Es usual que las niñas de 6 ó 7 años sueñen alguna vez con ser princesas y vivir en un palacio, al mejor estilo de los cuentos de hadas. Elizabeth Obando Ríos tiene justamente esa edad, pero, a diferencia de todas las otras pequeñas, ella sí vive en un castillo. Se llama Torre Luz y está situado en Colima de Tibás.
Aquella fortaleza de paredes oscuras y apariencia enigmática es su hogar; el sitio donde habita con su papá, Héctor Obando, su madre, Elizabeth Ríos, y su hermanito de dos años, Héctor, todos de ascendencia nicaragüense. Emigraron a Costa Rica en busca de un mejor futuro, y desde hace siete años son los responsables de vigilar y mantener los jardines de esta edificación.
Aunque la niña no cuenta con permiso para llevar allí a sus compañeritos de la escuela Miguel Obregón, a ella le encanta responder las preguntas que le hacen cada vez que se presenta y dice que vive en “el castillo de Colima”.
“Quieren saber qué se siente vivir en un castillo, y me preguntan si es cierto que ahí asustan, o qué tan grande es por dentro. Yo les digo que es muy bonito y que me divierto por las tardes porque tengo mucho espacio para jugar con mi hermano y mi perro Pluto”, cuenta la menor con una pícara sonrisa que muestra sus nuevos dientes permanentes.
De verdad, no miente al decir que tiene abundante espacio para pasarla bien, pues el castillo se asienta sobre un terreno de 400 metros cuadrados; prácticamente abarca toda la cuadra. Aunque algunas de las áreas, como la capilla y el comedor principal, están clausuradas, y otras se han deteriorado por la humedad, esta familia se las ha ingeniado para vivir cómodamente en una esquina de la torre sur. Allí instalaron las camas, unos cuantos muebles, la cocina y sus pocas pertenencias.
En realidad, este castillo, construido en la década de 1960, era propiedad del cuarto arzobispo de San José, Carlos Humberto Rodríguez Quirós, quien siempre mostró fascinación por este tipo de edificaciones y quiso construir el suyo, con aires de monasterio cartujo.
Le llamó Torre Luz para rendir homenaje a su madre, doña Luz Quirós. Antes de morir, en 1986, decidió heredárselo al sacerdote Juan Bautista Quirós Rodriguez, su secretario y enfermero al final de sus días.
A este religioso le ha correspondido enfrentar un largo proceso judicial por el inmueble y, aunque en 1991 los tribunales lo confirmaron como único dueño, aún se muestra reservado para hablar sobre su herencia.
“Yo no conozco muy bien al padre y lo he visto muy poco por aquí. Pero estoy muy agradecido con él y con la señora que se encarga de todo esto, porque me han dejado vivir en este lugar con mi familia. Elizabeth llegó al castillo cuando tenía apenas dos meses y mi hijo no ha conocido otra casa más que esta”, comenta don Héctor, recostado a la puerta de hierro negra por donde se ingresa a aquella fortaleza de piedra. Aunque muchas personas –incluyendo un equipo de Proa– le suplican que los deje entrar para conocer el castillo “por dentro”, él –como buen guardián– siempre responde con una negativa.
Todo sugiere que el misterio seguirá envolviendo al castillo Torre Luz.
La mitad, un restaurante. Pero monseñor Rodríguez no solo dejó impresa su huella en esta edificación. El famoso castillo del Moro, en barrio Amón, también le pertenecía.
Antes de morir, decidió heredárselo a su sobrino nieto, Jorge Ignacio Guier Acosta, quien en la actualidad habita en un sector independiente de tal edificio, en compañía de su esposa y sus dos hijos. Para ellos este castillo, es “una casa normal”, aunque no pueden negar que forma parte de la historia de la arquitectura costarricense.
Por eso, hace un par de años, la familia decidió acondicionar un área para abrir allí un restaurante y permitir a los clientes apreciar su exótica belleza.
