Habíamos perdido la seguridad del ritual. Por muchos meses, nos mantuvimos alejados de ese espacio oscuro de la sala de cine —misterioso, erótico, le han dicho—, a causa de la pandemia que ha trastornado el mundo. Nos hacía falta. No extrañábamos solo las películas: esas están más disponibles que nunca. Queríamos regresar a esa caverna donde todo puede ocurrir, ese pedazo del mundo arrancado de su realidad y, sin embargo, firmemente anclado a ella a través de las imágenes. Sombra y sonido; luz y silencio. Eso queríamos de vuelta.
En días recientes, regresamos al cine por el Costa Rica Festival Internacional de Cine (CRFIC), de cuya novena edición soy director artístico. Lo organiza el Centro Costarricense de Producción Cinematográfica como su principal evento formador de audiencias, así como su ventana para el desarrollo de la industria local y el diálogo con Centroamérica, el Caribe y el mundo. En atención a los estrictos protocolos de Salud (desarrollados para la reactivación segura de salas de cine), no fue un retorno total a la normalidad, pero sí ofreció a centenares de espectadores la oportunidad de perderse en las películas nuevamente.
Del 10 al 19 de junio, el festival celebró su primera etapa en el Centro de Cine, el Cine Magaly, el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo y seis salas fuera de San José. Entre julio y agosto, el festival viajará principalmente con cine nacional a siete sedes más: Bribri, Pococí, Turrialba, La Lucha, La Palma, Upala y Nicoya. En total se habrán mostrado 88 películas, incluyendo cortos, largos y mediometrajes. Se trata de una oportunidad única en el calendario costarricense para sumergirse en la variedad del cine contemporáneo.
El CRFIC, más allá de la diversidad mostrada en sus pantallas, funciona como barómetro de lo que sucede en nuestra región en términos cinematográficos, no solo porque se muestran filmes de vecinos que rara vez llegan a nuestras pantallas, sino también porque apoya la producción actual y futura mediante premios. Tras su traslado a la virtualidad en el 2020, este regreso a las salas permitió reactivar también la comunidad que genera el cine.
Cine que enciende
Cuando iniciamos el proceso de programación del festival, a finales del año pasado, nos propusimos como guía la idea del cine como experiencia colectiva; el filme como espacio público, a decir del artista francés Pierre Huyghe. Eso significó recopilar películas que mostraran cómo, por medio de las más diversas manifestaciones, el cine abre espacio al encuentro y a la conversación.
La selección nos permitió transitar por algunos de los nombres más prominentes del cine contemporáneo, como Pedro Costa, Radu Jude, Kelly Reichardt y Thomas Vinterberg, así como por realizadores emergentes que muestran su valía en películas innovadoras, como Amel Alzakout y Khaled Abdulwahed en Purple Sea (2020, Alemania), un estremecedor documental sobre el naufragio de un bote de migrantes en el Mediterráneo, o la reflexión nocturna sobre las imágenes captadas por pilotos de guerra en Irak y Afganistán que Eléonore Weber propone en Il n’y aura plus de nuit (2020, Francia).
Muchas de estas películas tendrían un difícil camino hacia nuestras salas en cualquier otra ocasión; por eso celebramos festivales, porque reunimos en ellos expresiones que de otro modo permanecerían ocultas por la profusa producción audiovisual. Rescatar joyas, recuperar voces, resaltar innovadores: eso se propone un encuentro de este tipo. Se hace necesario no solo porque hay demasiado disponible, tanto que es inabarcable, sino porque se provocan momentos de intercambio que en raras ocasiones nos permitimos.
El corazón del CRFIC, por otra parte, late en su Competencia Centroamericana y Caribeña de Largometraje, que toma el pulso a lo que sucede en la región. Este año compitieron 10 películas, siete de ellas dirigidas por mujeres, una selección que habla de la salud y diversidad de una industria en crecimiento que sigue luchando por su consolidación económica e institucional.
La ganadora de esta categoría fue Fly So Far / Nuestra libertad (2021, Suecia-El Salvador), donde Celina Escher expone el drama de las mujeres encarceladas por problemas obstétricos en El Salvador, uno de los países con leyes más restrictivas sobre el aborto. Con elegantes recursos y una mirada desprovista de prejuicios, examina la historia de Teodora Vásquez, vocera del grupo conocido como Las Diecisiete, y las penas que atraviesan en prisión, así como la solidaridad que las une.
