En el libro Francisco en Costa Rica, recuerda don Paco Amighetti el viejo Parque Central josefino. En su centro, dice, se hallaba entonces la fuente cuyos peces atraían la atención, por igual, de niños y de campesinos; y cuenta cómo unos y otros fueron alguna vez sus modelos.
Luego el autor agrega: “Después apareció en el parque en vez del frágil quiosco, un edificio de planta circular que lo sustituye, una fastuosa retórica en cemento del peor gusto del mundo, que resulta además de disparatado, monstruosamente grande en relación con el espacio que lo sustenta.
“Es un regalo de Somoza. 1.° Costa Rica se equivocó en aceptar ese regalo, así como Troya [se equivocó] al abrir sus puertas al inmenso caballo de madera en donde Ulises venía con sus compañeros”.
El viejo quiosco del Parque Central
Para mediados de la década de 1930, con apenas unos veinticinco años de construido, el quiosco del Parque Central josefino se encontraba en mal estado. Por esa razón, la Secretaría de Fomento encargó al arquitecto José María Barrantes el diseño de uno nuevo, más grande y mejor acondicionado acústicamente.
Eso sí, en lugar de ubicarse hacia el noroeste del parque, el nuevo templete estaría en su centro; con lo que desplazaría a la vieja fuente de Cupido y el Cisne, que sería trasladada a la Plaza Carrillo, frente a la iglesia de La Merced. De ese proyecto, no obstante, no se volvió a hablar; al menos en los medios impresos.
Años después, en julio de 1940, al tiempo que se cambiaban las bancas de los pasillos interiores y perimetrales del parque, se mencionó un nuevo proyecto de quiosco que se construiría en el mismo sitio del existente. El diseño era un regalo que le hiciera el dictador Jorge Ubico (1931–1944) al entonces gobernador de San José, don Manolo Rodó Parés (1894-1979) durante una visita que realizara a Guatemala.
Sin embargo, tampoco sucedió nada en esa ocasión y del mal estado del quiosco y de la necesidad de sustituirlo por una concha acústica, se siguió hablando en la prensa, con cierta insistencia, en durante ese año. Por ejemplo, en su sección Ciudad alegre y confiada, del 5 de noviembre, el diario La Razón anotaba:
“El kiosco del Central debe ser considerado como uno de los lugares más importantes de nuestra ciudad. Allí se juega la lotería; en las bolitas que revuelve el plateado tambor de la Junta de Caridad ciframos los costarricenses, cada quince días, el alivio de todos nuestros males; y los josefinos rodeamos el kiosco, ansiosos del gordo o siquiera de una terminación.
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“Los mejores conciertos de la banda militar tienen por escenario el viejo kiosco, y a oírlos se congregan tanto el josefino de la buena música, como el flirteador empedernido, o la linda damita que quiere lucir su tocado a la última moda. Y aún sin música, el kiosco parece ser el centro de un círculo de paseantes entre tanda y tanda de los teatros vecinos.
“Ante la figura desmedrada del kiosco, pues, desfila día a día todo San José, amén del turismo extranjero. Para uno y otro, especialmente para el turista, el kiosco ha de constituir una interrogación. Haciendo compañía a la lujosa monumentación capitalina: ¿qué hace ese kiosco enteco y descabalado?”
El calvario de un quiosco
Fue poco después, en 1941, que el dictador nicaragüense Anastasio Somoza García (1937-1956) le ofreció al presidente Rafael Ángel Calderón Guardia (1940-1944), “con atenta dedicatoria” –como dijo la prensa–, el diseño arquitectónico de un nuevo quiosco para nuestro principal espacio público.
Somoza García tenía una especial relación aquí con don León Cortés, de cuya administración (1936-1940) Calderón Guardia había surgido como sucesor. Representando a ese mandatario, fue que Calderón Guardia visitó Nicaragua en 1937, momento desde el cual cultivó su amistad con la familia Somoza.
De esa intimidad hubo múltiples muestras a lo largo del tiempo. Además, los dos mandatarios compartían su pública simpatía por la dictadura filo-fascista de Francisco Franco, en España, y ambos, también, se habían apresurado a demostrar su fidelidad a los democráticos Estados Unidos, tras su entrada en la Segunda Guerra Mundial.
El ofrecimiento del diseño del quiosco, pues, no era casual. Empero, aunque la Secretaría de Fomento recibió los respectivos planos, para 1942 el quiosco existente seguía en pie; aunque con el techo a punto de caer, pues sus columnas de madera estaban podridas y desplomadas.
