“Bueno, ya pasó una milésima parte”, fue un comentario, a mi juicio despiadado, que alguien hizo a propósito del XXIV aniversario del accidente nuclear de Chernobyl. Se refería a que, según informaciones periodísticas, la región donde aconteció la catástrofe permanecerá vedada a la ocupación humana durante 24.000 años. Había olvidado yo, en aquel momento, que poco después de la misma tragedia –que sigue ocurriendo insidiosamente– ericé los cabellos de varios amigos al contarles que en algunas lenguas eslavas la palabra chernobyl designa a la planta que en español se denomina ajenjo, y que en Apocalipsis 8,10 se predice que en el fin del mundo caerá sobre la tierra un estrella de nombre Ajenjo. No lo dije en serio, pues lo tomaba como una banal coincidencia; sin embargo, antes debí haber pensado que algunas de aquellas personas podrían ser tan impresionables como para sentirse incómodas y preocupadas.
Todo ser humano crea, alrededor de sus creencias, una zona de susceptibilidad que se debe respetar no importa lo que uno piense. Solo que aquella vez mis interlocutores eran educados, algunos con formación científica y, pese a mi arrepentimiento por haberlos perturbado, su extrema credulidad me confundió. “Estoy”, pensé, “frente a seres racionales a quienes atemoriza una respuesta de salón a la adivinanza propuesta por un hombre que vivió hace casi veinte siglos y nunca oyó hablar de la tabla periódica de los elementos; sin embargo, hace unos minutos se mostraban totalmente indiferentes ante unas advertencias contemporáneas, igualmente ´apocalípticas´ pero científicamente sustentadas, sobre el calentamiento global, la contaminación del agua y otros procesos de impacto universal y cuyos efectos pueden ser acumulativos y destructores”. (A propósito, ¿cuántos chernobyles y cuántos derrames petroleros a lo BP serán necesarios para que los ángeles de las trompetas convoquen al acontecimiento final más terminal de todos?).
En fin, el límite entre el realismo y el pesimismo es muy difuso, y a veces el realista no tiene más remedio que recurrir a argumentos irracionales, como sería el sugerir que la reciente catástrofe del Golfo de México podría haber estado anunciada en –por ejemplo, ya que hay otras opciones– Apocalipsis 16,3, e ir luego sentarse en la puerta de su tienda a ver pasar frente a ella una fila de creyentes y no creyentes que entonan un himno titulado Coincidencia, dedicado al témpano gigante de Groenlandia, al calor de Rusia, a la lluvia de Pakistán y a todas las otras cruces y crucitas que venimos trazando en rojo sobre el mapamundi del pesimismo.