Las pinturas de Rodolfo Stanley son sueños, a veces pesadillas de colores.
Lo digo a propósito, tal vez exagerando porque en sus temas no hay solo sueños. O, para decirlo de otra manera: también hay sueños que se convierten en pesadillas, aunque no sean obvias; ocurre, por ejemplo, que en un ambiente realista, contrastado por los trazos y el azul de Prusia o el bermellón, se infiltran elementos oníricos.
¿Qué hacen tan juntos un caballo sobre un camastro y una bailarina de ballet sentada en el borde, casi estrujándole las patas traseras? Esta es una pesadilla atenuada, cuya pesantez es aliviada por los colores fuertes y la luz. ¿Cómo entender al pianista que interpreta música bailable en un piano en llamas (dos hombres giran al otro lado de los cristales), mientras otra bailarina de blanco, sentada y vendada, sostiene un látigo? ¿Y la bailarina que reposa sobre un sillón cuando un buzo entra por la ventana empuñando un ramo de rosas rojas?
También se observa la imagen de Marilyn Monroe con la falda levantada por el viento violador. En otra composición, la bailarina está sentada sobre las maletas, con las puntas inhiestas perforando el suelo de tierra. Ha hecho un viaje.
El ambiente no es el salón neoclásico del ballet, sino el de una casa campesina ya casi extinta en el paisaje costarricense, con el jardín tropical de platanillas, itabos y bromelias.
Es curioso: las posiciones de las bailarinas en estos acrílicos también aparecen deformadas, no corresponden a la práctica ‘normal’ de colocar las piernas o los pies en el ballet.
Tampoco se trata de figuras esbeltas. Aquí las mujeres se muestran con carnes robustas, sensuales; también rompen las expectativas como en casi todo el corpus de Stanley.
En este corpus, cada detalle del mundo está bien dibujado; el resultado del dibujo acusa la destreza de quien traduce realidades a la representación en el lienzo.
Por otra parte, el observador descubre que reunir esos elementos en un mismo escenario subvierte el marco realista introduciendo lo inexistente, lo que irrumpe en nuestras expectativas y crea un clima de fascinación, que –para nombrarlo de algún modo– podríamos llamar onírico.
No se trata de pesadillas brutales, a lo Füssli, ni de delicias, como en El Bosco, ni de brujas a lo Goya, ni de descuarizamientos cubistas. Este onirismo pictórico da lugar a otra cosa: hablo de pesadillas de colores. Los colores vivos, fuertes, inesperados, contribuyen a crear el universo pictórico, pero también atenúan la violencia que por ello solo queda sugerida. En eso radica el elemento insólito de estas obras.
Con un procedimiento semejante, en otras series de Stanley predomina el efecto satírico que disimula el drama, lo matiza, lo hace tolerable.
Sus pinturas se destacan por señales variadísimas en las que llaman la atención la sensualidad, la irreverencia, los brochazos calculados, los detalles repentinos, la irrupción de lo imposible en lo cotidiano: colores que se quedan en la retina forzándonos a seguir imaginando más allá de la representación.
Larga trayectoria
La obra de Stanley es vasta. Aparte de señalar su productividad, ya que no es posible referirme aquí a la trayectoria de tantos años, sí quiero recordar los motivos en torno a los cuales ha girado su obra creativa reciente.
Salta a la vista media docena de series separadas, cada una de 20 a 40 cuadros, con temas que se expresan en tonos diferentes: la serie Los comegüevos se vale de la distancia irónica mediante trazos exagerados para representar ciertas prácticas populares.
Las escenas de playa, por su lado, caricaturizan el estilo realista. El proyecto Los parques vuelve a matices fantásticos generados por los colores y la coincidencia espacial de lo diverso. En Los bailongos todo se anima; los cuerpos parecen rebasar el marco de la representación.
En cambio, la sordidez física agita los cuerpos y los ambientes en la serie La noche: hay contrastes de luz y sombras, cuerpos a veces deformes; gozo y tristeza, tristeza de los prostíbulos. Véase, por ejemplo, ese local impreciso, lleno de cuerpos abigarrados, donde una prostituta acaba de desvestir a un hombre de rostro casi monstruoso: las miradas son lascivas, jocosas, esquivas, se oyen casi los gritos.
Rodolfo Stanley nació en la Grecia costarricense, en el trópico montañoso, en 1950. Ha observado el país y ha visto lo que está ahí, pero que solo el artista puede extraer y pintar.
Esta ‘copia’ siempre es deforme, como lo anunciaba Valle-Inclán, porque, deformándolas, las cosas y personas se dibujan mejor, porque se marcan sus contrastes y detalles significativos.
Las más de 100 exposiciones en países diferentes (Alemania, Estados Unidos, España, Suiza, Colombia, Japón, etc.) muestran esta mirada al mundo que se resiste a que lo miren si no es con los ojos y con el pincel de este artista.
Su obra evoca un gran mural, siempre en proceso de creación, irreverente, sobre costumbres y prácticas de vida que no se limitan a la experiencia costarricense, sino que podrían leerse como una mirada a la cultura latinoamericana. Un mural lleno de color, ironía, sarcasmo, cariño, sueños surrealistas, coincidencia de cosas que no suelen ir juntas en la vida. Por eso, es sueño y pesadilla.
La muestra en Plaza Antares
Exposición: La intimidad de las bailarinas
Artista: Rodolfo Stanley
¿Dónde? Galería Bogarte, Plaza Antares
¿Cuándo? Abierto al público hasta el 17 de junio
Horario: Lunes a domingo, de 10 a. m. a 8 p. m.