Cierto que se le cambió el piso y se le repelló la base de ladrillo, prescindiendo de las molduras; pero la Comisión de Fiestas de ese año salvó su responsabilidad en el asunto y logró la demolición de columnas y techo… para hacer un arreglo provisional que funcionara apenas para las fiestas decembrinas.
En aquello, claro está, tenía mucho que ver la coyuntura de la guerra mundial, que afectaba a la economía costarricense en general y a su industria de la construcción en particular. Esta última, cabe recordar, dependía en gran medida de la exportación de materiales y herramientas necesarias para desarrollarse.
El cemento en especial, indispensable para las obras de concreto armado, escaseó durante todo 1943 impidiendo iniciar la construcción del nuevo quiosco. La falta de fondos para la obra, por su parte, trató de remediarse con una contribución pública que, como en otras ocasiones, quedó en nada.
De modo que no fue hasta el 25 de diciembre, con el inicio de las Fiestas Cívicas y cuando el anterior llevaba un año desmantelado, que se anunció que en 1944, ¡por fin!, se construiría el nuevo quiosco.
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Los trabajos de construcción en el centro mismo del parque se iniciaron en el mes de febrero; aunque hubo que adaptar los planos originales reduciendo las dimensiones del edificio originalmente proyectado. Desde quince días antes, en una vitrina de la calle Central, se exhibía su diseño y solo entonces se supo quién era el autor.
El regalo envenenado
Se trataba del arquitecto catalán Víctor Sabater, que había llegado a Nicaragua en 1933, contratado por la empresa de diseño y construcción Dambach y Gautier. Para esa constructora había diseñado en arquitectura art-decó el Templo de la Música del Parque Central de Managua, inaugurado en 1939. Como el trabajo había llamado la atención de Somoza, este lo convirtió desde entonces en algo así como su arquitecto de cabecera.
Aquí, el quiosco que le encargara su patrón inició con un presupuesto estimado de doscientos mil colones; y la construcción quedó en manos del contratista Ernesto Arroyo, con el ingeniero italiano Gastón Bartorelli al frente. Pronto, sin embargo, afloraron los problemas.
Mientras la gente se quejaba del mal estado en que la obra tenía al parque, la falta de cemento en el país hacía muy lento el avance de la edificación. De hecho, tan lento iba aquella, que el presidente Calderón Guardia no pudo siquiera soñar con inaugurarla, pues su mandato expiraba en mayo de ese año.
Como si fuera poco, un año después, en mayo de 1945, se calculó que los atrasos sufridos aumentarían el presupuesto en cien mil colones, lo que redundaría a favor del contratista. El regalo, pues, no solo estaba envenenado, sino que además estaba saliendo más caro.
Con todo, a mediados de 1945, el quiosco ya empezaba a verse. Se trataba de un edificio de planta circular, al que un semisótano colocaba en plano elevado; y al que se accedía por dos escalinatas flanqueadas por unas altas farolas que se traerían de México. A partir del plano dicho, ascendían seis columnas monumentales que sostenían una cúpula semiesférica, a modo de cubierta.
Al pie iban dos fuentes luminosas y sobre la base principal unas jardineras. Las entradas al subterráneo llevaban puertas de hierro forjado y las farolas de las escalinatas –unas columnas metálicas y luminosas– se replicarían por el parque rodeando la estructura.
Descrito originalmente como de diseño “colonial”, lo cierto es que el resultado era ecléctico, pues en su planteamiento neo-imperial, integraba elementos decorativos tanto de pretensión neocolonial como art-decó; en una mezcla de desproporción espacial y mal gusto.
En principio, se anunció su inauguración para el 1.° de mayo; pero fue imposible hacerlo ese día. La fecha, entonces, se fijó para el 15 de setiembre, en coincidencia con la fiesta de la Independencia.
Sin embargo, aquello fue solo una formalidad, pues el estreno de la estructura se dio realmente la noche anterior, con la retreta de gala que tocaron allí las bandas militares de San José, Cartago, Heredia y Alajuela, bajo la dirección del maestro Roberto Cantillano y la asistencia del presidente de la República.
Es desde entonces que el quiosco protagoniza el espacio público capitalino por excelencia, con la fastuosa retórica de concreto que le atribuyera Amighetti; a veces abandonado, a veces celebrado, como un caballo de Troya en medio de una ciudad que, con él, empezó poco a poco a desaparecer.