
Casi siempre, el cine para niños viene a ser como versiones infantiles de textos de la literatura; como los cuentos tradicionales, pero asumidos para niños (aunque no todos tengan el alma que les da aquella tía Panchita que nos encanta con sus narraciones).
Algunos filmes para niños son más simples aún. Si comparamos más con la cultura libresca, a lo sumo llegan a ser libritos para colorear, de tal sencillez, pero con mantenida gracia para los más pequeños. No lo decimos, para nada, peyorativamente.
Solo que eso último es lo que nos resulta paradigmático en el caso del filme Alvin y las ardillas (2007, Alvin and the Chipmunks ), dirigido por Tim Hill, película de cruce bien logrado de actores reales con muñecos por computadora.
En eso último, el largometraje ardillesco respira oficio y frescura, talento y laboriosidad. Es lo mejor, es lo que más cautiva, más la gestualidad de las tres ardillas: Alvin, Sinmón y Teodoro, capaces de arrancar sonrisas, risas, exhalaciones y suspiros en espectadores (incluso en jóvenes, ellas sobre todo).
Esto habla bien del buen diseño de personajes con los tres mamíferos roedores, de colas pobladas que, en este caso, sin perder sus costumbres, se han venido de los bosques a la ciudad por culpa de la corta de árboles: deforestación.
El problema de la cinta está con los personajes reales, poco conviventes como tales y muy mal actuados (la dirección de actores es deficitaria), sobre todo cuando las ardillas se revelan como la sensación musical del momento, mientras Dave (Jason Lee) –sin querer queriendo– se convierte en algo más que en su compositor: las ardillas lo tratan como a un padre, o sea, búsqueda de una familia.
El clímax sucede cuando Alvin, Simón y Teodoro comienzan a darse cuenta de su éxito artístico y entran en conflicto con Dave, quien no quiere que sus “niños” sean explotados por los mercaderes del espectáculo musical.
En todo caso, sí se disfruta de estas ardillas exitosas en animación para la tele, por los años 80. El problema es que el filme parece repetirse constamemente y va perdiendo su encanto inicial venido, ahora, desde la pantalla grande.
De alguna manera, la película hace lo de las ardillas: sobresalir la cola poblada por encima de su cabeza, ser vivaracha, para luego roer y roer en lo mismo, a tal punto que pierde mucha de su seducción.
¿Los infantes la disfrutan? ¡Claro!, como cuando colorean los bocetos dibujados en un libro. Niños y niñas, con generosidad, son parte del reino ardillero en la sala de cine.