El 27 de octubre del 2019 se celebró oficialmente el centenario del cine coreano, una de las industrias cinematográficas más dinámicas y populares del mundo. Entre las múltiples conmemoraciones –de películas colectivas a publicaciones, festivales y restauraciones de toda índole–, ni al más optimista se le hubiera ocurrido que la celebración cerraría con una cinta coreana a las puertas del Óscar a la mejor película.
Parásitos (Parasite, 2019), de Bong Joon-ho, alcanzó sus históricas seis nominaciones de la Academia estadounidense tras un año de éxito comercial y con la crítica. En mayo, se llevó la Palma de Oro en Cannes, la primera para su país y el mayor premio obtenido hasta ahora, junto al León de Oro de Venecia para Pietà (2012), de Kim Ki-duk, otro de los grandes cineastas de su país. Quizá no se lleve el Óscar a mejor película, pero ya no le queda nada por probar con más de $150 millones de recaudación internacional (en Costa Rica logró alcanzar cinco semanas en cartelera).
Como un estudio semifantasioso sobre la desigualdad rampante en Corea, Parásitos urde una trama repleta de curvas pronunciadas con una puesta en escena meticulosa; en la cinta, una familia pobre “invade” poco a poco la casa de una familia rica, pero nadie sabe lo que le espera allí adentro. Solo esbozar una sinopsis ya se se complica, pues gran parte del drama pende de gestos mínimos… y de brutales sorpresas.
Parásitos es la primera aventura con el cine coreano para más de un espectador, pero esta cinematografía lleva 20 años sumando millones de seguidores en todo el mundo. Si hubiera que definir un punto de quiebre sería el estreno en Cannes de Oldboy (2003), de Park Chan-wook, que con su violenta historia de venganza abrió los ojos de festivales y distribuidores a un puñado de filmes de todo el espectro artístico; si bien evocaba triunfos chinos o japoneses, se arriesgaba con mezclas inusitadas de horror, drama, comedia y fantasía.
Sin embargo, es necesario ir mucho más atrás para comprender cómo puede surgir una película aventurada como Parásitos en el seno de una industria millonaria.
Guerra, poder y cambio
Cine e industria son inseparables, pero muchos relatos de la historia del cine se leen como una sucesión de talentos individuales y excepcionales. En Corea es difícil hablar de generaciones de artistas porque el devenir geopolítico marcó profundamente su producción y su contenido.
El académico Darcy Paquet propone dividir el cine de Corea del Sur así: era colonial (1895-1945), independencia, división y guerra (1945-1953), renacimiento de posguerra (1954-1959), boom de los 60, declive (1970-1987), transición (1988-1996) y una nueva era que empezó en 1996 y continúa hasta hoy. El dominio japonés impuso severas restricciones a la producción cultural coreana; el primer largometraje se hizo en 1919 y el primer éxito fue Arirang (1926), hoy perdido.
Casi todos los filmes de la época han desaparecido, salvo por un puñado de redescubrimientos recientes por parte del Archivo Fílmico Coreano como Crossroads of Youth (1934), la más antigua obra sobreviviente. En el canal de YouTube “Korean Classic Film” se pueden ver casi 200 películas gratuitas con subtítulos en inglés; muchas mencionadas en este artículo se pueden ver así.
La liberación al final de la Segunda Guerra Mundial llegó a un país muy pobre. La división entre norte y sur, así como la política anticomunista de la administración militar estadounidense, impidieron que se realizara mucho más que propaganda y alguna búsqueda artística ocasional.
En la posguerra finalmente emergió la producción local: si en 1955 se hicieron solo 15 filmes, para 1959 eran 111. Triunfan grandes talentos, como Hang Hyung-mo con la controversial Madame Freedom (1956), retrato de la Corea que se abría al mundo y que liberaba sus restricciones morales; es un agitado melodrama con mambo, infidelidad y llanto.
En los años 60, hubo una repentina liberalización política y cultural, pronto suprimida por el gobierno militar que duraría dos décadas en el poder. En pleno apogeo de los grandes festivales europeos, A Coachman (1961, Kang Dae-jin) ganó el Oso de Plata en Berlín, el primer premio internacional para una cinta coreana. Además, Bala perdida (1961, Yu Hyun-mok) retrata la devastación económica de Seúl y las heridas de la guerra: la madre del protagonista, traumatizada por la violencia, grita “¡Vámonos de aquí!” una y otra vez.
