Hay compositores cuya música y vida pertenecen por igual a la historia del arte como a la de la religión: Bach, Franck, Bruckner, Messiaen. Tal es el caso de Sofía Gubaidúlina, la más potente voz musical femenina de nuestros tiempos, nacida el 24 de octubre de 1931 en Chistopol, localidad tártara de 64.000 habitantes.
Su padre era ingeniero, su madre profesora. Sofía descubrió el poder espiritual de la música a los 5 años y, de inmediato, se abocó a la composición. Mientras estudiaba en la Escuela Musical para Niños de su pueblo natal, comenzó a explorar el judaísmo y encontró en él un hontanar de paz y de espiritualidad.
Por poco podríamos hablar de una hierofanía: la revelación súbita de lo sacro. Desde entonces el arte y la profunda fe de Sofía se han fecundado mutuamente, y constituyen una unidad indivisible.
Desde niña aprendió a mantener en secreto sus inquietudes místicas. Jamás habló de ellas a sus padres ni a ningún adulto, debido a la represión que reinaba en la Unión Soviética contra todo tipo de ideas religiosas.
Fricciones con el régimen
Como todo compositor de la era soviética, Sofía alternativamente fue exaltada o cayó en desgracia con el régimen político. Por una parte, la honraban con la prestigiosa beca Stalin; por otra, le censuraban su lenguaje musical vanguardista e innovador. En tiempos de Stalin no tuvo problemas porque estaba aun muy joven. Kruschev no se ocupó de ella (¡no era más que una mujer: algo inocuo, ornamental!) Pero Brezhnev fue implacable.
El reconocimiento de Gubaidúlina data de finales de los años 70 (¡muy tarde!), y Brezhnev la hostigó por las razones de siempre: su estilo no era accesible para el pueblo, no transmitía una imagen positiva de le Revolución Bolchevique, era excesivamente intelectual, representaba el formalismo decadente de Occidente, y bla, bla, bla). Lo mismo que tuvieron que oír, en su momento, Prokófiev y Chostakovich.
Por cierto, Chostakovich la defendió, y le aconsejó seguir siempre su camino, incluso cuando otros lo declarasen “equivocado”.
Reconocimiento lento... pero seguro
Gubaidúlina se convirtió en una figura de proyección mundial gracias al violinista Gidon Kremer, quien a principios de los ochentas tocó en varios escenarios su Concierto para violín Offertorium.
Podemos afirmar que en 1990 (¡a los 59 años!), el mundo había ya comenzado a aceptar el genio de Sofía Gubaidúlina. Si algo se desprende de las vidas de las mujeres compositoras a lo largo de la historia, es la ingente dificultad que todas tuvieron para forjarse una carrera. Sofía solo fue admitida en el Parnaso cuando ya había producido esplendideces como la Pasión según San Juan (2000), la Pascua según San Juan (2001), ambas inspiradas por el gran modelo de su vida: Bach.
Después del Kantor de Leipzig, el compositor que más influencia tuvo sobre ella fue el dodecafonista Anton von Webern, de la llamada Segunda Escuela Vienesa (para diferenciarla de la primera: Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert).
Como Webern, Sofía no utiliza largas líneas melódicas, sino breves motivos, células de dos o tres notas, que luego manipula contrapuntísticamente. Estos motivos pueden no ser otra cosa que colores: un golpe de gong recurrente, en su Segundo concierto para violín, In tempus praessens.
Esta es una buena pieza para adentrarse en el universo sonoro de Sofía: quien no esté familiarizado con él, puede abordarla a través de esta obra magnífica. En ella reconocerá el uso de frases melódicas muy cortas, de ostinati y pequeñas fórmulas rítmicas recurrentes, que contribuyen a unificar la pieza, a hacerla inteligible. También podrá gozar de las notas agudísimas y los harmónicos del violín, que no son un mero artificio técnico: expresan la vibración del alma estremecida ante lo divino.
Jugando con los instrumentos
Sofía incorporó a su música instrumentos vernáculos japoneses (el koto: cuerdas pulsadas con plectros) y persas (el zheng, similar a un arpa). En su obra de cámara A la sombra de un árbol convoca el koto, el koto bajo y el zheng. También escribió mucha música para el bayán, instrumento ucraniano muy similar al acordeón.
Juguetona, siempre ávida de explorar hasta sus límites las posibilidades expresivas de los instrumentos, escribió para Rostropovich su concierto Cántico del Sol, donde el chelo toca en el registro más grave que sea dable concebir, mientras el coro contrabalancea con sonoridades inmateriales, supraterrenas… hay que oírlo para creerlo.
Notable es su dilección por los instrumentos de percusión. Para Sofía, “la percusión produce una nube acústica en torno suyo, una nube que no puede ser analizada. Los instrumentos de percusión producen un sonido que está en el límite entre la realidad palpable y el subconsciente. Si escuchamos las características puramente físicas de los timbales o los membranófonos, veremos que cuando la piel vibra, o la madera es percutida, responden de inmediato. Entran en el estrato de la mente consciente pero no lógica, están en el lindero que separa el consciente del subconsciente”.
Toda la aventura de Sofía está llena de este tipo de observaciones, siempre expresión de una profunda espiritualidad, y de un misticismo acendrado (es miembro de la Iglesia Ortodoxa Rusa).
La pasión de innovar
No menos innovadora es su aproximación a la forma musical. Stimmen… Verstummen… es una sinfonía… ¡en 12 movimientos! Su Respuesta no preguntada (alusión humorística a la famosa Pregunta sin respuesta, de Charles Ives) propone un collage para tres orquestas.
En Percepción usa una soprano y un barítono que solo hablan –no cantan–, y siete instrumentos de cuerda.
Noche en Memphis es una cantata que utiliza una mezzosoprano, orquesta, y un coro masculino –¡en grabación!–.
Entre sus infinitos méritos se cuenta haber compuesto música para niños (una tradición muy rusa, cimentada por Chaikóvski, Taneyev, Prokófiev y Jachaturian, entre otros). Sofía escribió Juguetes musicales, 14 piezas pianísticas para los niños, y le puso música a una versión rusa en dibujos animados de El libro de la selva (el mismo que Walt Disney estrenó póstumamente en 1967), de Rudyard Kipling.
Desde 1992, Sofía vive en Hamburgo, Alemania. Es miembro de las prestigiosas academias musicales de Frankfurt, Hamburgo y Suecia. Para dar inicio a esta serie de textos sobre mujeres compositoras, elegimos a Hildegard von Bingen, una mística, una profeta, una divina alucinada, una doctora de la Iglesia Católica. Hoy cerramos con otra mística, Sofía Gubaidúlina, una mujer para quien la música es una mostración directa de lo divino, la voz misma de Dios.