Es una mujer con dos nombres: Lara Ríos, autora que ha hecho la delicia de los chicos con tantas historias, en especial las aventuras del tequioso Arturo Pol, y Marilyn Echeverría, mujer incansable, que pinta, talla madera, tiene espíritu emprendedor, es mamá, abuela y bisabuela. Hace dos décadas, a ella, que vive por las dos, un diagnóstico la dejó sin palabras: síndrome de Tourette –trastorno del sistema nervioso caracterizado por tics y movimientos sobre los cuales no se tienen control–. Asumió que no podía escribir más, le dijo a todos que se retiraba porque nada sería igual; sin embargo, su futuro fue muy diferente al trágico pronóstico que se autoproclamó.
Ahora, a los 85 años, anuncia sus tics y que le puede faltar el aire al hablar debido al Tourette, para poder conversar en paz acerca de su libro más exitoso, Pantalones cortos (1982), de cómo los niños la ayudaron con su depresión tras saber que tenía el síndrome y su literatura. Las aventuras de Arturo Pol, ese niño hiperactivo inspirado en las historias de su hijo Rudy, no solo han sido tan vendidas y tan leídas, sino que ahora protagonizan un montaje en el Teatro Espressivo (Momentum en Pinares).
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Y esta mujer con dos nombres ha vivido varias vidas en una: la de escritora, la de la emprendedora que le vendía pasta para lasaña, ravioles y hasta granola a los supermercados, la de la mujer que cosechaba espárragos en una huerta para el iraní del barrio, la de la pintora e inquieta que hacía y tallaba muebles, la de la señora que llevaba cuanta clase podía. Sí, la mamá de Arturo Pol ha sido tan hiperactiva como él.
–¿En qué se le ha convertido este libro Pantalones cortos?
–En una sonrisa porque cada persona que me encuentro, me dice: “Leí Pantalones cortos y gocé mil” o “Lo he leído dos o tres veces y he gozado millones”. Lo escribí con la idea de que las mamás que tienen chiquitos hiperactivos se tranquilizaran porque yo también tenía uno y estábamos pasando por lo mismo todos. Ahora, me doy cuenta de que aunque no fuera por lo hiperactivo, todo el mundo se muere de risa con las aventuras de Arturo Pol.
”Para mí, lo más grande es ver una sonrisa en la cara de un chiquito, una carcajada que le saca las aventuras de Arturo Pol. Porque de eso se trata de dar humor en la literatura infantil; eso es muy importante”.
–¿Cómo fue el proceso para crear este libro? ¿Lo escribió de un tirón o fue acumulando las anécdotas?
–Fui guardando las historias y, cuando me di cuenta, ya tenía un cerro. Entonces, yo dije: de aquí sale un librito. Igual me pasó con Algodón de azúcar (1976); yo leí en América del Sur el cuento de María Elena Walsh, Tutú Marambá; lo leí, lo leí y lo volví a leer. Y vine escribiendo al estilo María Elena Walsh: era una poesía jocosa, diferente a la que había aquí, porque la de ella era juguetona, lindísima. Me encantó ese estilo. Me levantaba a las 2 de la mañana y tenía que tener un papel y un lápiz en la mesa de noche para poder escribir; a la mañana siguiente, me despertaba y me preguntaba: ¿qué habré escrito? Leía y decía: la verdad, no está tan feo y lo guardaba. E hice otro y otro hasta que tenía un cerro de poemas y así salió Algodón de azúcar.
”La peor parte de Pantalones cortos es que era mi segundo libro y me voy con mi hermana a la librería Trejos (en avenida central, al pie de Cuesta de Moras) para ver cómo estaba la venta. Llego y le digo al muchacho: ‘Mire, ¿tiene Pantalones cortos?’. ‘No, no señora, aquí no vendemos ropa’. Ay, qué tristeza, me sentí tan afligida (ríe). Aún no había llegado a la librerías.
