Hablemos de valores: volvamos los ojos hacia una rara disciplina que se denomina axiología, casi siempre establecida como fuente jurídica material, particularmente del derecho penal. Esa es la identidad de la creación operística de Giacomo Puccini: un recorrido por los nobles sentimientos que embargan a la mujer común y que confieren movimiento a la trama que la contiene.
No se crea, sin embargo, que la obra de Puccini idealiza a la mujer. En la ópera verista, y particularmente en la del autor de Lucca, hay cabida para muchos tipos de fémina: aparece de repente una dama de la baja nobleza a quien se declara culpable por un delito que ya no existe en nuestro país, cual es el adulterio. La obra Manon, del Abate Prévost, sirve de tema para el primer gran triunfo de Puccini: la Manon Lescaut, estrenada en el teatro Regio de Turín en 1893. La naturaleza particular del libreto utilizado justifica la intervención literaria masiva de Ruggiero Leoncavallo, Domenico Oliva, Marco Praga, Giuseppe Giacosa, Luigi Illica, de su editor Giulio Ricordi… y del propio Puccini. Se trata del primer gran éxito del compositor y la aparición de su primera heroína, una mujer de gran mundo —frívola y ambiciosa— que se ve inmersa en sus propias debilidades y que acaba sus días en un desierto de Louisiana, en el Nuevo Mundo.
Es posible que su inclinación a hurgar en lo más profundo del alma de la mujer inclinara a Puccini a diversificar sus protagonistas femeninas a partir de su siguiente obra. Esta fue La Bohème, denominación extraída de la obra Scènes de la vie de Bohème, de Henri Murger. Hablamos de diversificación, por cuanto el maestro estrena en ella esa dualidad caracteriológica que lo hará célebre. Aparecerán en escena la costurera Mimí y la polifacética Musetta, una cocotte parisiense, cuya vocación de demimondaime no la inhibe de explorar los sentimientos más nobles y desprendidos. La decisión de Puccini de soslayar una Mimí angelical tiene por motivo el soslayar un aguzado contraste con las ligeras costumbres de la Musetta. Ambas heroínas —la primera en la creación de flores de artificio, y la segunda en la vida galante del París decimonónico—, tienen su aria descriptiva y caracteriológica, unida a su propio espacio reflexivo ante el público. Una vez que el compositor sentó sus reales y su proceso creativo en el ensueño de Torre del Lago, dejó a sus libretistas —Illica y Giacosa— en plena libertad de bosquejar el carácter cabal de sus personajes. Illica se encargó de Musetta, delineándola como piadosa y desprendida hacia el final de la ópera; mientras Giacosa derivó hacia los personajes masculinos.
Cuando hablamos acerca de Madama Butterfly, el proceso se simplifica claramente. La trama operística fluye hacia la consolidación del personaje femenino, mientras que la sierva Suzuki permanece en un plano estrictamente secundario. De una niña de quince años, educada para el oficio de geisha, Puccini genera todo un proceso evolutivo, mientras la música hace patente el carácter apasionado de la protagonista.
Acaso la mejor descripción melódica de dos caracteres absolutamente disímiles reside en el «Viene la sera», el más lírico evento de toda la ópera, que pone término al primer acto. El célebre dúo de amor —uno de los episodios de mayor duración en la ópera italiana— encarna también la más absoluta perfección en el delineamiento de los personajes: el amor inocente de Cio-Cio-San se articula magistralmente con la apremiante libido de Pinkerton. Ambos sentimientos se oponen y entrelazan con perfección tensional, hasta arribar al clímax del ayuntamiento: el amor generador de la concepción.
A partir de ese instante supremo, el compositor no tiene mayor problema para delinear su proceso de transformación: la niña ingenua de mediados del primer acto da paso a la mujer apasionada del dúo de amor. De idéntica manera, la madre esperanzada que otea cotidianamente el horizonte, deriva hacia la mujer pletórica de dignidad que decide morir con honor cuando advierte que no puede continuar viviendo sin la tutela de dicho valor, para ella supremo. Aquí el amor, la lealtad, la esperanza y el honor, se disputan la preeminencia como valores femeninos y motivan que el espectador concluya su experiencia operística con un auténtico proceso de hostilidad hacia la inconsciencia del varón.
De forma independiente de su contexto histórico, la Tosca involucra un personaje mucho más humano. La protagonista Floria Tosca es una mujer común —artista, es cierto—, pero de reacciones previsibles y normales. Cavaradossi la describe como donna gelosa y, pese a tal grado de simplismo, dicha condición es básica para el desarrollo general de la trama. Los celos de Tosca al serle mostrado el abanico de la Marchesa Attavanti desencadenan una revelación interceptada por el maléfico Scarpia, así como la horrible tortura de Cavaradossi.
Pero, de forma radicalmente desacorde con Butterfly, la heroína —de cimientos claramente humanos— asume la identidad de una auténtica fiera, capaz de dar muerte a Scarpia con el cuchillo de la cena. Por último —y luego de un lírico tercer acto suspendido en la trama del tiempo real—, Tosca es enfrentada con las consecuencias represivas de su acto. En un intervalo infinitesimal, la protagonista decanta por el suicidio, y se arroja al Tíber —¡supremo final efectista! — desde las almenas del Castel Sant’Angelo, al tiempo que cita a su mortal enemigo ante el tribunal de Dios.
Saltaremos de golpe el análisis de un par de roles femeninos que adornan algunas óperas de menor relevancia. Contentémonos con analizar el conmovedor personaje de Suor Angelica, de noble nacimiento, que en los estertores del siglo XVII se ve obligada a profesar en un convento agostiniano como consecuencia de una aventura amorosa en la que se ha gestado un niño. Lo que resulta señaladamente inédito es que, en pleno siglo XX, Puccini solicite a Giulia Enrichetta —abadesa de Vicopelago, a quien llamaba familiarmente sorellina—, un permiso para ejercer su proceso creativo en una celda del monasterio.
El compositor se sometió a la rigurosidad de la vida claustral, proveído únicamente con un pianoforte, y logra reconstruir el drama personal de la monja que se entera del fallecimiento de su pequeño descendiente. Según el relato en poder de Puccini, la hermana Angelica —hija de príncipes en la vida real—había optado por ingerir un veneno para reunirse con su infortunado retoño.
Sin embargo, las restantes hermanas de congregación —enteradas del planificado desenlace de la ópera que escribía el maestro Puccini—, suplicaron al compositor la modificación del proceso conclusivo, introduciendo en la trama la intercesión de la Virgen santísima. En consecuencia, el epílogo musical se troca —con el patronazgo de la madre de Dios— en un evento milagroso según el cual la imagen mariana adquiere animación, incluida la transformación de los rasgos del niño que sostiene en sus brazos, y la transfiguración de la hermana Angelica. Con el expresivo intervalo musical que precede al monólogo Senza mamma, el compositor logró conciliar la realidad vigente con la expectativa milagrosa, adornándola con algunos motivos del clarinete.
(continuará)