El 2 de marzo de 1950 debe figurar en las páginas de la historia teatral del país por un acontecimiento bastante suigéneris: se escenificó con toda “pompa y circunstancia”, en el Teatro Nacional, el auto místico La Virgen de los Ángeles, del abogado y dramaturgo costarricense Alfredo Saborío Montenegro, bajo su dirección.
El autor no era desconocido. Había debutado en la escena costarricense (Teatro Nacional) el 10 de abril de 1938, con un “drama histórico” en verso, titulado Juan Santamaría, con música del maestro Julio Mata. El elenco estuvo compuesto por un grupo de profesores y estudiantes del Instituto de Alajuela, preparados por su director, Hernán Zamora Elizondo.
También intervino un coro de estudiantes dirigidos por Carlos Gutiérrez. En diciembre de ese mismo año, el auto místico La Virgen de los Ángeles había tenido un estreno modesto en el Teatro Nacional.
Lo de 1950 fue completamente distinto. En febrero se conmemoraba el primer centenario de la erección de la Diócesis de Costa Rica, y se habían programado una serie de actos de gran significación religiosa, gubernamental, institucional, cultural y popular. No era para menos, pues es sabido que mediante la bula Christianae Religionis Auctor, emitida por el papa Pío IX, el 28 de febrero de 1850, se creó la Diócesis de Costa Rica; es decir, dejaba de depender de la de León de Nicaragua.
Se estableció –entre otros asuntos– que los límites de la diócesis eran coincidentes con los del Estado-nación costarricense, su sede episcopal sería la ciudad de San José y, por lo tanto, su iglesia (la dedicada al patriarca San José) adquiría la categoría de “catedral”. Como se concluirá fácilmente, se trataba de un acto con repercusiones no solo en lo eclesial sino también políticas, que le permitían a Costa Rica reafirmarse en su independencia, autonomía, límites geográficos y fisonomía.
Volviendo a las celebraciones de 1950, la Patrona de Costa Rica se trasladó, en procesión solemne desde Cartago a San José en una carroza que simbolizaba el Arca de la Alianza.
Casas, comercios y esquinas, a lo largo del trayecto, fueron adornados con arcos triunfales y ramos de flores. Víctor Manuel Sanabria, arzobispo de San José, el nuncio apostólico, el presidente de la República, el vicepresidente de la Asamblea Legislativa y un grupo de prelados encabezaron la procesión.
En la Catedral Metropolitana, la imagen se quedó una semana y fue visitada por grupos de peregrinos de distintas partes del país. Las crónicas y las fotografías de la época dan cuenta de la trascendencia de tal acontecimiento y confirman las palabras del reconocido historiador Vladimir de la Cruz, de que la Virgen de los Ángeles es “el símbolo religioso más preciado del pueblo costarricense”.
Al término de su estancia, la imagen regresó a Cartago, con gran fastuosidad y protocolo.
Entre los actos culturales destacó la escenificación, en el Teatro Nacional, del auto místico La Virgen de los Ángeles, obra escrita en verso, dividida en tres actos que trata del “sublime hallazgo” de “la Divina Negrita” el 2 de agosto de 1635, en la Puebla de los Pardos, Cartago. La música, con título homónimo, fue escrita por el maestro Julio Fonseca. La orquesta estuvo bajo la batuta del maestro Efraín Prado Q. y participó un coro de más de cincuenta personas.
El montaje fue lujoso y cuidado en todos sus detalles: actuaciones, vestuario de época, iluminación, decorados y, por supuesto, la música y las voces. El elenco lo conformaban: Rosa de Alfaro (Mercedes Pereira), Flory Jiménez (la pardita Juana Pereira), Ivette de Vives (Señá Rosario), Roberto Desplá (Cura coadjutor Alfonso de Sandoval), Rodrigo Güell (Gobernador y Capitán General don Bartolomé Enciso), José Márcol (Don Manuel de Oreamuno), Juan Valverde (Don Andrés de Oreamuno), Mario Pérez (Antonio) y José Luis Soto (Liborio), más una serie de figurantes: sacristán, monaguillos, lanceros, labradores, españoles, mulatos y ángeles. Estos últimos aparecían en el cuadro final, titulado “Apoteosis”.
Los precios de entrada eran: en luneta, palco y butaca, ¢8; en palco de galería, ¢5 y en galería general, ¢3.
El sacerdote Rosendo J. Valenciano se refirió al texto de Saborío Montenegro así: “El tejido dramático en la obra que acoto es natural, de encantadora sencillez, sin rebuscamientos ni alambicamientos que lo hagan pesado; y el tema místico se gana ya las voluntades anticipadamente, por ser no solamente religioso, sino también porque toca las fibras íntimas de nuestro cariño religioso patrio… Juzgo yo que el Teatro no dará cabida suficiente a los espectadores, el día en que se dé esta bellísima obra…”.
Así fue: el Nacional resultó insuficiente para el mar de gente que quería ver la obra y fue necesario programar repeticiones para satisfacer la demanda. La euforia era total. A finales de mayo, se ofreció una función de matiné a beneficio de la reparación de la iglesia de La Soledad.
En una de las crónicas periodísticas se leía: “La obra mereció constantes y nutridos aplausos tanto por su bellísima y lujosa presentación, como por el romance poético que relata los milagros de la Reina de los Ángeles, todo adornado con la inimitable música de Julio Fonseca, estrenada esa noche y escrita especialmente para la obra. La declamación de los brillantes actores es perfecta”.
Un asistente que publicó su parecer indicó que la noche del debut se había asistido a una “cabal interpretación escénica” y que “todos los artistas fueron, sin excepción, calurosamente aplaudidos”, porque su actuación fue “magistral”.
Paralelamente a ese evento, la emisora radial Nueva Alma Tica hizo la transmisión de un radio-teatro titulado El robo de la Virgen de los Ángeles. No se indicó el autor del texto.
Como se infiere de esta somera reseña, el “teatro con aspiraciones” se iba abriendo camino con confianza y firmeza; y el público respondía.
Según mi parecer, eventos como el comentado se sumaron a los muchos que se darán en las décadas del cincuenta y el sesenta, los cuales irían conformando un basamento sólido, suficiente para sostener una década de mayores alcances como será la del setenta.