DOS LEONES amarillos, erguidos sobre columnas grecorromanas, se alzaban en medio del camino como el monumento a una idiosincrasia retrasada solo por unos 25 siglos. Hasta donde alcanzaba la vista se distinguían unos pastos que no eran prados y unas montañas que tampoco eran bosques. Aquella mañana, solo el color gris lograba sobreponerse al azote de una lluvia torrencial.
El cantón de Acosta era un híbrido de curvas y naturaleza, atravesado por una sola calle y una misma nube. Sin embargo, nosotros éramos todavía menos: un grupo de personas y una horda de niños en vestido de baño, asfixiados tras los vidrios empañados de un carro totalmente cerrado.
Cuando las fieras del balneario El Valle Encantado aparecieron en la última vuelta del camino, lo que afloró a nuestros rostros fue un gesto que rebasó al alivio y rompió todas las barreras climáticas. Finalmente, saldríamos del agua reprimida del carro para llegar al agua deliberada del balneario.
Corrimos hasta la entrada acribillados por las gotas, sin dejar de observar que el lugar al que habíamos llegado tenía una fuerte tendencia zoológica. Por fuera no parecía más que un muro mediano con un parqueo al frente, los dos leones y una gran estructura -entre gimnasio e iglesia cristiana-, pero bajo el humilde alero de la entrada se levantaba una granja de animales no tradicionales.
Cuilos, pollos y periquitos de amor conformaban una especie de barrera natural entre la venta de tiquetes y el resto de las instalaciones. Mientras esperábamos a que alguien apareciera, nos detuvimos a desplumar el origen de las especies, y tuvimos tiempo: a aquellas horas y bajo aquel temporal era impensable la llegada de nuevos bañistas.
Nadie, y mucho menos la señora que apareció más tarde enfundada en un delantal, pudo comprender a primera vista el interés de aquel extraño grupo venido desde San José. Más tarde supimos que ella era Jenny López, copropietaria de El Valle Encantado junto a su esposo, Jorge Calderón.
Aguafuerte
Este popular balneario de Acosta -además de ser el único- es un sitio peculiar: de las siete piscinas, que en su mayoría son piletas, es un lugar que profesa una secreta estima por los animales, el cemento y la transfiguración de la naturaleza.
No habíamos terminado de entrar cuando descubrimos unos insólitos alojamientos para chompipes y peces, así como una inesperada colección de animales de cemento y sonrisa de caricatura, esparcidos por todos los alrededores.
La insistencia de la lluvia nos alejó del paisaje y nos hizo refugiarnos en una de las mesas del rancho más cercano, elevando rápidamente una torre de maletines, bolsos, anteojos y periódicos. Los niños, en cambio, se refugiaron de la lluvia metiéndose en el agua.
El balneario se extendió ante nuestros ojos como suelen extenderse los típicos balnearios rurales: con una humildad que siempre vuelve sobre sí misma. Digamos que todo había crecido alrededor de la piscina grande: los caminillos para bordearla y recorrer el resto de las instalaciones, una cancha para mejengas, una fila de puertas que sugerían cabinas y, más hacia la entrada, en el costado de lo que supusimos era un gimnasio, una hilera de viejas máquinas para hacer ejercicios, árboles, esculturas y arbustos.
Loma abajo no solo se encontraban el río Jorco, algunos mini-ranchitos para asar carne, otras piscinas y una laguna de "creación personal", sino que se prolongaba una zona específica de alto riesgo que es, por el contrario, el mayor atractivo del balneario, según confirmó su propietario y un grupo de fanáticos adolescentes: un tobogán de cemento lujado de 60 metros de largo.
Si bien nadie esperaba lujo y azulejos en la zona de los vestidores y servicios sanitarios, es cierto que tampoco se esperaban inodoros descompuestos, llaves inservibles, falta de puertas y ausencia real de basureros. Se debe tomar en cuenta que el balneario mide 10.000 metros, y hay que ver cuánta gente cabe en tantos metros.
De vuelta al rancho, que en realidad era la zona del restaurante, pudimos sentarnos a apreciar el cemento antropomórfico de cada uno de los animales, algunos fantásticos (un sapo reclinado, una rana mirando de reojo, un dinosaurio y una especie de cabeza sonriente) y otros más realistas (un mini-buey, una cabra, un par de microtigres, un caballo y dos toros).
En medio de esta naturaleza trastocada, sería imposible negarle a los niños su inquebrantable sentido del deleite, que se fija objetivos contra toda dificultad. Baste decir que para ellos fue más que suficiente salir morados del agua, cuatro horas después, chorreando agua o lo que hubiera que chorrear. Para nosotros también fue suficiente para considerar esta como una historia con final feliz.