”Todas fueron historias que nos pasaron. Una me pasó a mí: la del carnicero. La avenida central iba de este a oeste y había un edificio donde estaba Sears; yo venía manejando sin la luz direccional porque se me había descompuesto. Venía con Arturo Pol en el carro; íbamos a hacer un mandado. Tenía que cruzar en la esquina, así que saqué la mano para cruzar a la derecha y venía un ciclista que no me vio la mano; diay, yo crucé y lo arrollé. Cuando vi fue unos intestinos, unos sesos, un zapato… Le digo: ‘Mijito, maté al ciclista. Ayudame, ¿dónde está la cabeza?’. Y en eso veo un hígado. Se acerca un policía de Tránsito y me pregunta: ‘Señora, ¿qué le pasó?’. ‘No ve que maté un ciclista; le ando buscando la cabeza’. ‘No, no, usted no ha matado a nadie; lo que agarró fue a un carnicero. Lo que tiene que hacer es irse ya que me está haciendo una presa del carajo’. Yo me monté al carro con las piernas en un puro temblor; nos fuimos a la casa y no hicimos ningún mandado”.
–¿Cuánto tardó en hacer ese libro?
–Un año. Yo tardo un año en cada libro. Solamente he durado más con Verano de colores (1990). En ese momento, yo trabajaba todo a máquina y me compraron una computadora, pero yo no sabía guardar nada. Escribí los capítulos 13, 14 y 15; de pronto, se estalló el transformador, me quedé sin luz y me quedé sin esos capítulos porque no había guardado nada. Mis hijos me decían: mamá tenés que terminar ese libro, y yo les respondía: no, no me da la gana porque ya se me fue. Mis hijos me insistieron y me dijeron que se los enseñara a Lilia Ramos; así que lo escribo y me voy donde Lilia ya con el libro terminado. Llego, me dice que está muy bonito y me prestó una colección de Anaïs Nin, firmada por Anaïs Nin, y me robaron el libro y la colección de Anaïs Nin. Fue tremendo. Llegué a la casa y dije: no, no vuelvo a escribirlo jamás; este hijuemialma libro no va a salir. Después, lo volví a escribir por pedido de mis hijos un 24 de diciembre. La tercera vez fue la vencida.
–Hace una década, se había dicho que se habían vendido 350.000 ejemplares de sus libros. Sin duda, esa cifra ha cambiado. ¿Por cuántos van?
–Sí, ha cambiado, porque se han vendido montones y no solo en Costa Rica, se publican en México, Colombia, Guatemala, Panamá y otros países, y la mayor cantidad de ventas son de Pantalones cortos. Sin embargo, no tengo ni la menor idea de cuántos se han vendido.
–No ha sido traducido a otro idioma…
–No, aunque le voy a proponer a la editorial traducirlo al inglés. Los traducidos son Mo, que está en tailandés, y La música de Paul, que está en francés e inglés.
–¿Quién fue el primero que leyó Pantalones cortos?
–El marido; lo leyó y se divirtió mucho.
–¿Cómo llegó a publicarse?
–¿Quién me publicó por primera vez? Creo que fue Norma; claro, fue Norma. Ronald, mi hijo menor, era el dueño de Farben y tenía una gran conexión con Norma. Él llevó Pantalones cortos a Colombia para proponérselo a los grandes jefes de Norma.
–¿Y qué dijo Rudy, quien inspiró a Arturo Pol, cuando lo leyó?
–Rudy tenía unos 15 años. Yo le quería poner al libro El pormediario de Rudy. Él me dijo: ‘No, mamá; me opongo rotundamente a que me mencionés a mí. Buscate otro nombre’. Le puse ese nombre porque todos los chiquitos de las escuela usaban pantalones cortos; luego, usaban pantalón largo.
–¿De dónde salió el nombre de Arturo Pol?
–No sé. Del Espíritu Santo, supongo.
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–Usted no ha sido partidaria de la moraleja, como mucho escritores de literatura infantil, pero sí del humor. ¿A qué se debe esta decisión?
–Sí, fijate que acabo de publicar Los corales mágicos y estoy hablando del problema que tenemos en el país de que los corales se están muriendo por la basura, por los fertilizantes que están echando en los ríos, por el calentamiento del mar… Creo que es importante que los niños se enteren de los problemas que estamos teniendo de una manera inteligente y jovial. No puede ser que todo el tiempo sean historias de hadas. En algún momento, tiene que hacerles uno consciencia.
