Llamémosle, por ahora, “capitalismo frenético”. Es probable que Martin Scorsese no se detenga a nombrarlo, sino que prefiera filmarlo otra vez. Es lo que hace desde hace 50 años, a través de una de las más ilustres e influyentes carreras de la historia del cine y, sin duda, de las más importantes de la filmografía de su país.
Ese país, el American experiment, es el tema al que vuelve una y otra vez Scorsese, quien con 75 años ha vivido el auge, el estancamiento, la febril resurrección y la resignada retirada del sueño americano. Lo ha narrado en paralelo en dos docenas de largometrajes de ficción que, con su distintivo estilo brusco y descarnado, han marcado la pauta del cine de crimen y castigo.
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Por tan ilustre trayectoria, Scorsese ganó esta semana el Premio Princesa de Asturias de las Artes, uno de los pocos galardones con auténtica aspiración a una mirada global.
Otros cineastas estadounidenses de su generación, como Steven Spielberg y Francis Ford Coppola, han trazado sendas divergentes en torno al Estados Unidos diverso y explosivo que habitan; algunos lo ensalzan con todo y sus errores, como Clint Eastwood (más preciso que Scorsese, pero menos beligerante). Scorsese ha retratado el ensueño de un Estados Unidos mejor porque cree en él, y cree en él porque conoce sus errores.
Fuerza bruta
Scorsese es cruel con sus personajes y ellos son crueles entre sí. No hay olvido ni perdón, aunque sí apelaciones al honor, la única virtud que no aparece en la Biblia, a decir de George Bernard Shaw.
El trasfondo de la debacle moral del underground estadounidense es económico. Eso lo tiene claro Scorsese. Por eso, llamémosle “capitalismo frenético” a esa economía desbocada, irritada e injusta que fundamenta su vigor en la expoliación de los cuerpos y las almas, en la expulsión de legiones enteras en virtud de una maquinaria que funciona sin brújula moral.
El mejor escenario para tal reflexión es la Nueva York de los años 70, que Scorsese retrató –o incluso, cuyo mito ayudó a crear– en Mean Streets (1973) y Taxi Driver (1976). En ambas, y en otros filmes posteriores, ha buscado mostrar los efectos de la destrucción en los cuerpos individuales. Una de sus grandes virtudes como cineasta ha sido saber poner en imágenes indelebles las cicatrices que llevan sus personajes por dentro y por fuera. Scorsese no parpadea.
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A modo de ejemplo, pensemos en el inicio de Taxi Driver, una de sus obras más brutales. El vapor de las alcantarillas inunda la pantalla y la música de Bernard Herrmann lo va disipando. Un taxi, que vemos a la altura de las luces delanteras, cruza la pantalla. Los ojos de un hombre –ansiosos, dolidos– se disuelven y vemos ahora desde su punto de vista, la ciudad detrás del parabrisas y la lluvia, la ciudad inasible, indescifrable.
Optar por tal subjetividad con un personaje amoral como nuestro violento taxista es complejo para el cineasta. Se le ha reprochado muchas veces a Scorsese la “glorificación” de la violencia que hace en sus películas. La adopción de la iconografía de Taxi Driver o Goodfellas por parte de adolescentes tardíos y ansiosos de confirmar su masculinidad no sorprende, pero sí proviene de una lectura miope de los filmes. Que Scorsese deja todo en gris es cierto, y eso es moralmente ambiguo.
Más difícil se vuelve, eso sí, evaluar obras como The Wolf of Wall Street, donde la codicia desbocada y la arrogancia cocainómana desbordan la pantalla en un chillido insoportable. ¿Por qué Scorsese no juzga más duro a su protagonista, ese hampón con corbata que destruye lo que sea por dinero? ¿Tiene que hacerlo? Se le ha reclamado al director dignificar lo indigno, disculpar, por la vía de la estetización, lo criminal.
Pero, ¿hay otra forma de retratar esta ambigüedad si no es sumergiéndose en ella? Censurar al criminal sería perdernos de su humanidad, y esa humanidad desgarrada y caníbal que Scorsese imprime a sus protagonistas es la que enriquece nuestra percepción de las dinámicas sociales que permite que existan.
De hecho, al mostrarlos en su aislamiento paranoico, Scorsese permite que florezcan los rasgos que preferiríamos ocultar en nuestras relaciones cotidianas, envenenadas de la codicia y el deseo de supremacía que esos hombres aceptan sin ambages.
Hombres como los migrantes enfurecidos de Gangs of New York (2003) o los criminales enardecidos de The Departed (2007) niegan o desafían la convivencia normal con el fin de perseguir sus deseos ególatras de dominación, de imposición animal sobre los demás, sobre todo las mujeres.
Eso nos lleva a ese otro “punto ciego” de Scorsese, materia de debate inacabado. ¿Cuál es la posición de las mujeres en los filmes de Scorsese? ¿Se adhieren a la vieja máxima de “putas o santas” o hay más allá?
Es cierto que en algunas de las películas más recordadas de Scorsese, ellas rara vez tienen voz y voto, y muchas escenas de violencia explícita de Who’s That Knocking at My Door (1967) en adelante bordean la misoginia.
No obstante, cuando Scorsese ha vuelto su mirada hacia personajes femeninos es por su capacidad de sobrevivir, aunque sea mediante el sacrificio– en las aguas estancadas del machismo más virulento.
El mejor ejemplo puede ser Alice Doesn’t Live Here Anymore (1974), que le dio el Óscar a Ellen Burstyn con su historia, contada desde el punto de vista de una mujer que aspira a una vida decente y satisfactoria como cantante.
