En el principio era la madre y la madre parecía insignificante, hasta que se murió. Para recuperar el pasado se vuelve necesario inventarlo, elaborarlo en el presente, contárselo a alguien, ponerlo en palabras mentirosas y ciertas como las de las novelas, esas narraciones que fingen la historia, la historia de los países y también la historia de las personas porque, a pesar de los pesares, los individuos cuentan. Nadie va a creer a estas alturas que un relato nos dice exactamente lo que pasó, menos si se trata de hablar de mamá.
Existe un hiato entre aquello que nos ocurrió y lo que logramos contar sobre ello, en su caso, Catalina Murillo resuelve esa distancia con una novela familiar, sensible y cercana. Una mujer insignificante (Alfaguara, 2024) es una ficción, es la invención de una mamá que también era una mujer y que en sus desafueros y tribulaciones altera la vida de su tribu y al mismo tiempo revela estructuras patriarcales que han recorrido por años la vida privada de los costarricenses.
La casa estaba llena de libros, en ella vivía un filósofo, sus tres hijas y doña Águeda, la señora del hogar. En aquella familia protagonista, el imperativo categórico era escuchar a papá, servir a papá, cuidar las fobias de papá, quien por su parte se veía de manera clandestina con una filósofa, en encuentros ilícitos y transgresores de las buenas costumbres de Cartago, no la ciudad africana sino la costarricense, reconocida cuna de conservadores y de beatos insignes. De más está decir que los padres de la narradora eran cartagineses.
Pero los amores furtivos de papá no le quitan el sueño a la narradora, ella está interesada en otra persona, en esa que mantiene la casa a flote mientras papá lee o duerme, en quien habla como una tarabilla para ocultar, con aquel río de palabras, acongojantes intimidades que entre grietas y escombros muestran rebeldías ocultas en el antiguo régimen de la casa monacal, ese que en apariencia gobernaba un filósofo fóbico y culto que soñaba con escribir una novela. Algunos filósofos han intuido que la verdad está en otra parte.
Una mujer insignificante es una novela con estructura de chisme. La narradora nos cita para que la oigamos contar eso que hizo mamá a los 60 años con un amigo de papá. El francés Jean Patin irrumpe entonces con la fuerza que tiene lo reprimido y cambia con su aparición los trabajos y los días de aquella familia tan parecida a otras.
Algunos ingenuos creen que usar un narrador en primera persona es sinónimo de eso que se ha dado en llamar autoficción, como si fuera una tendencia narrativa nacida en el siglo XXI, cuando lo cierto es que su genealogía incluye a varios de los grandes autores de todos los tiempos. En primera persona, Catalina Murillo nos cuenta la historia de una familia y, en ella, la protagonista principal es esa señora que en ocasiones es mamá, en ocasiones es esposa y en otras la amante indecisa de un francés algo oportunista.
Sin embargo, como la literatura se mueve siempre dentro del reino de la subjetividad, en ella lo contado no es más importante que quien lo cuenta.
De tal modo, con esta precisión, llegamos a uno de los grandes méritos narrativos de esta novela corta y simpática: la narradora. Esa mujer que se nos va revelando poco a poco mientras nos habla de su familia, mientras nos habla de su mamá; porque la narradora de esta historia es una mujer divertida y profunda que con frases dichas al pasar nos muestra su agudeza para describir personalidades, para exponer emociones empozadas que pocas personas se atreven a pasar en limpio y a dejar frente a nosotros convertidas en ficción mediante un lenguaje literario muy oral, como ese en el que se cuentan los chismes, y que además se vale de un tono narrativo que nunca cae y mantiene así siempre entretenidas y atentas a “las desocupadas lectoras” en ese viaje indiscreto al interior de una casa en apariencia normal.
Catalina Murillo o, mejor dicho, su narradora estrella, vuelve la mirada hacia atrás, indaga en sus entrañas y de ahí saca una historia divertida y cariñosa, crítica y también triste. La nostalgia se filtra entre las bromas de esa mujer que nos cuenta su búsqueda del tiempo perdido, las miserias de sus muertos y, fundamentalmente, quien al contarnos la historia de su madre nos muestra la suya. Al final, el título Una mujer insignificante aparece junto a su nombre, dice Catalina en el momento cumbre de toda la novela.
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La orfandad es el lugar desde el que se cuenta esta historia, papá y mamá han muerto, la Bigsista y el Osezno (sus hermanos) han hecho sus vidas, Jean Patin es un desaparecido y, frente a la narradora, solo están una ventana, esos aguaceros puntuales de San José y las ganas de llorar por lo que ya no está, por eso que un día fue y que es, en parte, a lo que le debemos lo que somos. Frente a esa ventana lluviosa nace esta novela.
Doña Águeda no es feminista, ella no es una intelectual que elabora discursos emancipatorios para legitimar sus acciones pecaminosas. Ella es católica y lo sufre. Como los buenos personajes, esta señora inquieta no es una marioneta que usa la autora para defender una ideología; como los buenos personajes, doña Águeda se parece más a una persona de carne y hueso que a una idea; entonces, ella actúa, miente, viaja sola a Europa, toma fármacos, se confiesa con un cura, espera ansiosa las cartas de su amado, llora por los caminos a su marido muerto, se enferma, pierde la razón y muere, dejando con su ausencia la mesa servida para que alguien con talento llegara a contarnos su historia muchos años después, cuando todo aquello siempre le había parecido insignificante al mundo entero.
Así es la literatura, algo parecido a un milagro, un arte que pone la mirada donde nadie más la había puesto, una práctica solitaria que se permite infidencias, alteraciones de la realidad, deformaciones subjetivas, olvidos, engaños. Por eso, Rubén Darío escribió en su Letanía de Nuestro Señor Don Quijote aquellos versos geniales que parecen una definición de la novela como género literario, esa narración que al igual que el caballero andante va “contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad…”.
Contra las costumbres de su época vivió doña Águeda su romance clandestino con Jean Patin. No sabremos nunca los remordimientos de su conciencia ni hasta dónde llegaron los placeres de su carne; no sabremos entonces si todo lo que se nos ha dicho sobre ella es mentira o es verdad. Ahora, lo que sí es cierto es que, a su hija, esa narradora que inventó Catalina Murillo, todo se lo creemos, porque si algo está claro en este mundo es que ella sabe escribir novelas.