A medio camino en su errabunda meditación, una narradora falsamente ingenua se maravilla de que, en otros países, la gente tenga al inglés como su idioma “real”. Personas como ella, y como la mayoría del mundo, lo usan como idioma de viaje, para leer manuales de instrucciones y los botones del ascensor, pero hay quien, para su sorpresa, no tiene un idioma “privado” en el cual refugiarse y esconderse. ¿Dónde se esconde un angloparlante, si su lengua se exhibe día y noche? “Donde sea que estén, los demás tienen acceso ilimitado a ellos: ¡son accesibles a todos y a todo!”.
Traduzco esa oración del inglés desde el país angloparlante (Inglaterra) donde se publicó esta edición de Flights (Fitzcarraldo Editions, trad. Jennifer Croft, premio Man Boooker International), de la escritora polaca Olga Tokarczuk, que ahora se conoce finalmente en español como Los errantes (Anagrama, trad. Agata Orzeszek Sujak). Rara vez estas capas de distancia de la lengua original están en la mente de un lector, a menos que se trate de una traducción muy mala, pero en esta novela, publicada en polaco en el 2007 y popularizada en inglés hace dos años, nuestra relación con las palabras se pone a prueba en cada página.
Hace unas semanas, en su discurso de aceptación del Nobel de Literatura 2018 (compartido con el austriaco Peter Handke), Tokarczuk se cuestionaba por la posición de la literatura y la palabra escrita desde que la imagen digital la desplazó como primer canal de transmisión cultural. La transformación de las relaciones humanas, y de las relaciones humanidad-naturaleza, son mucho más complejas que la pregunta sobre cómo compartimos el conocimiento, pero el lenguaje participa necesariamente de ese cambio radical.
“Me sigo preguntando si hoy es posible encontrar las bases de una nueva historia que sea universal, integradora, inclusiva, arraigada en la naturaleza, llena de contextos y al mismo tiempo comprensible”, decía en Estocolmo. Una forma de contar historias, pues, capaz de reactivar el sentimiento de un todo en la mente de quien lee, de “descubrir constelaciones enteras en pequeñas partículas de eventos”.
Mapas extraviados
A eso aspiraba Tokarczuk escribiendo Los errantes, que ha descrito justamente como una “novela-constelación”, experimento de esa narración ideal donde “nuestras historias [puedan] referirse una a otra infinitamente, donde sus personajes centrales puedan entablar relaciones entre sí”. En el libro, que salta entre el presente y el siglo XVI, entre personajes y objetos, y entre acciones y pensamientos, una narradora anónima confiesa su incapacidad para quedarse quieta y echar raíces.
A pocas páginas del inicio, una lámina con los ríos del mundo evoca las raíces ajenas por completo a la imaginación de la protagonista. Nuestra narradora escribe en “trenes, hoteles y salas de espera”, una experta observadora dispuesta a variar su itinerario en pos de una figura llamativa, solo para retomar la ruta más adelante, por otro atajo. Siguen más de 100 viñetas, algunas ficticias por entero, como el hilo recurrente de una mujer y su bebé desaparecidos, otras inspiradas en la historia, como el de la hermana de Chopin que se lleva el corazón del compositor de París a Varsovia.
“Bieguni”, el título en polaco, se refiere a una secta de la iglesia ortodoxa oriental que creía que había que permanecer en movimiento para alejar el mal; el maligno “reina sobre todo aquello que está quieto y congelado, todo lo que esté pasivo e inerte”. “Es por esta razón que los tiranos de toda clase, sirvientes infernales, odian tan profundamente a todos los nómadas, por ello persiguen a los gitanos y a los judíos, y por ello obligan a todas las gentes libres a asentarse, para asignarles las direcciones que les servirán de sentencia”. Bendito quien se mueve, se aleja, se desplaza.
Para Tokarczuk, el valor del tránsito perpetuo no se halla en el misticismo, sino en la convicción de que el viaje revela el entramado profundo que conecta al ser humano con la totalidad de la naturaleza. El viaje revela al peregrino su verdadero tamaño, minúsculo fragmento de una inmensurable acumulación de sitios, objetos, personas y animales que conforman el mundo. La aparición de mapas de toda índole, a veces conectados tangencialmente con lo que describe la narración, refuerza la sensación de pequeñez y de que cada uno de nosotros está en todo momento solo descansando durante un peregrinaje interminable.
En Sobre los huesos de los muertos (publicada en español por Océano) se recalca también esta estrecha conexión con el mundo mediante una mirada a la violencia que ejercemos contra él. En esta novela, un cazador tras otro muere en condiciones misteriosas, y se siente a menudo como una venganza de la naturaleza misma. En el contexto del aumento de políticas derechistas antiecologistas y misóginas, Tokarczuk se ha posicionado como una figura decididamente contraria (este ángulo político de la historia lo recalca una brillante adaptación al cine de la novela, Spoor (2017), que le ganó el Oso de Plata en Berlín a Agnieszka Holland, la gran directora polaca).
Terra incognita
Poco a poco, Los errantes halla en el gabinete de curiosidades de la historia europea las partículas que conforman la vida contemporánea, de las expediciones de James Cook al creador de las agencias de viajes, del hallazgo del tendón de Aquiles y el desarrollo del conocimiento anatómico durante el apogeo de Holanda a la cambiante radiación solar.
Laguna tras laguna, Tokarczuk puebla su novela con lo que nunca sabremos, los entresijos de la historia pública y las palpitaciones de la privada. Mientras leía Los errantes, me sentía ante los atlas insertos entre las ramificaciones de la novela, como si pudiera sobrevolar la geografía que dibujaba su autora. Sería imposible dibujar la agilidad con la que Tokarczuk pasa de lo minúsculo a lo inmenso, como cuando repasa los datos curiosos que lee en envoltorios de sus toallas sanitarias: que Leonardo da Vinci inventó las tijeras, que la guerra más breve duró 38 minutos, que el cuerpo humano contiene suficiente sulfuro para matar a un perro y, sobre todo, que la lengua es el músculo más fuerte.
Tal estrategia recuerda la fuerza con la que W.G. Sebald induce al vértigo, con sus detallitos que dejan heridas profundas, pero el humor de Tokarczuk es más transparente; en palabras de la autora búlgara Kapka Kassabova, sigue la tradición de la “novela ensayística” europea, como Sebald, Milan Kundera, Danilo Kiš y Dubravka Ugrešić.
Como Kiš, por cierto, Tokarczuk posee una capacidad inusual para torcer hechos reales en manifestaciones fantásticas de revelaciones que no pueden resumirse, solo citarse por entero. Preguntarse por cuánto pasa por nuestros intestinos puede ser banal y simplón; en las elucubraciones de nuestra narradora, hay que detenerse después de que conecta esta observación con la historia del comercio global y el mapamundi se dobla hasta ingresar a nuestras entrañas.
Este yo disgregado e inquieto se multiplica aún más en su recorrido por los estantes atiborrados de curiosidades médicas y también en las salas de aeropuertos. En su hambrienta curiosidad, recopila observaciones científicas y notas de viaje como impulsada por un renovado impulso enciclopédico; pero en su amplitud y desagregada subjetividad (“Borro de mis mapas lo que me hiere”), subraya más bien la futilidad de esta empresa. No se puede conocer todo. Todo peregrinaje apunta a otro, no a su conclusión. Cada camino empieza y concluye bifurcándose en otro.
Conforme se vaya traduciendo la obra de la nueva Nobel, conoceremos más de su itinerario; entretanto, empezamos con esta constelación de animales humanos y no humanos, un libro conformado por lo que los ojos recogen desde la ventana del tren y del avión.