Refiriéndose a los espacios comerciales de finales del siglo XIX, sostiene el sociólogo urbano Giandomenico Amendola, que estos se convirtieron pronto en los símbolos de la ciudad moderna. Así, afirma: “Aparecen los pasajes [y] los grandes almacenes (…): los espacios del consumo, del ocio, del sueño (…). El objetivo económico de los pasajes, que desde el comienzo fueron obra de especuladores privados, es el de sacar partido de un espacio urbano que reproduzca el deseo de espacio urbano del flâneur.
“El flâneur -o “paseante” en francés-, protagonista incuestionable de los pasajes, es el burgués (…). El flâneur, nuevo héroe de la ciudad moderna, vive en la muchedumbre sin sufrirla, es capaz de vivir el instante fugaz, extranjero y ciudadano al mismo tiempo, cruza la ciudad sin caminos prestablecidos pero capaz de hallar significado en sus propias huellas” (La ciudad posmoderna)”.
El San José comercial
Ciudad burguesa también, y modernizándose a nuestra provinciana escala, claro está, no en balde el San José de finales del siglo XIX e inicios del XX, ha sido descrito por propios y extraños como una pequeña metrópolis, que tenía a la Avenida Central como eje comercial de mayor importancia.
Precisamente allí o a pocas varas de ella, en sus calles transversales, apareció entonces toda una infraestructura comercial y de servicios, entre cuyos edificios destacaban los destinados a almacén.
De dos pisos sin excepción y caracterizados por sus grandes ventanas, construidos en ladrillo y revestidos de estética neoclásica, ecléctica o modernista, aparecieron entonces almacenes como La Alhambra (1893), Steinvorth y Hermano (1907), Ferretería Macaya (1908), Juan Knhör (1914), Robert Hermanos (1919) y otros, como el de Herrero y compañía o el almacén La Mascota.
Mas, como anotaran las historiadoras Ofelia Sanou y Florencia Quesada, para profundizar el modesto paralelismo con la ciudad europea: “Como extensión de los grandes almacenes aparecieron los pasajes comerciales. Fueron creados a principios del siglo XIX en Europa. Uno de los más grandes (…) de ese continente fue la Galleria Vittorio [Emanuele II], en Milán, construida por Giuseppe Mengoni (1865-1867).
“En América Latina, también se popularizaron a finales del siglo XIX. Gracias a la combinación del hierro y el vidrio, se pudo ampliar la zona de exhibición de mercaderías con el techado interno. Al mismo tiempo, los pasajes comerciales también modificaron el espacio urbano, porque abrieron nuevas calles dentro de las manzanas” (Orden, progreso y civilización: 1871-1914)”.
En ese sentido, tampoco fue excepción nuestra pequeña urbe, pues también tuvimos aquí varios pasajes tales como el Jiménez (en avenidas 1 a 3, entre calles 4 y 6), que no era enteramente techado, o el de La Gloria (Avenida Central, entre calles 4 y 6) cuyo pasaje no atravesaba la manzana, entre otros. No obstante, sí tuvimos uno de aquellos pasajes a la europea.
En efecto, en una extensa nota aparecida en el diario La Información, el 18 de noviembre de 1915, podía leerse: “Está ya por terminarse en uno de los lugares más céntricos de esta capital, con entrada por las Arcadas del Teatro Nacional y frente a la plazoleta Mora Fernández y salida a la otra calle, una bellísima construcción de estilo europeo, que se llamará el Pasaje Central”.
¿Central o Dent?
Continuaba la nota aquella: “La acaudalada y filantrópica dama doña Teresa v. de Dent ha ordenado la construcción de ese pasaje, que consistirá en una calle cubierta de vidrio y a un lado y otro, salones para establecimientos, locales para cafés, barberías, tiendas, oficinas para abogados y toda clase de profesionales, etc.
“Va a ser indudablemente ese Pasaje Central, uno de los lugares más atractivos y animados de San José y la construcción se ha hecho con la elegancia más irreprochable”. Ciertamente, irreprochable habría de ser aquella obra, pues tenía a cargo a un gran profesional centroamericano: el ingeniero-arquitecto Daniel Domínguez Párraga (1886-1959).
