La Cucarachita Mandinga, mi cuento favorito
Por Carlos Cortés, escritor y profesor universitario
En mi familia, quizá porque fui criado por maestras, siempre estuvieron presentes Cuentos de mi tía Panchita convertidos en parte de la cultura popular y la revista Bambi, que entre 1955 y 1979 sucedió en el imaginario infantil a las revistas San Selerín de Carmen Lyra –donde nacieron muchos de los relatos que después tomaron forma definitiva en el libro–, y Triquitraque de Carlos Luis Sáenz, Luisa González y Adela Ferreto.
De niño, la manera de alejarme del fuego de la cocina era recordarme la temible muerte del Ratón Pérez en una olla de arroz con leche hirviendo, por andar de goloso, y la súbita viudez de la pizpireta Cucarachita Mandinga. Hasta la fecha sigue siendo mi favorito –el postre y el cuento– porque condensa la base cultural indoeuropea y la tradición afroamericana –el equivalente del gallopinto– y en pocas páginas incluye narración, tragedia, farsa y poesía.
Siempre tuve claro lo que era “Salir con un domingo 7”, que es algo que me sigue sucediendo con frecuencia, y los relatos de mi madre terminaban invariablemente con el estribillo “y me meto por un huequito y me salgo por otro para que usted me cuente otro”. Para vencer mi insomnio, mamá recurría a los recursos rítmicos de la tradición oral: “¿Quiere que le cuente el cuento del gallo pelón?” Como yo le contestaba que sí, ella insistía: “No dije que me dijera que sí. ¿Que si quiere que le cuente el cuento del gallo pelón?” Y así hasta el infinito o hasta que me durmiera.
Pero mi redescubrimiento de Carmen Lyra, para decirlo de algún modo, fue muy posterior y es el resultado de un fracaso editorial. A principios de la década de 1990, Sebastián Vaquerano, entonces director de la Editorial Universitaria Centroamericana (Educa), decidió publicar Cuentos de mi tía Panchita en tres tomos titulados Cuentos de Tío Conejo, La flor del olivar y El pájaro dulce encanto, que contenían ilustraciones de Hugo Díaz y el espíritu lúdico de las historietas. La idea me pareció maravillosa, pero no al resto de los lectores, que preferían el tomo completo.
Leí y releí muchas veces los volúmenes y me convencí de que Carmen Lyra había sido una escritora formidable, con un talento para transformar arquetipos narrativos tradicionales, tomados de fuentes folclóricas y cultas, en cuentos agudos e ingeniosos, cargados de crítica social y de fisga popular.
La tía Panchita en la cantina
Por Doriam Díaz, lectora y periodista
A la confisgada tía Panchita la conocí en la cantina de La Nochebuena (almacén en Guadalupe, heredero de un comisariato). Vivía en una caja de cartón, a la que le habían abierto una puerta y unas ventanas, ubicada en uno de lo pisos superiores de un edificio levantado con puras cajas de cerveza y gaseosas. Salía a contar cuentos cuando caía el sol y se encontraban dos mundos: los parlanchines güilas del dueño, que no nos queríamos ir para la casa aunque ya se hacía tarde, y los habituales clientes, quienes llegaban demasiado temprano para que les sirvieran el primer trago.
Mientras unos no se iban y otros apenas llegaban, la tía Panchita nos llenaba la cabeza con historias fantásticas de animales astutos –bien bandidos–, de tontos más jugados que un rey, de la mona que se casó con un príncipe, de un hombre que engañó a la Muerte e hizo polvo al Diablo, de una flauta y su tristísima canción acerca del inocente asesinado por sus hermanos, de las brujas bailando al son de una pegajosa canción…
La tía Panchita tenía un compinche: Nelson, uno de los habituales. Solo salía cuando él llegaba, se metía en medio de las cajas y la sacaba del bolsillo de la camisa. Ella era pequeñita, tenía un vestido coquetísimo y calzaba perfecto en el dedo índice de Nelson.
Desde su casita de cartón, siempre limpiecita como un ajito, nos contaba una historia al día a mi hermano Willy y a mí. Cuando ella hablaba, nosotros, los escandalosos, los traviesos, los inquietos, enmudecíamos y nos dejábamos conducir por aquellos universos repletos de personajes fabulosos. Cuando terminaba, siempre clamábamos, gritábamos y rogábamos por más, pero la tía Panchita era una viejecita estricta, que se despedía con la promesa de volver pronto y desaparecía en la camisa de su amigo. Al oír el saludo del cantinero (Chalo, nuestro papá) y el hielo caer en el vaso, Nelson salía presuroso de su escondite y decía que ella estaba cansada, pero que nos iba a contar luego una nueva trastada del tío Conejo. A nosotros nos brillaban los ojos de la emoción. Queríamos protestar, queríamos que volviera la tía Panchita, pero aquel ya no era más un espacio para los carajillos y la severa reprimenda del cantinero nos obligaba a partir sin derecho a decir ni pío.
Transcurrieron muchos atardeceres así: riendo, gozando y hasta llorando con los tesoros que la tía Panchita sacaba de su arca.
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No sabemos cómo pasó, pero, cada vez más a menudo, Nelson nos empezó a decir que ella no podría venir. Quisimos sonsacarle más detalles a Nelson, pero la mirada intransigente de Chalo nos disuadió. Por último, Nelson nos confesó que la tía Panchita se había perdido: la dejó en su caja y, luego, simplemente no estaba. No lo podíamos creer.
Dedicamos días enteros a expediciones detectivescas no aprobadas por la administración de La Nochebuena rebuscando entre las cajas de cervezas y refrescos. Hallamos la caja de cartón sucia y semidestruida, no a ella. Esa fue la primera vez que nos rompieron el corazón.
