He tenido entre mis manos, en días recientes, la bella edición de Uruk de Nosotras las que somos. Un libro verde y alto como un tallo. Esbelto en su talle, cuidado en sus detalles, cual toca a su talla.
Analogía de trabajo
Hacer una novela es como construir un edificio. El cimiento es la historia. Las paredes son el relato. El mobiliario y demás objetos darán testimonio de lo que allí ocurre. Por las ventanas se asoma la narradora, para enterarse y contarnos. Los habitantes de la casa serán los personajes. Y el techo, que lo hace todo posible (y a veces imposible…), es el autor o autora.
He armado esta analogía luego de leer y releer la hermosísima novela Nosotras las que somos, de mi querida y admirada Arabella, que me ha hecho el honor de invitarme a compartir mis impresiones. Y no lo he hecho para jugar a la teoría literaria, de la que conozco muy poco; menos aún para aburrir con una obviedad. Lo he hecho para orientarme, para conseguir un punto de apoyo como el de los velocistas antes de iniciar una carrera, o como el de los clavadistas cuando se balancean intrépidos, con las puntas de los pies en el borde del trampolín.
El cimiento
El cimiento de cualquier casa ha de ser tan profundo y sólido como lo demande el terreno donde ésta se levantará, y el de Nosotras es oscuro y hasta cenagoso, pero con capas profundas donde aún está roja y arde la piedra líquida de la violencia, la opresión y la exclusión que ha bajado del monte, siglo tras siglo. Y, también, donde la falla tectónica de la rebeldía y del coraje ha prodigado, en ese terreno, estremecimientos que lo han abierto y cerrado una y otra vez. Que lo han revolcado y anegado y endurecido y agrietado, en un ciclo sin término que lo ha vuelto feraz, ubérrimo, en literatura como la que hoy nos entrega Arabella.
Las paredes
Las paredes de la casa definirán cómo se puede andar por ella, qué se muestra y qué se oculta, dónde están las columnas, dónde los vértices y las vigas, dónde lo real y dónde lo imaginado. El relato responde a la historia del mismo modo en que la arquitectura contesta a los deseos de quienes habitarán la casa, al clima, al entorno, a los tabúes y a las convicciones. Y Arabella no se anda por las ramas: su relato tiene solo dos aposentos: la madre y la hija.
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Primero la progenitora, luego la descendiente. Se agolparán, en ambas estancias, los arañazos de la desesperanza, los colores y formas del carácter de cada una, los recuerdos que poblarán rincones, gavetas y urnas, páginas no escritas, dichas desde las lágrimas, los estupores, las fugas, los reencuentros, las colisiones.
Las ventanas
Por las ventanas, tragaluces, claraboyas y hasta rendijas de la casa se asoma la narradora para irnos haciendo saber qué ha sucedido, qué está sucediendo, que sucederá, qué podría tal vez haber sucedido, qué es imposible que ocurra, o casi, a qué se debe aquello o esto, qué quedó, qué se borró, de qué está lleno el olvido que también es parte de lo contado. Y qué dice la luz, qué replica la sombra, por qué duele un sueño (la madre enseña que deben olvidarse), por qué la risa es castigada con fuste, por qué las lágrimas han de confundirse con la lluvia.
Y es, aquí, donde la autora toma la más audaz de sus decisiones: la narradora saldrá poco de casa. Preferirá las cortinas gruesas, las lámparas tenues, los cerrojos indescifrables. Nos dirá cómo fueron los muros antes de los arañazos, qué hubo sobre la cocina cuando los gritos estallaban al hervir el agua, qué forma tenía el barro del piso cuando unas suelas y una selva regresaban de improviso y aniquilaban un pequeño brote de paz que hubiera crecido por ahí.
Pero nada, o casi nada, nos lo dirá desde afuera, tomándonos de la mano y señalándonos qué ocurre ahí dentro, dónde está el trofeo de una conquista, dónde la cabeza disecada de una guerra, dónde se guardaron las sábanas manchadas de una violación. No, esa narradora nos meterá en la casa, nos pedirá quietud, transparencia, respeto y hasta sumisión. Habremos de oír a las habitantes de la casa monologar, aguzaremos el oído, nos enteraremos con ellas, sin importar el terror que las domine o la furia que las yerga, que las haga levantar los brazos, unirse, herirse, correr despavoridas, agazaparse, aferrarse a una cruz, a las cuentas de un rosario, a la súplica y al perdón obtenido tras haber planchado camisa tras camisa sin que se le note a ninguna de ellas el quiebre en las mangas.
Y a veces querremos pedir las llaves y salir al fresco. Que ella, la omnisciente dueña de la historia nos consuele. Pero así no será jamás. Página tras página asistiremos a la enumeración, al escrutinio implacable, al recorrido que seguirá todos los pilares del tejido, a la saturación y añejamiento de un brebaje fuerte, intenso, de aromas y resabios que no se nos disolverán en el paladar del alma, conforme leamos, siendo cada una: la madre, la hija, la hermana, la amante, la prostituta, la represora, la audaz, la contestataria, la hincada.
El techo
He oído decir que hay cuatro formas primordiales de escribir sobre algo: investigándolo y explicándolo, dramatizándolo y representándolo, organizándolo, descomponiéndolo y contándolo, y, por último, poetizándolo.
Al recorrer las páginas de Nosotras, las que somos, nos hallamos frente a una autora que es ante todo poetisa. No puede abordar -bordar- un párrafo sin que haya poesía en él, no está en ella prescindir de la imagen, del trazo, de la evocación o la sugerencia. Luego, nos imaginamos una y otra vez los acontecimientos subir en coro, en tropel, a las tablas de un teatro. Vemos la luz y el movimiento en escena, la música, el color, la vestimenta. Y, claro está, el oficio -así haya sido llevado a terrenos que alguien podría denominar “experimentales”, término que no me gusta porque todo es experimental- para contar una historia desde sus fibras, su paleta, sus gubias y sus pinceles. Desde sus arcillas, desde los trazos de ese hermoso retrato a la plumilla del maestro Carballo, que embellece la primera página.
Este techo, siendo así, otorgará un perfil inconfundible a esta obra. Nos mostrará un refugio más, donde se guardará, para los años venideros, otro de los tesoros de esta gran autora nacional.
Vigencia
La pertinencia de esta novela es indiscutible. Sería un error pensar que aquí solo se halla una recreación de una época, de unos límites y unas costumbres, patrones, permisos y opresiones. Que hoy eso ya no existe. Pero nada más lejos de la realidad. Veamos a nuestro alrededor: la sociedad nuestra y cualquiera de Latinoamérica sigue plagada de todas las pestes asociadas con los tipos de violencia de género: las tasas de femicidio se siguen disparando, hay desigualdades en tantísimos ámbitos y, en fin, que las mujeres por donde quiera que se lo vea siguen teniendo que luchar en los mismos términos esenciales en que debieron luchar las mujeres de esta historia.
Y si quedara alguna duda, alguien por aquí o por allá que no me crea, vuelva a ver hacia Zapote. Desde ahí nos gobierna un individuo en todo punto inadecuado: mal encarado, mal hablado, mal rasurado y mal amansado. Por sobre todas las cosas, un agresor hacia las mujeres, las instituciones, el ciudadano de calle, las normas, valores y esquemas que alguna vez creímos nuestro.
Lo menciono, ya a modo de cierre, porque me parece quizá el ejemplo más contundente e hirientemente visible de que nuestra sociedad sigue regida por parámetros que validan todo aquello que Arabella ha tenido aquí, la maestría de narrar y de denunciar.
Muchas gracias.