Versátil diseñador en una época en que el romanticismo decantaba la arquitectura hacia el igualmente versátil eclecticismo; en el inmueble en cuestión Domínguez Párraga se valió de un contenido neoclasicismo para el interior, mientras en la fachada principal, sobre calle 1, utilizó un lenguaje arquitectónico abiertamente barrocas, como demuestran las fotografías de época.
Por su parte, el pasaje propiamente dicho constituía una calle con entrada y salida, que facilitaba el libre ingreso de los transeúntes mientras que, a ambos lados de dicha calzada se ubicaban los más distintos negocios que aspiraban a convertirlos en clientes. Eso sí, fuera del horario de trabajo, el pasaje se cerraba con unos portones corredizos de elegante forja, que lo separaban del resto del espacio vial.
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A su vez, aquella “calle cubierta” evidenciaba los adelantos que la Revolución Industrial puso a disposición de los josefinos constructores: un entramado de cerchas metálicas que formaban una virtual bóveda de cañón, eran seguidas de una fina cubierta de vidrio traslúcido que se abría a la luz tropical para iluminar su calzada de piedra canteada.
Su interior, claro está, hoy se nos escapa; aunque sabemos que su planta era una “L” con salida a la avenida 2. También sabemos, con certeza, que por sus oficinas pasaron algunos de nuestros más notables médicos, abogados y políticos, que sus locales comerciales fueron ocupados por las tiendas de moda europea y que en su acogedora calzada la vida urbana tuvo momentos de gloria.
Bástenos recordar sólo dos casos: en uno de esos locales encontró su sitio el Círculo de Amigos del Arte, allá por los años de 1930; mientras que, en los de 1960, fue en el pasaje donde el Grupo 8 alborotó el cotarro del arte plástico nacional.
Un flâneur josefino
Mas, lamentablemente, para mediados de la década siguiente, el panorama del noble inmueble josefino era otro: “Simplemente está abandonado a su destino de viejo. Su original cubierta de vidrio ha desaparecido, sus muros están marchitos y desconchados, las losas del pavimento descentradas con dudosa horizontalidad: el Pasaje nos da la imagen del abandono y del olvido, parece morir sin pena ni gloria”.
Quien eso escribía, fue quizá nuestro más noble flâneur, extranjero y ciudadano al mismo tiempo, capaz de vivir un instante fugaz en aquella ruina: Juan Bernal Ponce (1938-2006), arquitecto chileno, dibujante exquisito y grabador consumado, que llegó a San José de Costa Rica con tiempo suficiente para conocer aquella y otras joyas patrimoniales, al recorrerla y mirarla con sus ojos de artista plástico.
Por esa razón, vagamundo urbano y moderno, en 1975, Ponce fue capaz de escribir el réquiem de aquel privilegiado espacio… al imaginarlo de nuevo: “Vemos al Pasaje bullente de vida y actividad armónicas con las que acoge el Teatro [Nacional], algunas artesanías, algún rincón de cultura y contemplación pausada, lenta como el ritmo de los arcos que la protegen.
“En esa tranquilidad del Pasaje recobrado y restaurado, podría gustarse muy bien de una exposición de pintura, de una muestra de objetos populares, podríamos escoger calmadamente algún buen libro y platicar sobre un concierto bebiendo un café. Muchas cosas positivas podrían pasar en el Pasaje Dent, que estamos dejando morir violentamente, dañando irreparablemente el más hermoso rincón de la capital” (El Pasaje Dent).
Así, en ese pasaje, aquel paseante fue capaz de hallar significado en sus propias huellas. Mas aquello que imaginó no fue así y, al año siguiente –pese a estar declarado Monumento Arquitectónico, por la entonces reciente Ley 5397–, el Pasaje Central desaparecería, como tantos otros vetustos edificios josefinos, presa de la seudo modernización capitalina impulsada por el Estado Benefactor, de la miopía del mercado inmobiliario local y, quizá aún peor, de nuestra propia desidia ciudadana. Porque, como bien reflexionaba Ponce entonces: “Para establecerse el progreso no siempre necesita destruir, pueden coexistir sin problemas y valorizándose mutuamente, las más modernas estructuras con aquellas que constituyen auténtico patrimonio cultural. Todo está en saber hacerlo, y sobre todo en querer hacerlo”.