Celebré la concesión del Premio Nobel de Literatura a la gran poeta Louise Glück con palmas, gritos, y hasta una pieza de piano que le dediqué, en la intimidad de mi estudio, y que ella jamás escuchará. Por siempre ignorará que un pianista costarricense le dedicase tan insólito y privado homenaje.
Glück no es conocida en Costa Rica (¿qué se conoce aquí, fuera de Harry Potter?), pero tiene décadas de gozar de gran popularidad en los Estados Unidos. Es una poeta taquillera -cosa rarísima en nuestros días-. Durante una firma de libros en Nueva York tuve la ocasión de que me estampara un autógrafo sobre mi viejo ejemplar de The triumph of Achiles. En un instante de confidencialidad me confesó que detestaba las firmas de libros, así que le agradecí el gesto, y me apresuré a hacer un discreto mutis por el foro. ¡Cielo santo: era una mujer bellísima! Y sigue siéndolo: lo será por siempre.
Aplaudo la decisión de los cejijuntos, barbudos, patriarcales y venerables sacerdotes literarios de Estocolmo por las siguientes razones.
Le dieron el premio a una mujer. De ciento veinte ediciones del Nobel (algunas de ellas compartidas) solo dieciséis le han sido concedidas a mujeres.
Se lo concedieron a una poeta. Pese a que hoy en día todo el mundo se tiene a sí mismo por poeta, y que la poesía más se ha convertido en una terapia (antidepresivo, ansiolítico, suplemento de estrógenos y testosterona, fármaco para las más diversas afecciones), la verdad es que vivimos en un momento histórico muy difícil para la poesía, que demanda del lector una actitud intensamente co-creativa, en a producción conjunta de significado entre el emisor y el receptor.
Se lo otorgaron a una poeta que, burlándose de los sambenitos de culterana, dépassée u obsoleta, todavía cultiva el verso y la métrica con rigor, aun cuando puede ser igualmente diestra en el versolibrismo.
Louise Glück nace en Nueva York, en 1943: tiene 77 años de edad: podemos todavía contar con muchos años de bellos poemas. Por una vez, la Academia no le concede el premio a un escritor in articulo mortis, ad portas de la muerte. Últimamente, los adjudicadores se demoraban tanto en honrar a los galardonados, que el premio comenzaba a ser visto como un mal presagio: te premian, significa que pronto te vas a morir. Se temía que los laureados comenzasen a rechazarlo. Recordemos que a Albert Camus -excepción a la regla- se lo dieron a los 44 años.
Pero hay mil razones más, para amar la poesía de esta trovadora estadounidense, de origen judío y húngaro. El formidable sincretismo que logra al aunar los riquísimos caudales de la mitología grecolatina, la Biblia, los cuentos de hadas, el folclor de diversos países, la historia, la autobiografía… estos afluentes van a caer en un mar de poesía donde todo armoniza, todo coexiste, todo vibra al unísono.
Es popular sin ser populachera. Es popular sin ser concesiva. Es popular sin ser comercial. Es popular sin prostituirse ante la mercachiflería literaria de nuestros días: ¡difícil equilibrio! Su poesía no es difícil de comprensión… ¿o lo es? Pues no sé qué decir, porque quizás la poesía no sea, en primer lugar, un acto de comprensión, en el sentido astringentemente intelectivo de la palabra. Su mensaje parece simple, llano, diáfano… pero es esa sencillez engañosa del escritor que llega a ella después de haber transitado las más abstrusas complejidades. La suya es la “sencilla profundidad” de que hablaba Borges (con quien tiene evidentes rasgos comunes).
