A principios de marzo de 1885, el autoritario gobernante guatemalteco Justo Rufino Barrios (1873-1885), declaró constituida la Unión Centroamérica y se dispuso a sostenerla por las armas, contra la soberanía de las otras cuatro repúblicas.
Enterado el presidente Próspero Fernández (1882-1885), que se encontraba de descanso en Puntarenas, declaró la guerra a Guatemala; declaración que encontró entusiasta eco en la opinión pública costarricense.
Mas, habiendo emprendido el regreso a la capital para organizar las tropas, el mandatario se sintió mal en San Mateo y, al día siguiente, 12 de marzo de 1885, la muerte lo sorprendió en Atenas. En medio de nunca aclarados rumores de envenenamiento, la noticia causó consternación en San José.
Un militar civilista
Miembro de dos prominentes familias capitalinas, Próspero Fernández Oreamuno (1834-1885), realizó aquí sus primeros estudios, para luego trasladarse a Guatemala, donde se graduó, en 1854, como bachiller en Filosofía en la Universidad de San Carlos.
De regreso en Costa Rica, al año siguiente emprendió la carrera militar, en la que llegó a ser sobresaliente: héroe de la Campaña Nacional de 1856-1857, fue luego comandante de Alajuela y uno de los principales colaboradores del golpe militar de abril de 1870, que llevó al poder a Tomás Guardia Gutiérrez (1870-1882).
Un mes después del fallecimiento de aquel, Fernández accedió a la presidencia de Costa Rica. No obstante, por ser un militar con experiencia y méritos propios, más que por formación castrense, su ascenso al poder marcó el predominio de los valores civilistas y las ideas liberales.
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No extraña, por eso, que decretara la obligatoriedad laica de la enseñanza, que creara las comisiones que reformularon los códigos civil, fiscal y militar y, sobre todo, que mediante las leyes liberales de 1884, dispusiera, entre otras cosas, instaurar el divorcio y el matrimonio civil, prohibir el establecimiento de órdenes religiosas en el país y la realización de procesiones con imágenes fuera de los templos, etc.
Anticlerical, también le quitó a la iglesia católica la dirección de los cementerios, decretó la expulsión de los jesuitas y del mismo monseñor Thiel, segundo obispo del país (1880-1901); medidas todas que le ganaron la admiración de la joven generación liberal, que lo convirtió en su héroe por excelencia.
Por esas y otras razones, como anotara el historiador Rafael Obregón Loría: “La inesperada desaparición del presidente Fernández fue sentida por la mayoría de los costarricenses como una verdadera desgracia nacional, pues con él desaparecía un ejemplar gobernante, un insigne patriota y un hombre bueno en el más amplio sentido de la palabra” (Don Próspero Fernández Oreamuno y su administración).
Un busto y un contratista
El fallecimiento de Fernández trajo al poder a su vicepresidente, Bernardo Soto Alfaro (1885-1889), que creó una comisión en el Congreso para conocer la propuesta de erigir un monumento al fallecido general, en la Plaza Principal de San José, ya en proceso de convertirse en parque.
Así, el 5 de agosto de 1885, la comisión se manifestó a favor del proyecto y comprometió de paso al Ejecutivo, que cuatro días después, por medio de la Secretaría de Fomento, anunció en La Gaceta el concurso para construir el pedestal donde se ubicaría un busto de Fernández. Los oferentes tendrían un plazo de treinta días para presentar sus propuestas y el premio al ganador sería de cien pesos.
Hoy no sabemos cuántas propuestas se realizaron ni quienes participaron en aquel certamen; sólo está claro que el contrato tanto de la realización del pedestal como del busto, quedo en manos del suizo-italiano Francisco Durini Vasalli (1856-1920) y que se firmó el 28 de diciembre ese mismo año, entre el susodicho y el Director e Inspector de Obras Públicas, ingeniero Lesmes Jiménez Boneffil.
Francisco Durini era escultor y negociante de mármoles, y había llegado aquí en 1883, si bien no se establecería sino después. De acuerdo con el contrato: “El monumento, según el diseño respectivo, tendrá cuatro metros y treinta centímetros de altura y tres metros y cincuenta centímetros en su mayor diámetro (…).”