Ya las tardes no eran iguales. Idiay, yo estaba tristísima y aquel dolor no pasó desapercibido. A los meses, Nelson me anunció un regalo. Contuve la respiración expectante y, en esta ocasión, él no sacó un títere de dedo, sino un libro: los Cuentos de mi tía Panchita.
De cómo tío Conejo se la hizo al pato Donald
Por Jaime Gamboa, músico y escritor
Conocí a tío Conejo metido entre las cobijas, con el aroma de la leche caliente aún en el aire de la habitación que compartía con mis hermanos.
Papá y mamá habían establecido el ritual de lectura desde antes de tener yo memoria. Apenas nos metíamos en la cama, nos leían un cuento o un capítulo de alguna novela emocionante. Los tigres de Salgari se disputaban nuestra atención con las excentricidades del capitán Nemo, y no pocas veces, entre las hazañas de los héroes y titanes, asomaban las orejillas de tío Conejo y se robaban el show.
La competencia entre los relatos era implacable. Para ganarse un lugar entre los elegidos para la lectura nocturna, El tonto de las adivinanzas y La Cucarachita Mandinga hacían frente común para luchar cuerpo a cuerpo con la recua de yacarés rebeldes de El paso del Yabebirí, de Horacio Quiroga, o apañarse a competir con la sutileza de El Principito.
Recuerdo las voces de papá y mamá cálidas y vibrantes, a veces reposadas y a veces poseídas por los vaivenes de la narración; desoladas por la tristeza después de leernos por décima vez El gigante egoísta, de Oscar Wilde, o coloreadas por los dichos y expresiones populares de los personajes de los Cuentos de mi tía Panchita.
Debo decir, en honor a la verdad, que muy probablemente papá y mamá le hacían la fuercita a las huestes de su amada Carmen Lyra, la mítica figurilla, la maestra valiente y militante, capaz de incendiar el diario de un tirano, pero a la vez capaz de plasmar con ternura el canto de la flautilla clamando venganza en La flor del olivar.
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También es claro que, al jugar de locales, los personajes de sus cuentos llevaban ventaja. Ningún Gran Visir de Las mil y una noches, ningún personaje de Verne, y ni siquiera la seductora y omnipresente simpatía de Mickey, Goofy y Donald pudieron rivalizar jamás con un buen “¡Adió!”, dicho en el tono y el momento adecuado, o con la satírica inocencia de Uvieta pidiendo a gritos que le abrieran las puertas del infierno con un “¡Ave María Purísima!”.
No es que no soñáramos, como casi todos los niños del mundo, con ir alguna vez a Disneylandia. Es que, en nuestra imaginación, el germen subversivo de tío Conejo había sembrado una semilla que nos marcaría para siempre.
Burlarse del más pintado
Por Camila Schumacher, escritora y docente
Carmen Lyra escribió, entre tantos, un cuento en el que todas las deidades quedan, al mismo tiempo, jodidas y agradecidas: ¡eso es ser revolucionaria!
Hay cosas para las cuales, una a los doce, no está preparada. Pasan igual. No hay quite pero, por más que, una en teoría, tenga o sepa “lo necesario”, resulta que, cuando llegan, te llenan de dudas y no, a veces, no hay a quien preguntarle.
Así fue. Eso fue –exactamente- lo que sentí cuando, estrenando la adolescencia, llegó a mis manos, un ejemplar de los Cuentos de mi tía Panchita.
Llevaba años de leer como una descosida todo lo que tuviera a mano: lo primero, un libro sobre un oso de felpa; lo segundo El diario de Ana Frank –nunca, por más que lo haya intentado, he podido recordar qué pasaba al final con el osito–; luego María Elena Walsh, Elsa Bornenmann, Cortázar, Jose Mauro de Vasconcelos, Astrid Lindgren y –medio a escondidas Poe y García Márquez–. Ninguno me preparó para lo que me esperaba.
Yo, tenía, en esa época, pocos meses de haber migrado de Buenos Aires a San José y había incorporado en tiempo récord sabores, cuestas, palabrejas, amigos y sobre todo la noción de extranjería que iba a acompañarme para siempre.
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Cierto que mi primera incursión en la literatura costarricense había sido aún más traumática. Me había dado de bruces con El moto: “Era Desamparados por entonces un barrio de gamonales (…)”. Nada, lo repruebo hoy, como reprobé entonces el examen.
Pero este otro, Cuentos de mi tía Panchita, prometía más: venía envuelto para regalo, no era para el colegio y tenía dibujos y personajes entrañables. Eso me dijeron y así lo abrí. El tonto de las adivinanzas lo leí y lo olvidé de un tirón: las adivinanzas me parecieron tontas. Pero, entonces, llegó o llegué, a Uvieta y yo que me iba acostumbrando apenas a la exuberancia de las papayas, a los chorretes de los mangos, al dulce ultrasecreto que los mamones chinos guardan en su interior, sí que podía entender por qué uno de tres deseos podía ser tener, en el patio una parra cargadita de frutas.
Lo segundo fue más difícil y mucho mejor: todo en el cuento contradecía lo que hasta entonces había aprendido y me habían contado de la idiosincrasia tica. Si hasta el Diablo en lugar de un enemigo era un sácalas de Tatica Dios y además se le podía moler a palos, dejarlo hecho polvo; la Muerte no solo no era una desgracia sino que, como a la mismísima virgen, se la podía burlar… ¡en dos monazos y sin culpa!
Casi treinta años han pasado desde entonces: un tercio –mínimo– los he pasado dando clase; otro escribiendo y el último yendo a la playa. Siempre que puedo, les llevo Uvieta a mis estudiantes y lo disfrutamos juntos. No solo eso. A cada rato y sin que venga a cuento o calce con ningún calendario, salgo con un domingo siete.