oía el incesante murmullo de sus amigos que repetían aquellos escritos premonitorios… A los presentes se les hacía la piel de gallina conforme pasaban los minutos y se seguía repitiendo al son del martillo:
“!Abrid más ese hueco!
Que tal vez a este cuerpo le quede algo de vida.
Y para que no pierda su contacto de cielo
Cuidaréis de que ese árbol jamás llegue a estar seco
Y que hunda sus raíces profundas en el suelo.
“¡Abrid más ese hueco!”
Las voces se acrecentaban, también la rayería que cada vez más cerca hacía gran estruendo, el sepulturero se limpiaba las gotas de sudor y seguía horadando el ladrillo, ese hueco que hacía no era lo suficientemente grande para aquel catafalco enorme como su dueño. Pum, pum, pum…
Max se hacía presente, cada vez más…, todos lo sentían. Aquel hombre, tan lejano y tan próximo, aquel artista maduro, innovador, quien había pintado, esculpido, grabado y escrito profusamente; el que había puesto el arte costarricense de frente a las corrientes vanguardistas había muerto a los 47 años en Buenos Aires, lejos de su patria cuando estaba a punto de inaugurar una exposición en el Museo de la Plata.
Max, Maximiliano Jiménez, dejó oír su ÚLTIMA SÚPLICA:
“¡Abrid más ese hueco!
¿No veis que es muy pequeño?
Tal vez alguno quiere deseternizar mi calma…
Tal vez su corazón ya ande de fantasma
En busca de su dueño…”
La enorme caja se deslizó hacia adentro, la lluvia cayó incesante y copiosamente…
-“ ¡Inés, hermana! ¿no me oye?
Este libro es suyo”.
La dedicatoria de Revenar cobró vida y los dos hermanos se unieron por fin.
Lo que narro es historia cierta, no el devaneo de la inspiración, ya que entre los deudos presentes estaba mi padre, quien fuera el que me relató estos hechos que lo marcaron.
El artista
Max Jiménez (1900-1947) murió en Buenos Aires en donde estaba preparando una exposición por encargo de Emilio Petorutti, su amigo, quien era el director del Museo de la Plata. Había viajado con su esposa Clemencia Soto y sus dos pequeños hijos. Para poder repatriar su cuerpo -según relatos de la misma Clemencia- tuvieron que meter el ataúd entre otro de metal que era muy grande.
Revenar (1936) es una obra suya de madurez, en donde Max revela las angustias que le asedian y hay un signo premonitorio cuando escribe La Última Súplica, que es el verso que apuntamos en este relato y es parte de ese libro que él había dedicado a su hermana Inés quien murió muy joven.