“Las dos gradas de la base se harán de piedra de granito picada del país, de la mejor calidad (…). El resto del monumento será construido de mármol de Carrara (…) primera clase, distribuido en un número de piezas que no pase de cuarenta. El busto debe ser lo más parecido posible al retrato o fotografía del General Fernández, (…) y no deberá tener manchas o vetas que lo desperfeccionen”.
“La obra de mármol quedará perfectamente pulida de piedra pómez, la escultura y ornamentos serán trabajados artísticamente, debiendo ser las piezas o placas de mármol colocadas en buen estado y sin rotura” (La Gaceta, 8 de enero de 1886). Todo indica que el contrato se cumplió a cabalidad, pues Durini recibió la suma pactada de 4 mil pesos en efectivo.
En efecto, menos de dos años después, el 10 de agosto de 1887, el presidente Bernardo Soto inauguró el monumento al General Próspero Fernández, más no en Parque Central, como se había acordado, sino en la llamada Plaza de La Laguna, que aún estaba en obras y que terminaría por llevar el nombre de Morazán.
De la Principal a La Laguna
El porqué del cambio de sitio para el monumento, hoy se nos escapa, pero fue ubicado en la glorieta al centro de los cuatro parquecitos que forman el Morazán; donde se encuentra el Templo de la Música.
El conjunto escultórico, según las antiguas fotografías, poseía la elegancia neoclásica y la materialidad deseable en ese momento, pero lamentablemente estuvo en pie muy pocos años… y partir de ahí, todo es confusión histórica.
Así, el investigador Luis Ferrero sostenía que “en los primeros años del siglo 20, y por una reacción antiliberal al estilo guatemalteco, los jóvenes destruyeron el monumento” (Sociedad y arte en la Costa Rica del siglo 19); pero sin brindar mayor detalle al respecto. Otros sostienen, que fue en 1903 cuando la Municipalidad josefina ordenó su remoción y traslado a la antigua plaza de La Merced –esquina noroeste de avenida Central y calle 2–, pero que esa disposición no se cumplió.
También se dice que el traslado sí ocurrió, en 1904, y a solicitud de los familiares de Fernández, pero que para ese momento ya el monumento iba parcialmente destruido o, como mínimo, despojado de su pedestal original.
Por su parte, la historiadora Florencia Quesada, anota que fue Ricardo Fernández Guardia, regidor municipal en 1904, el que propuso llamar a la antigua plazuela: “Plaza Fernández, en honor del gobernante liberal Próspero Fernández y se procedió a reubicar el monumento (…) que antes se encontraba en el Parque Morazán” (La modernización entre cafetales).
Sin embargo, aquello nunca sucedió, y lo único comprobable hoy es que parte del pedestal de mármol, desprovisto ya de su base de piedra, sirvió durante años para sostener el busto de Simón Bolívar que se hallaba en el parque del mismo nombre, antes de desaparecer para siempre. El busto, por su parte, estuvo a punto de correr idéntica suerte, pero al parecer fue rescatado por el nieto del gobernante, Maximiliano Soto Fernández.
Se suponía que entonces, ya en manos de la sociedad Tea de Alajuela, el busto se inauguraría de nuevo en el Parque Central de esa ciudad, el 11 de abril de 1929, pero aquello tampoco ocurrió; como tampoco le fue posible a esa entidad, pese a su solicitud a la Sociedad Bolivariana, recuperar lo que quedaba del pedestal original.
De modo que no fue sino años después que –aunque en un podio que no le hace justicia a la notable obra escultórica de Durini– se colocó por fin el busto de Próspero Fernández en Alajuela; si bien en el parque frente al cementerio local, espacio que terminó por llevar su nombre.
Sólo entonces, parece, descansó por fin en paz –así fuera mutilado– el monumento aquel: atrás quedaban sus múltiples peripecias, el enigma de la remoción de su emplazamiento original… así como el de la misteriosa muerte del benemérito General Presidente Fernández.