”Ahora va a salir en estos días, un libro sobre bullying; son cuatro cuentos que empecé cuando me enteré lo del colegial que murió frente al tren; me dije: qué barbaridad, esto no puede quedar así. Tenemos que hablar de esto. También estoy escribiendo sobre el compostaje; tengo en la computadora un cuento bonito sobre una chiquita que, con la ayuda de los papás, hace compostaje. Después, esa tierra deliciosa se tira en el jardín y tendrá una huerta divina. En el proceso del compostaje, hay un gusanito, que se llama Dany…
[Empieza a contar el cuento]
–¡Hola, Ilse!
–Uy, yo nunca he visto un gusano que habla.
–Sí, yo vine aquí a asistir a la fiesta del compostaje.
–¿Cual fiesta?
–En todo esto que estás haciendo aquí, con tus papás, hay una fiesta: salen honguitos, salen larvas…
”Y así Dany le explica lo que pasa dentro del cajón del compostaje y que sale esa tierra deliciosa que va a abonar el resto. Eso es importante que los niños lo sepan. No solo es para la gente grande, sino para que los niños crezcan con esa idea”.
–¿Por qué conscientemente ha evitado las moralejas?
–Ay, qué pereza, es que es un regaño escondido, no abierto. Yo soy más franca; me parece que hay que decir las cosas como son.
–Recuerdo que hace unas décadas, usted dijo que se retiraba y que…
–Sí, que iba a matar las hadas. Claro, fue cuando me salió el síndrome de Tourette.
–Veo que asumió el síndrome de otra forma y siguió escribiendo.
–Yo creí que con el Tourette no podía volver a escribir; así que muy triste, maté las hadas, maté los duendes, y dije no vuelvo a escribir, no puedo. Luego, me di cuenta de que sí se puede. Es más, gracias a Dios, he estado creando más libros de los que hice antes del Tourette. O sea, no fue un impedimento y eso quiero hacérselo saber a todos los niños que tienen Tourette. No pasa nada; la mente sigue funcionando. Que hace uno hace bulla, que hace feo, que hace tics, sí, pero uno puede seguir viviendo, hacerle frente al asunto y decirle a la gente: aquí estoy, con mis problemas, pero seguimos adelante. La vida sigue. A una la pusieron aquí en la vida a hacer algo y, pues, lo hago. El Tourette me ha ayudado a ser valiente.
–Cuando mató a las hadas y duendes, supongo que apenas estaba digiriendo el diagnóstico. ¿Qué pasó en ese momento? ¿De qué forma lo afrontó?
–Me dio la depresión, y uno con depresión cree que no puede hacer nada. Yo me dije: estoy imposibilitada, no me da la mente, pero le hice frente y salí.
–¿Cómo fue que volvió a escribir?
–Los chiquitos fueron los que me sacaron del hueco porque me comenzaron a llamar de las escuelas para ir a contar cuentos. Yo iba con mis libros y les leía; cuando los oía reír y tan contentos con las historias, fui saliendo, fui saliendo. Esas visitas a las escuelas me ayudaron montones.
–Usted siempre ha sido muy franca sobre el síndrome…
–No se puede esconder el Tourette porque uno hace muecas, cambia la voz, se quiere ahogar… Tengo un bisnieto de un año y cuatro meses, al que amo, y me identifica porque estoy moviendo el pie; ve qué bandido.
–¿De qué forma ha cambiado su literatura con el Tourette?
–Ahora sí me doy cuenta de estos problemas tremendos que están pasando y también me doy cuenta del bullying que le hacen a la gente por tener Tourette y otras discapacidades. Eso no puede ser.
”A mi hija le hacían bullying en la escuela. Mi hija me pedía una peseta. Yo le decía, bueno, mijita para qué la querés; mamá, para comprar algo. Luego, otra vez, mamá me das una peseta; ¿otra vez?; sí, me la comí en unas empanaditas. Y así constantemente. Hace unos años, me dijo que le pedían una peseta para poder jugar. Entre los cuentos del bullying está ese. No tienen moraleja; solo están contadas las historias”.
–A usted le costó mucho comenzar a escribir. ¿Cómo recuerda aquel momento?
–Sí, de verdad, a mí me costó mucho el inicio de mi escritura porque, en ese entonces, no se acostumbraba mucho a que la mujer escribiera. Terminando de salir Algodón de azúcar, una alemana se acercó a mi marido y le dijo: “Werner, ¿usted permite que Marilyn escriba?”. Y él le dice: “Sí, claro, yo le doy permiso”. ¡Yo me doy permiso! ¿Usted se puede imaginar?