En ese complicadísimo ejercicio que es la escritura e instauración del yo, no vaciló en trenzar su vida íntima con la de personajes de diversas mitologías. Hizo bien: todos tenemos algo de Odiseo, Penélope, Medea, Fedra, Telémaco, Prometeo, Ícaro, Antígona, Creonte, Aquiles, Jasón, Electra, Ifigenia, Edipo… y hay infelices a los que les toca hacer las veces de cíclopes, arpías, cancerberos, gorgonas, medusas, hidras de Lerna. Nos hemos constituido a través de ellos. ¿Cuál, si no, creían ustedes que era el valor fundamental y fundamentante de toda mitología en el mundo? Por eso sigue vigente su estudio: la mitología grecolatina, tomada en su conjunto, propone una antropología, una visión globalizadora del animalito humano. Pues en este turbio hontanar vino a abrevar Louise Glück, volviéndonos a vincular inextricablemente con los grandes arquetipos mitológicos del pasado. Ella fue Antígona, Penélope, Aquiles, Ifigenia, Prometeo… habla de ellos con la donosura con que hablaría de sí misma, aun más: confunde la autobiografía y la mitología, ¡y hace bien, porque la verdad es que jamás han estado disociadas!
Glück se inscribe dentro de la gran tradición de los poetas - filósofos. Piensen en el capítulo de El Gran Inquisidor, de Los Hermanos Karamazov de Dostoievski: ¡es más filosofía que literatura! ¡Perfectamente podría extraerse de la novela y publicarse como una separata! Lo que hay que comprender -perdón, amigos filósofos- es que la filosofía no es más que un subgénero de la literatura, particularmente en su vertiente metafísica, que en mucho se aproxima a la ciencia ficción. Recuerden lo que decía Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: “Toda filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia”. No creo que ninguno de los filósofos - escritores que conocemos me hubiera reconvenido por esta afirmación: Platón, Pascal, Rousseau, Voltaire, Kierkegaard, Nietzsche, Bergson, Unamuno, Ortega y Gasset, Russell, Sartre, Camus, De Beauvoir, Zambrano. A partir de fin del siglo XVIII se da un doble y simétrico proceso que se cuenta entre los fenómenos más interesantes de la historia de las letras: la filosofización de la literatura, y la literaturización de la filosofía. Ambas disciplinas se funden, entrelazan, y fecundan recíprocamente. El siglo XX galardonó con el Premio Nobel de Literatura a cuatro filósofos: Bergson, Russell, Camus y Sartre, ¡pero no se los concedió en tanto que pensadores, sino que escritores! Nietzsche sostenía que la suya era “una metafísica de artista”, de Ortega y Gasset se ha afirmado que era más un coleccionista de metáforas que un filósofo, Rousseau es un prosista soberbio, y Voltaire un novelista satírico de primera línea. De manera correlativa, habría que decir que Unamuno, Machado, León Felipe, Sábato, Dostoievski, Kafka, Beckett y Borges eran por lo menos tan filósofos como poetas. Filósofos que no filosofaban desde lo que los manuales académicos definen como filosofía, sino desde la poesía, la novela, el cuento, el teatro.
En la poesía de Louise Glück, el decir bello y el decir verdadero encuentran su perfecto punto de homeostasis. Escribió ensayos, y son fascinantes. Pero admitámoslo: lo esencial de su pensamiento está en sus versos, que no solo son música (ritmo, cadencia, armonía, melodía), sino también pensamiento poetizado. Ella también fue filósofa a su manera: abran cualquiera de sus poemas, al azar, y mi aserto les saltará a la vista. “You will hear thunder and remember me, and think: she wanted storms” (“Oirás truenos y me recordarás, y pensarás: ella quería tormentas.”) Sí, como Franz Liszt, Louise podría definirse a sí misma como una desatadora profesional de tormentas. Cada uno de sus doce libros de poesía es una purificadora tempestad del alma. Salimos de ellos transidos, transfigurados, y adictos a su verbo, que es como el calmo, divino, sereno remanente de una enorme convulsión interna. Pero en un acto de adorable discreción, ella se reserva para sí misma los espasmos de dolor: lo que nos regala a manos llenas es la música, el inmarcesible canto que suscitaron.