The Age of Innocence (1993) permite hablar de esas voces oprimidas por el corsé y los modales en la alta sociedad del Nueva York de fines del siglo XIX. Elegante y sutil, la cinta, basada en una novela de Edith Wharton, muestra cómo la imposición masculina empobrece las relaciones entre hombres y mujeres, y condena a la mitad de la humanidad a callar.
Con grises como este, el cine de Scorsese no es fácil de resumir, ni siquiera con líneas comunes tan evidentes. Es un cineasta prodigioso que recurre a técnicas de toda época para narrar esos conflictos entre la moral individual y la telaraña pública.
Parece haber absorbido toda la historia del cine, que ha contribuido a formar, para narrar mejor. A modo de paréntesis, vale recordar que Scorsese ha sido uno de los grandes recuperadores recientes de la historia del cine con el World Cinema Project de The Film Foundation, que ha rescatado joyas de cineastas como el filipino Lino Brocka y el brasileño Mário Peixoto.
Doba nobis pacem
Scorsese es, al fin y al cabo, católico –aunque no demasiado constante en lo ritual–. Su visión del crimen y del castigo es católica y es católica también su compasión y su aspiración a la conexión entre prójimos sufrientes (como en Kundun, 1997, o Silence, 2016).
En La última tentación de Cristo (1988) muestra precisamente cómo Jesús se hace hombre en cada uno, cómo la redención por medio del sacrificio es un ideal inalcanzable, pero no menos magnético para las almas heridas que somos.
En Democracia en América, Alexis de Tocqueville advertía: “La sociedad peligra no por el gran libertinaje de unos pocos, sino por la laxitud de la moral entre todos”. Scorsese, extranjero en su tierra como fue Tocqueville, ha comprendido que si bien hay caballos desbocados que sobreviven a puro crimen, sus daños son los nuestros, sus dudas las comunes a todos: cómo vivir, cómo amar, cómo dialogar, cómo ser feliz, cómo ser decente. A ambos les tocaron épocas distintas de los Estados Unidos, pero coinciden en este punto. A Scorsese le ha tocado ser el cronista del auge y la caída del optimismo americano; sin embargo, también ha podido rescatar los restos del naufragio.
Su Silence (2016) se sitúa en el Japón medieval, pero sus preocupaciones irradian algo de luz para nosotros, en este futuro incierto que habitamos. ¿Es posible tener fe en este mundo? ¿Creemos que debe de existir algo mejor simplemente porque nos negamos a aceptar que este ruido y furia es todo lo que merecemos?
El deseo de fe, la esperanza de que haya alguna redención en el futuro, está presente en prácticamente todas las cintas de Scorsese. El crítico David Roark argumenta, además, que el mayor símbolo espiritual (y a veces religioso) en el cine de Scorsese es la sangre, la sangre como vía de redención. Sus personajes se golpean y se destruyen en un ritual difícil de ver, pero que aspira a la gracia.
El Jake LaMotta de Raging Bull (1980) podría ser así un santo secular, aunque nada puro, nada limpio, pero un hombre al fin. Ni la humillación económica aniquila la fe de sus personajes. Tiene que haber algo más.
Y en sus películas, en muchos breves momentos, Scorsese se los permite: una caricia desinteresada, la ensoñación del cine mismo, como en Hugo (2011); la posibilidad de la prosperidad, como en Casino (1995); la firmeza de la fe misma, como en Kundun (1997).
En nuestro presente, frenético y salvaje, su cine nos ofrece algunas visiones de lo que resulta posibles para nosotros, los humanos, lo más alto y lo más bajo.
Una decena de películas
Mean Streets (1973)
La primera gran película de Martin Scorsese y la tercera ficción larga de su carrera. Con Robert De Niro y Harvey Keitel, ahondó en el mundillo del crimen de la diáspora italiana en Nueva York.
Taxi Driver (1976)
Ganadora de la Palma de Oro en Cannes y de cuatro premios Óscar, esta cinta cimentó la figura de Scorsese como el retratista del crimen, la paranoia y la violencia a través de un personaje inolvidable.
Raging Bull (1980)
El boxeador del título se consume en pasiones animales: una violencia desbocada, celos brutales y una tendencia autodestructiva. Suele ser considerada la mejor película de Scorsese.
The Last Temptation of Christ (1988)
Uno de los filmes más polémicos de la historia. La primera cinta religiosa del cineasta mostraba la vida de Jesús si él hubiera tomado otra decisión con respecto a su misión en la Tierra.
Goodfellas (1990)
Quizá la película que mejor resume esa fascinación ambigua de Scorsese con los criminales y sus códigos de honor, fraguados al calor de la incesante lucha de poder que implica su vida.
The Age of Innocence (1993)
Bella, delicada y llena de pasión callada, esta película toma la historia de Edith Wharton para retratar el erotismo como una vía hacia la libertad, un camino negado históricamente a las mujeres.
Gangs of New York (2002)
La gran épica histórica de la formación de Nueva York en manos de migrantes de Italia y de Irlanda: una forma de subrayar el carácter multicultural que da sentido a los Estados Unidos.
The Departed (2006)
Versión de la gran cinta de Hong Kong Infernal Affairs (2002); toma lugar en Boston, pero muestra la misma mirada profunda a las redes de la violencia que Scorsese había visto en Nueva York.
The Wolf of Wall Street (2013)
Una comedia negra del capitalismo desaforado de Wall Street, representado en la figura de un genio de los negocios cuyo éxito lo envenena de codicia, lujuria y un egoísmo autodestructivo.
Silence (2016)
Un sueño acariciado por mucho tiempo, este filme adapta una novela de Shusaku Endo, que narra el martirio de los primeros católicos que llegaron al Japón medieval, sus pruebas de fe y sus pasiones.