En una vena similar de denuncia y rabia, Landfall (2020, Puerto Rico), de Cecilia Aldarondo, se llevó el Premio Especial del Jurado; con empatía y justa indignación, explora las consecuencias políticas, sociales y económicas del huracán María en Puerto Rico, donde buitres de toda clase sobrevolaron un territorio diezmado por el desastre. Que ambos premios fueran para documentales habla de la buena salud del género en nuestra región, ávida de historias que nos ayuden a comprender lo que nos ocurre. También competían El silencio del topo (2021, Guatemala), de Anais Taracena, un vistazo a la época más traumática para su país, y Objetos rebeldes (2021, Costa Rica), de Carolina Arias, donde la historia profunda y la personal se entremezclan con gran efecto.
La competencia de largometraje costarricense, por su parte, premió a Aurora (2021, Costa Rica), el tercer largometraje de Paz Fábrega. La película conmueve con su sutil mirada a la maternidad (inesperada) y a la relación entre dos mujeres que se unen por casualidad y se enseñan mutuamente. Es una cinta discreta y poderosa, anclada en las naturales interpretaciones de Rebeca Woodbridge y Raquel Villalobos y una puesta en escena que enfatiza la cotidianidad, la transparencia y la sinceridad.
La competencia la completaron El pájaro de fuego (2021, Costa Rica), la película de César Caro que ya disfrutamos en salas; Liborio (2021, República Dominicana), de Nino Martínez Sosa; 1991 (2021, Guatemala), de Sergio Ramírez; Entre perro y lobo (2020, Cuba-España), de Irene Gutiérrez; y Panquiaco (2020, Panamá), de Ana Elena Tejera.
Por su parte, la competencia nacional de cortometraje premió dos distintas formas de expresión que muestran la vivacidad de los realizadores emergentes. El ganador de la categoría fue Charlie López, con En cada casa vacía (2020), donde apreciamos una fina interpretación del querido Mariano González; el corto explora el duelo y la memoria con elegancia y un ojo atento a los pequeños gestos que conforman nuestra vida compartida con los demás. La mención del jurado premió el explosivo Umbra viventis lucis (2021), de Pietro Bulgarelli, que en montaje rápido explora momentos poéticos captados por la materialidad del filme y la claridad de visión de un director cada vez más interesante.
Este año se recibieron 60 propuestas para la sección, lo cual demuestra que se hace mucho; sin embargo, vale la pena recordar que sin la categoría correspondiente en el fondo ProArtes ni otros fondos, han desaparecido los mecanismos de financiamiento de cortometrajes (salvo una convocatoria excepcional lanzada por el Centro de Cine ante la emergencia de Covid-19). Tal ausencia puede reducir las búsquedas expresivas de cineastas en crecimiento, minando el futuro de nuestra cinematografía.
Imágenes en proceso
En un festival como el CRFIC laten las expectativas de un sector que se ha acostumbrado a hacer mucho con poco. El festival ofrece premios para el desarrollo de películas, tanto con dinero como con otros recursos. Así, resultaron premiados los proyectos Lugares vacíos (dir. Zenén Vargas), Para su tranquilidad, haga su propio museo (dir. Ana Endara y Pilar Moreno), El espacio es un animal monstruoso (dir. Natalia Solórzano), Los monaguillos (dir. Juan Manuel Fernández) y Matryoshka (dir. Maricarmen Merino).
Por otra parte, el festival celebra espacios de formación, que este año se concentraron en talleres de pitching, casting y distribución de cortometrajes. Esta oferta se complementó con una serie de conferencias, clases magistrales y mesas de debate realizadas en el Centro de Cine y transmitidas por streaming durante los diez días de festival.
En su conjunto, estas expresiones del arte cinematográfico reunidas en el CRFIC nos permitieron ahondar en lo que nos preocupa, extender nuestras preguntas y compartir nuestras inquietudes. En momentos de reflexión para el sector cultural, amerita una discusión sobre la salud del cine costarricense como un todo; faltan fondos y oportunidades de financiamiento, nos beneficiaría una ley de cine, urge fortalecer el Fondo El Fauno, único en su clase, y hay que pensar en la formación de las audiencias futuras. El cine ha demostrado su capacidad para generar empleo especializado —incluso en el festival mismo, con el trabajo tesonero de un equipo conocedor de su materia— y atraer inversión, pero en términos de política pública falta todavía consolidar esos logros.
La expansión territorial del CRFIC será ocasión de hacerse nuevas preguntas. ¿Quién verá el cine del futuro? ¿Cómo compartiremos estas visiones poderosas que vamos creando poco a poco? ¿Cómo democratizar el acceso a esta forma de expresión que nos permite la fantasía, la crítica, el compromiso y la pasión? Cuando la celebración da paso a la reflexión, las dudas nos exigen sentarnos a hablar. Si el festival continúa, debe continuar explorando estos temas; si puede seguir creciendo, que sea para beneficio de una comunidad que sueña con la consolidación de una industria y un arte que nos ayuda a entender el mundo.