El auge de la televisión y la creciente comercialización del cine hicieron que, en los años 70, pocos artistas florecieran en el medio; se desplomó la taquilla, en parte por la mala calidad de las cintas. La estricta censura y el monitoreo minucioso de las producciones hacían que pocos directores pudieran probar nuevas formas de contar. Entre ellos, al inicio de los 80, estaban los agrupados en el Seoul Film Collective, nutridos de cine europeo mostrado en los centros culturales francés y alemán, influenciados por el llamado a un “Tercer Cine” de Octavio Getino y Fernando Solanas. Fueron prolíficos productores de obras experimentales, documentales radicales y textos críticos, como Jang Sun-woo, cuya A Fine, Windy Day (1980) anuncia una nueva era.
Con la llegada de la democracia tras 1987, esta fuerza renovadora se consolida en la Nueva Ola Coreana. Chilsu y Mansu (1988, Park Kwang-su) despotrica contra un “milagro económico” que ya excluía a millones de personas, quizá mejor visto en las Olimpiadas de Seúl ‘88, que desplazaron a comunidades marginales (Lee Tae-woong repasó la controversia en el 2018 en el brillante teledocumental 88/18).
Compleja libertad
La liberalización política y económica del país en los años 80 llevó a los conglomerados industriales (chaebols) como Daewoo y Samsung a diversificar sus inversiones, para dicha del cine. La cercanía con Estados Unidos trajo, por un lado, amplia inversión en distribución y exhibición, pero, también, presiones para acaparar más pantallas. La protesta del gremio de cineastas locales fue clave para consolidar políticas de financiamiento y estímulo agresivas, en resistencia a la creciente dominación de Hollywood, que a mediados de los años 90 era imponente, así como para liberarse de la censura.
En 1993, Im Kwon-taek (excepcional cineasta que ha dirigido más de 100 filmes desde 1962) gozó de un inusitado éxito internacional con Seopyeonje, que utilizando elementos del folclor y la tradición artística coreana conquistó a la crítica y al público. Park Kwang-su continuaba gozando de éxito también, y nuevas voces reclamaban más arte y más cine propio. 1996, cuando se funda el Festival de Busan, marca el inicio de la era de esplendor que aún vive el cine coreano, con películas como Peppermint Candy, de Lee Chang-dong.
La apuesta del gobierno coreano por difundir su cultura, la “ola coreana” (Hallyu), ha llevado a la extraordinaria popularidad global de la música, la televisión y otras producciones culturales. Superproducciones de acción, filmes de terror y grandes romances son muy populares dentro y fuera del país y se dejan más de la mitad de la taquilla, pero la abundancia de dinero y su gran rentabilidad han restringido la diversidad artística y la inclusión de nuevas voces.
Todavía hay muy pocas directoras a cargo de grandes proyectos, y son principalmente aquellos cineastas consolidados en los 90, como Park Chan-wook (The Handmaiden, 2016), Lee Chang-dong (Burning, 2018) y el mismo Bong Joon-ho, quienes gozan de plena libertad creativa en producciones de gran presupuesto. Un director muy popular en el circuito de festivales es Hong Sang-soo, de quien se vio Right Now, Wrong Then (2016) en Costa Rica. En el plano más popular, filmes como el thriller de zombis Train to Busan (2016), de Yeon Sang-ho, brindan esa mezcla de géneros y la maestría visual que destacan en las mejores superproducciones coreanas.
El futuro del cine coreano en el extranjero está asegurado por su éxito comercial, pero aún debe fortalecer la difusión de sus propuestas más aventurado, así como la diversificación de las voces que cuentan historias. Por otra parte, la crítica y la curaduría internacionales deben ver más allá de la “era de los blockbusters” y excavar las décadas de producción cinematográfica que ofrecen un retrato mucho más complejo de Corea, su arte y su gente.
Cinco películas para empezar
Si Parásitos lo tentó a adentrarse en el cine coreano, sin duda el resto de la obra de Bong Joon-ho le gustará. Memories of a Murder (2003), la cinta que lo lanzó al estrellato, es una clase maestra de ritmo, composición y mezcla de géneros. The Host (2006), Mother (2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017), estas últimas producciones estadounidenses, profundizan su estilo y es fácil encontrarlas en sitios de streaming o en DVD.
Aquí van otras cinco recomendaciones que puede encontrar fácilmente en línea:
The Housemaid (1960), de Kim Ki-young.
Seopyeonje (1993), de Im Kwon-taek.
Spring, Summer, Fall, Winter… and Spring (2003), de Kim Ki-duk.
Oldboy (2003), de Park Chan-wook.
House of Hummingbird (2018), de Bora Kim.