–¿Y qué dijo usted ante eso?
–No se podía decir nada antes. A mí mis papás y mi marido no me dejaron entrar a la universidad; por eso, soy autodidacta, pero cogí todo tipo de clases y cursos. ¡Qué pereza!, ¿verdad?
–¿En algún momento le reclamó por no haberla dejado ir a la universidad?
–No, nunca le reclamé porque yo sé que era otro momento. Papá me dio permiso de ir a Estados Unidos a estudiar; sin embargo, yo sabía que no teníamos suficiente dinero para que me mandaran a Estados Unidos. Yo dije: no, no, yo no soy de estudiar afuera. Aunque, claro, me moría de ganas de ir. Papá y mi marido me dijeron: no, a la universidad no.
–Ha pintado, ha hecho talla, ha vendido pasta para lasaña y ravioles, y no ha parado de escribir. ¿Cómo le ha dado tiempo para todo?
–Creo que yo también soy hiperactiva (ríe). Tuvo un vivero, hice granola con una receta que me dieron en Noruega, he dado clases en María Auxiliadora, he estado en la junta directiva del hogar infantil. Tenía que escribir de noche por eso; no me daba tiempo para todo.
–¿Qué le ha dado Lara Ríos a Marilyn Echeverría?
–Me conocen más como Lara Ríos que como Marilyn Echeverría. En medio de todo, yo quería que no sonara tanto el Echeverría por mi abuelo (Aquileo J. Echeverría); es que ese apellido pesa mucho.
–¿Le hizo mucha sombra el abuelo?
–No porque me puse Lara Ríos, pero papá sí me dijo: usted tiene que escribir muy bien y no enseñe nada de lo que escriba hasta que no esté muy bien escrito. Me dejó tirada, con eso.
–Eso fue a los 9 años cuando usted le mostró un poema...
–Exacto. El poema decía: El elefante es un infante muy tolerante a la maldad; tiene un sombrero como un plumero y unas orejas pegando al suelo. Yo me sentí como un Rubén Darío, pero papá inmediatamente me bajó los sumos.
–¿Y cómo agarró fuerza después?
–No, no tuve fuerza.
–Pero escribió Algodón de azúcar…
–Nada. Usted no sabe que antes yo mandé otro libro Cuentos de mi alcancía y me lo rechazaron. Yo dije: papá tenía razón; quién te mete, Marilyn. Hasta después de sacarme el premio con Algodón de azúcar, me dijeron: usted había mandado otro libro, por qué no lo revisa bien y, después de eso, me lo aceptaron. Claro, lo cambié, lo revisé y lo volví a mandar.
”Hace dos años, unas maestras me dijeron cuándo vuelve a sacar Cuentos de mi alcancía y le dije a la Editorial Costa Rica, que lo estudió y lo reeditó”.
–Sus libros retratan a otra Costa Rica, la de hace 30 o 40 años, que ya no existe. Sin embargo, ahora se acerca de nuevo a la Costa Rica actual. ¿Fue una decisión adrede, fue para no quedarse rezagada...?
–Yo escribía lo que vivía a mi alrededor; esa era la vida mía y lo que estaba sucediendo. Claro, 40 años después, todo ha cambiado. Antes no había ni tele. Mis libros, los niños y yo hemos ido cambiando.
”Sin embargo, yo no me había dado cuenta de que mis libros habían envejecido, quizá porque yo no siento que haya envejecido. Aunque tengo 85 años, mi espíritu sigue igual, pero mis libros han envejecido. Me di cuenta hasta la vez que estuve en el teatro y me sacaron este comentario del tizne, de gelar y de joco, que ya no se usan. Hasta ahora caigo en la realidad de que los años han pasado. Los personajes no envejecen, siguen siendo jóvenes, pero sí envejece su entorno.
”A ratos me digo, qué lindo ir a montar en bicicleta. Pero, de pronto caigo en cuenta de que si me ven en bicicleta con 85 años, van a decir: ya se chifló la vieja. Tiene uno que medir y darse cuenta de la edad que tiene y aceptar que una está ya mayorcita”.
–¿Ha sido difícil envejecer?
–Para mí no porque no me he dado cuenta.