En 1925, el joven Al Capone fue sometido a tratamientos infames para aliviar una gonorrea aguda, que actualmente se habría curado con tan solo una dosis de penicilina. Empero, para el infortunio de Capone (y otros), no fue sino hasta 1929 cuando Alexander Fleming publicó su minuciosa investigación sobre las propiedades microbicidas de la penicilina contra el gonococo, bacteria causante de la enfermedad venérea que mantuvo en abstinencia (no de licor) al mafioso capo de Chicago.
Antes de que los antibióticos formaran parte del arsenal médico para combatir la tuberculosis, lepra, gonorrea, neumonía, meningitis, peste bubónica, disentería, sífilis y otras enfermedades bacterianas, los tratamientos consistían en la administración de raras pócimas, que muchas veces acababan de rematar a los desesperados pacientes.
Algunos de los “remedios” ofrecidos eran anunciados sin reserva en revistas y libros médicos del siglo XIX. Por ejemplo, el tratado de Enfermedades secretas (1869), del español Anastasio Perillán-García, prescribe contra “el prurito blenorrágico y erecciones dolorosas” (gonorrea) inyecciones de “vino tinto y agua de rosas, mezclados con granos de tanino, sulfato de alúmina y potasa”. Además, como método preventivo recomienda “lavar con orina las partes genitales, en seguida de un coito sospechoso”', consejo al que Capone nunca puso atención.
En la Gaceta Médica de Costa Rica del siglo XIX se imprimieron sendos anuncios sobre “prodigiosos” remedios. Uno de los más notorios fue el de las “Píldoras de Blancard de Yoduro de Hierro Inalterable” (?) contra la “leucorrea, tisis, sífilis constitucional, etc.”, vendidas en farmacias que advertían que “el yoduro de hierro impuro o alterado es un medicamento infiel'! Cuidado con las falsificaciones!”.
A pesar del empirismo existente, el mismo Perillán-García vaticinó en su tratado la supremacía de la ciencia sobre las supersticiones del siglo XIX: “Los homeópatas creen sin duda que Hanhemann [médico sajón fundador de la homeopatía] será el héroe en esta derrota, que para una tan larga falacia aplaza el sentido común: nosotros creemos que el médico de Cóos triunfará sin remedio, y su nombre sobrevivirá incólume a los esfuerzos de las doctrinas centesimales”', y así fue.
El camino hasta la penicilina. Las primeras sustancias eficaces para combatir infecciones bacterianas, como la gonorrea y la sífilis, fueron las sales mercuriales o de plata, utilizadas por primera vez en 1496 por Giorgio Sommariva en Verona, Italia. Sin embargo, los tratamientos con estas sales debían ser prolongados, lo que generaba graves intoxicaciones y afecciones secundarias.
Esos químicos se abandonaron cuando Sahachiro Hata y Paul Ehrlich descubrieron en 1909 el salvarsán, un compuesto arsenical que –aunque mantenía alta toxicidad– curaba la sífilis de manera más eficaz que las sales mercuriales. Posteriormente, Gerhard Domagk, de los laboratorios Bayer (Alemania), descubrió las sulfamidas en 1935. Estos colorantes, derivados del azufre, poseen acción microbicida potente y permanecen como parte del arsenal creado contra bacterias patógenas.
El empleo de microorganismos o de sus moléculas (antibiosis) para combatir enfermedades tuvo su génesis a finales del siglo XIX.
En 1876, el médico ruso Alexander Samoilovitch Rosenblum trató con algún éxito la sífilis, infectando pacientes con sangre de enfermos de malaria, fiebre recurren-te o tifoidea, enfermedades que generan fiebres arriba de los 40 grados (temperatura que es letal para el agente de la sífilis, el Treponema pallidum ).
Más tarde, Julius Wagner-Jauregg usaría la malaria como método terapéutico para curar la sífilis, lo que le valió el Nobel en 1927.
Con el advenimiento de las sulfamidas y los antibióticos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, los tratamientos febriles para tratar la sífilis se volvieron obsoletos.
La acción antibiótica del hongo Penicillium , productor de la penicilina, fue constatada por primera vez por el médico inglés John Scott Burdon-Sanderson en 1870.
A esa observación siguieron las de Joseph Lister (1871), William Roberts (1874), John Tyndall y Burdon-Sanderson (1875), Louis Pasteur, Jules-Francois Joubert y France Garré (1877), Vicenzo Tiberio (1895) y la del francés Ernest Duchesne (1897).
Duchesne publicó sus resultados sobre las propiedades curativas del Penicillium en el Instituto Pasteur, razón por la que fue reconocido póstumamente, en 1949, como codescubridor de la penicilina, junto con el Nobel de 1945, Alexander Fleming.
Es probable que Clodomiro Picado, durante su estadía en el Instituto Pasteur, conociera esos trabajos, en especial los de Duchesne.
Darwin y las bacterias. A partir de 1950 se han descubierto o sintetizado unas 100 sustancias bactericidas. Sin embargo, según su modo de acción, el número de antibióticos se limita a unas 20 clases, por lo que, en realidad, el arsenal para combatir las enfermedades bacterianas es reducido.
Aun más, desde la primera vez que se usó la penicilina, en marzo de 1942, para curar a la enfermera Ann Miller de una neumonía causada por estreptococos, la evolución de las bacterias para resistir a los antibióticos es cada vez más prominente, en especial en los hospitales. Esto hace que su eficiencia sea cada vez menor. Se cree que, en un futuro cercano, los médicos se quedarán sin armas para combatir muchas de las infecciones.
La generación de bacterias resistentes a antibióticos es la prueba absoluta en “tiempo real” de los mecanismos de evolución descritos por Darwin. El asunto es simple: en presencia de un antibiótico, algunas de las bacterias mutan generando cambios en estructuras celulares donde ese antibiótico en particular actúa. Por selección natu-ral, las bacterias susceptibles a ese antibiótico mueren, y solo quedan vivas las resistentes.
Cuando esas últimas infectan a un nuevo individuo, ya no pueden ser combatidas con la misma clase de antibiótico, por lo que se debe recurrir a otra clase (solo hay 20). Este proceso de selección natural continúa con el segundo antibiótico, y así sucesivamente.
A lo anterior se debe agregar la gran promiscuidad bacteriana para intercambiar material genético, incluso entre diferentes especies. Esto hace que las bacterias transfieran sus genes resistentes a diestra y siniestra, hasta que aparecen las “superbacterias”, las cuales no pueden ser eliminadas con el arsenal de antibióticos existente.
El uso irrestricto de antibióticos para tratar infecciones leves, o como suplemento alimenticio para animales, es científicamente objetable y peligroso. Estas acciones liberan gran cantidad de antibióticos en el ambiente, lo que favorece el surgimiento de superbacterias.
El asunto se agrava cuando se toma en cuenta que la última clase de antibiótico disponible fue descubierta hace 20 años. Lo anterior confronta a la humanidad con su irresponsabilidad y con los límites de la ciencia.
Además de gonorrea, Al Capone padeció de sífilis. Debido a esta afección, el reo abandonó Alcatraz deteriorado y mentalmente enfermo. Irónicamente, Capone fue uno de los primeros expresidiarios tratados experimentalmente con penicilina. Sin embargo, para el mafioso, el remedio llegó tarde y el treponema hizo la diligencia de matarlo en 1947, el mismo año en que los primeros estafilococos resistentes a la penicilina anunciaron el principio del fin de los antibióticos.
El autor es miembro del Programa de Investigaciones en Enfermedades Tropicales de la UNA, y del Instituto Clodomiro Picado de la UCR.