Cuando Hernán Cortés llegó a México, Tenochtitlán, hermosa ciudad lacustre llena de canales y puentes (suerte de Venecia amerindia), tenía una extensión de cien kilómetros cuadrados. Madrid no llegaba a la sazón a los catorce kilómetros cuadrados. Y sin embargo, Cortés prevaleció, hincando a una civilización inexacta y perversamente calificada de “primitiva”, “salvaje”, “exótica”, “pre-científica” y “pagana”. Estadígrafos y demógrafos han estimado que la degollina de poblaciones autóctonas perpetrada por los españoles alcanza los ciento cincuenta millones de muertos: el genocidio más grande de la historia. Y por supuesto, había que descalificarlos: no tenían cultura sino folclor, no tenían idioma sino dialecto, no tenían arte sino artesanía, no tenían religión sino supersticiones, no tenían medicina sino brujos, no tenían iglesias sino templos en los que se oficiaban sacrificios humanos.
Como todos sabemos, la población autóctona de Costa Rica no fue diezmada en la medida en que lo fueron las poblaciones mexicanas y andinas. Pero nunca han salido de los márgenes de la cultura. Representan una especie de sub-Costa Rica, tristes remanentes de una civilización derrotada y declinante. Hay costarricenses autoctofóbicos que se avergüenzan de su sangre indígena e ignoran ese proceso inmensamente enriquecedor que fue el mestizaje, de culturas como de etnias. Es a la luz de estas consideraciones que el libro de Adriana Herrera Brenes Relatos y estampas de mujeres indígenas adquiere toda su resonancia literaria e histórica. Ya en la contraportada del libro la autora cita el artículo primero de nuestra constitución política (recién modificado en el año 2015): “Costa Rica es una república independiente, multiétnica y pluricultural”.
Hay por lo menos tres formas de la marginación a que hemos sometido a las mujeres indígenas: la marginación por su etnia, la marginación por su género, y la marginación social producto de su nivel frecuentemente proletario. Adriana toma nota, como avezada reportera, de las más sugerentes historias contadas por mujeres de diversas comunidades indígenas: bribri, boruca, térraba, maleku, quitirrisí, salitre, broran, huetar, zapatón, cabécar, de individuos a familias, de familias a clanes (la unidad social primordial, según el sociólogo Durkheim), de clanes a comunidades. Nos hablan de la vida en armonía con la naturaleza; del valor de la palabra dada; de la tala de los bosques, la muerte de los animales y el saqueo de la tierra; de la medicina con base en plantas; de la diferencia que hay entre un chamán y un brujo; de los duendes; de su ciencia veterinaria; de la violencia doméstica, siempre desatada por los varones (“los hombres no sirven para nada, sólo para agredir y maltratar”), de la deficiencia de la educación que el Estado les ofrece; de su vínculo sagrado, táctil, sensorial y erótico con la tierra; del mudo lenguaje de las piedras; del resurgimiento de la lengua materna; de la mujer, auténtica dueña de la tierra, líder comunal y figura axial en una sociedad próxima al matriarcado; de la Madre Tjer, “que está muerta pero está viva entre las piedras”; de la sacralidad de las plantas; de extraños parajes de montaña en los que se penetra en otra dimensión, y la sensibilidad temporal se ve alterada; del politeísmo, donde los dioses se escalonan en una jerarquía de poder; de la corrupción política que a sus tierras traen los forasteros; del arte de extraer pigmentos asombrosamente coloridos de plantas y tierras…
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La segunda parte del libro nos ofrece abundantes fotos de rostros esculpidos por el tiempo y la naturaleza, de herramientas, bisutería y magníficas obras de arte. Adriana deja implícita la gran pregunta, y es una pregunta para la cual debemos servirnos del francés, porque el español no tiene términos equivalentes. En Francia se habla de un savant para aludir a un sabio, en el sentido académico, curricular, científico de la palabra: alguien que a fuer de especialización sabe mucho sobre un tema específico. Luego existe la palabra sage: un maestro de vida, un maestro en el arte de vivir y morir, ese anciano al que acude toda la comunidad para encontrar respuesta a las grandes inquietudes existenciales del ser humano, las universales, las eternas, las antropológicas: el amor, el miedo, la existencia o no existencia de Dios, la muerte, la soledad, el significado de un sueño, la melancolía, la angustia, el deseo. Pero en el mundo de Adriana este papel es representado por mujeres, y esto lo hace doblemente fascinante.
Por encima de todo, Adriana subraya que el vínculo de los indígenas con la tierra y la naturaleza es sagrado. Occidente, esa descomunal máquina de la desacralización, profanó, violó, devastó el mundo. Tal fue el resultado del mito del progreso que nos viene del siglo “de las luces”, de ese optimista, enciclopedista y utopista siglo XVIII. En lugar de ser su hierofante, su poeta, su protector, su jardinero, su amante, el hombre occidental hizo con la naturaleza lo mismo que hizo con la mujer: devastarla y subyugarla. ¿El resultado? Ahí lo tienen: un hueco en la capa de ozono de la atmósfera del tamaño de África. He ahí adonde nos condujo el fetichismo cientificista, el mito del progreso, y la tecnolatría, esto es, la idolatría del maquinismo, del cacharro mecánico. El hombre del siglo XXI vive hincado, prosternado ante su nueva divinidad: la tecnología. Aunada al anarcocapitalismo, una fórmula perfecta para la aniquilación del planeta y con él, de la especie humana. Nuestra inmemorial, endémica, ancestral vocación tanatofílica, la pulsión de muerte, la oscura voluntad de autodestruirnos. El respeto y la sacralización de la naturaleza son valores de primerísimo orden, y de tremenda vigencia. Valores que hemos de asumir urgente, perentoriamente. Y son estas culturas que mal llamamos “primitivas” las que vienen a enseñárnoslo.
El libro de Adriana es una enorme infusión de esperanza. Está hermosamente escrito: no lo sobra ni le falta una palabra. Le da voz a las más lúcidas mentes que al día de hoy tiene nuestro país, y restablece el vínculo histórico, placentario, de las civilizaciones arcaicas con las modernas. Es un canto a la armonía, a la sabiduría ancestral, al poder modelador de culturas de la mujer, a la unidad ser humano - naturaleza, que jamás debió haber sido roto. Recuerden amigos: Dios perdona siempre, el hombre perdona a veces, la naturaleza no perdona nunca. El hombre, opresor de la mujer y verdugo despiadado de la naturaleza, no entenderá jamás la magnitud del daño que se hizo a sí mismo, en su sed de poder y dominación. Relatos y estampas de mujeres indígenas, de Adriana Herrera Brenes, le administrará una saludable dosis de sobriedad, humildad y sensatez.