La construcción de este inmueble, declarado patrimonio arquitectónico, data de principios del siglo XX, cuando el comerciante español Anastasio Herrero decidió levantar una casa al estilo morisco y recordar así su tierra natal. Muchos de los materiales que utilizó el arquitecto responsable de la obra fueron importados de España e Italia, y con ellos se elaboraron los más finos detalles.
Sobresalen los arcos de medio punto, las gárgolas de las cornisas exteriores, los 2.000 azulejos que ilustran diferentes escenas de El Quijote y el escudo de Costa Rica con cinco estrellas, que, junto con el escudo de España, dan la bienvenida en la entrada del edificio.
Fue en 1945 cuando este castillo pasó a manos de monseñor Rodríguez, quien vivió ahí durante muchos años en compañía de su madre. Poco después de su muerte, las hermanas Annick, Chantal e Isabel de la Goublaye de Mernoval Rodríguez, iniciaron la disputa por la edificación, un proceso que duró 15 años y concluyó sin favorecerlas, pues el 31 de octubre del 2001, la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia rechazó un recurso de casación y confirmó a Jorge Ignacio Guier como su legítimo propietario.
Imaginación de músico. Con una historia un poco más contemporánea, resalta en Sabanilla (carretera a Guadalupe), otro castillo de amplios portones azules que intriga a muchos de los transeúntes. Su propietario es el músico y profesor universitario Marco Quesada Aguilar, quien hace diez años comenzó a forjar la idea de construir una casa totalmente diferente y llamativa, en el terreno que le heredaron sus padres.
Al principio, planeaba levantar una torre muy alta para vivir en el último piso. Le llamaría “la torre del loco”, aún sabiendo que ese nombre despertaría todo tipo de comentarios.
Estaba a punto de comenzar su construcción, cuando escuchó el consejo del arquitecto Francisco Madrigal, quien le dijo que, para aprovechar mejor el espacio, era mejor construir un castillo.
La idea, le pareció maravillosa porque Marco siempre se ha sentido atraído por ese tipo de obras arquitectónicas y además, porque así lograría tener un sitio ideal para atender, como se debe, a las musas que frecuentemente le visitan.
Para Quesada, su hogar –al que llamó Castillo Azul, porque ese es su color preferido–, es “una reposición arquitectónica”; una fortaleza que lo protege los fines de semana cuando regresa de Guanacaste, donde imparte varios cursos en la sede regional de la Universidad de Costa Rica (UCR).
“En sus inicios, fue muy difícil porque hay gente envidiosa. Mi mamá me llamó varias veces para contarme que pasaban y con piedras quebraban los ventanales azules y ámbar que yo había mandado a hacer con el objetivo de lograr una iluminación especial. Por eso, tuve que invertir más dinero y construir esta gran tapia. También debí ponerle portones de hierro. Ahora me siento un poco más tranquilo”, afirma Quesada.
Cuando empezó a levantar su obra, este músico debió desembolsar cerca de ¢18 millones y, aunque por dentro el inmueble cuenta con bastantes comodidades como jacuzzi , televisión por cable, cocina con desayunador y varias habitaciones, todavía la obra está sin terminar.
“Como me ausento tan a menudo y tengo muchas obligaciones laborales, no he podido invertir más en la casa. Debo hacerle reparaciones urgentes. El único que se queda aquí es mi perro. Mi mamá le viene a dar vueltas de vez en cuando porque vive a la par”, explica Quesada, ganador en 1998 del Premio Nacional de Cultura Aquileo J. Echverría, en la categoría de música.
Sueño hecho realidad. Hace 15 años, en uno de esos fructíferos viajes por Europa, el comerciante Luis Ángel Rojas, también quedó hipnotizado frente a un castillo que conoció en España, llamado Manzanares El Real. Desde entonces, no pudo apartarlo de su mente.
Por eso, en cuanto regresó al país, se propuso construir una réplica de aquel edificio, una tarea nada sencilla ni barata.
Debió esperar dos años y dos meses para ver materializado su sueño, el que consiguió gracias al pujante negocio de souvenirs La Veranera, ubicado sobre la carretera a Sarchí y que es de su propiedad.
Hoy, su castillo se roba las miradas de quienes tienen la oportunidad de conocerlo. Está enclavado en una pequeña colina en el barrio Latino de Grecia y, aunque parece sacado de un cuento de los hermanos Grimm, es la morada de la familia Rojas Campos, integrada por don Luis Ángel, su esposa Blanca Nieves y sus tres hijos: Luis Alonso, Karol Cristina y Alan Jesús.
Actualmente está pintado de amarillo, con los detalles en terracota, pero al principio fue blanco y, hasta hace poco, azul con rojo. La infraestructura es de casi 300 metros cuadrados y consta de seis dormitorios, sala de estancia, sala de televisión, un agradable patio de luz ubicado en medio de cuatro baños y una amplia piscina, ideal para sobrevivir al sofocante calor que impera en Grecia.
Herencia dominicana. Imposible no notarlo. En la carretera que comunica a San Ramón con Puntarenas, exactamente a la entrada de Magallanes, frente a la soda El Parqueo, salta a la vista otra edificación de este tipo.
A lo lejos, se asemeja a un castillo de leyenda –de esos custodiados por dragones, gnomos y duendes–, pero más de cerca, no cabe duda de que se trata de una casa especial.
Allí, viven Deocles Cabrera, de 18 años, y su madre, Ana Valverde, quienes han hecho todo lo posible por quitarle a su hogar ese aspecto tenebroso que lo caracteriza. Ya no hay moho ni musgo en las paredes grises, pero aun así, sigue llamando la atención de propios y extraños en la zona.
“Mi esposo Deocles Cabrera Valverde era dominicano y tenía mucha influencia española, por eso construyó la casa con estilo de castillo. Cuando él murió, hace siete años, se la heredó a mi hijo. La construcción comenzó en abril de 1978 con un presupuesto de ¢800.000, pero el dinero no alcanzó y, por eso, sigue sin terminarse”, relató doña Ana, quien, durante algunos años, alquiló el inmueble con pésimos resultados, pues se lo deterioraron mucho.
“Para mí, es una casa como cualquier otra. Abajo tiene tres cuartos, dos baños, cocina y comedor. Arriba, cada torre es una habitación. Las columnas son todas chorreadas, no tienen un solo block. La vivienda tiene 220 metros de construcción, lo que la hace muy cómoda”, dice satisfecho Deocle, estudiante del colegio nocturno Julián Volio Llorente.
A este joven no le gusta decir de antemano que su casa parece un castillo; prefiere que sus compañeros lleguen a visitarlo y, en ese momento, lo descubran. Claro, también le ha tocado responder a la pregunta que siempre persigue a los moradores de estas particulares residencias: “¿Mirá es cierto que ahí salen fantasmas? “Por supuesto que no”, les replica sonriente.
Según doña Ana, su vivienda posee gran encanto para los inversionistas quienes, en diversas oportunidades, le han ofrecido jugosas sumas de dinero para transformarla en un proyecto turístico.
Sin embargo, eso no es negociable. “Prefiero seguir viviendo así, con privacidad y tranquila”, asegura esta ama de casa.
Quimera a dos años. Otro fan de los castillos es Jorge Murillo Rivera, quien en San Rafael de Montes de Oca, muy cerca del club La Campiña, está por construir el que –según él– será el más grande y suntuoso del país.
Ya logró levantar la entrada, con paredes de block escarpado –muy similar a las piedras–, y finas gárgolas decorativas. En un plazo no muy lejano (calcula que unos dos años), comenzará a edificar la casa en una ladera, con vista panorámica. Su idea es que la obra tenga apariencia de castillo inglés.
Serán 500 metros cuadrados de construcción asentados en un terreno de 2.000 metros cuadrados.
“Los planos están prácticamente listos, solo que tendré que ir haciendo el castillo por etapas, pues implica una inversión muy grande. Le llamaré El Torreón por dos razones: porque constará de varias torres y porque por ahí cerca pasa el río Torres. Cuando esté terminado, será muy lindo”, comenta don Jorge, quien a sus 42 años –como él mismo bromea– solo está a la espera de que una princesa quiera compartir con él este mágico sueño.